Para el círculo rojo y los formadores de opinión, Macri estaba destinado a ser un presidente pospolítico, gerente, un pragmático más pragmático que los Kirchner, Menem o Alfonsín. ¿Pero si estamos ante un believer de un globalismo liberal? Para Julio Burdman, la última crisis del dólar demuestra que el presidente argentino cree en una serie de premisas sobre la política económica y las relaciones internacionales que hoy fueron dejadas de lado por casi todos los gobiernos del mundo occidental.
Fotos: Casa Rosada
Hay una característica de la forma de gobernar de Mauricio Macri que se está haciendo más nítida con el correr del tiempo: el hombre cree. Cree en una serie de premisas sobre la política económica y las relaciones internacionales, que estarían destinadas a funcionar con independencia de todo contexto y circunstancia. Porque son buenas y virtuosas en sí mismas. Pocas veces este aspecto believer de Macri se vio tan claro como en la conferencia de prensa que ofreció el miércoles 16 de mayo. Entre otras definiciones notables, el presidente dijo que “el mundo decidió que la velocidad con la que reducimos el déficit fiscal no es suficiente”. Definió al déficit fiscal como “una mochila histórica que nos ha aplastado” y que dado que él “no llegó a presidente para hacer lo políticamente correcto, sino lo que es bueno para la gente”, asume el compromiso de “recorrer caminos inexplorados” y hacer “lo que nunca antes se hizo en más de 70 años de historia”, que es “bajar el gasto público y los privilegios para vivir con lo que tenemos”. Dijo del FMI que es “una herramienta más, que representa el apoyo que el mundo nos está dando”. Definió con convicción al mundo como benevolente, al gasto público como flagelo, y a la misión histórica (“más de 70 años”) presidencial de distinguir entre lo que es bueno y malo para la gente. Tal vez la más notoria de todas sus definiciones, que motivó la redacción de esta nota, fue la siguiente: “Nosotros sabíamos que Estados Unidos iba a subir la tasa de interés”. Es decir que admitió haber adoptado un plan económico dependiente del flujo de financiamiento externo a sabiendas de que éste podía, eventualmente, cortarse por motivos que no podemos controlar.
Si esto fuera efectivamente así, si estamos ante un hombre de fe, cambian dos imágenes que el círculo rojo y la opinión pública argentina se habían formado sobre Macri. La primera es la del presidente empresarial de espíritu práctico, que se guía por aquello que evalúa como más conveniente para lograr determinados objetivos y defender determinados intereses, con independencia de principismos e ideologías. Un pragmático, como suele decirse. Que se distinguía de sus predecesores, cargados de discursos y otras rigideces de la “vieja política”. Él mismo se define así: “comienza una era de pragmatismo”, afirmó, para referirse a la decisión de bajar el déficit fiscal. Macri presidente de Boca completaba esa ilusión. Para sacar campeón a semejante grupo humano, había que sentarse a conversar con la AFA, la hinchada, los traficantes de jugadores, los periodistas deportivos, los empresarios de la televización, los DT y otras corporaciones complicadas. Pero Macri, el hombre del espíritu práctico, a pesar de no venir de ese mundo insondable se sentó, se adaptó y salió adelante. Nacía el mito gerencial.
La segunda imagen, derivada de la anterior, es que Mauricio Macri ya presidente de la Nación había “leído mal” el “mundo” que le tocó vivir. Y que por esa “mala lectura”, su gobierno no ha podido hasta ahora encontrar un rumbo, digamos, “eficaz”. La idea de la “mala lectura” lleva implícita la imagen del Macri que evalúa y actúa en consecuencia. Cuyo pecado, en este caso, consistiría en haber apostado a perdedor. En no haberla visto venir. Apostó a un Washington globalista, a que perdía el Brexit, a que se valorizaban nuestras commodities y nuestra moneda, a que los capitales volarían hacia nosotros. No obstante, una vez que ve las cartas que le tocaron, el hombre del espíritu práctico reformula su juego. El creyente no. Fue el creyente quien nos confirmó, el jueves 17, que sus convicciones siguen firmes. Nos anunció que pedirá ayuda al FMI para poder lograr nuestro cometido de reinsertarnos, finalmente, en el mundo de los buenos.
El credo globalista
Arranquemos por la segunda imagen, la del contexto de época. Esta nos remonta a los orígenes del gobierno cambiemita. Durante la campaña electoral de 2015, uno de los temas centrales fue la “vuelta al mundo”. Argentina estaba sin posibilidades de emitir deuda externa, controlando importaciones y con inflación. Además, el estado intervenía en las empresas -como lo hizo en YPF, o haciendo uso de los paquetes accionarios de la Anses-, no teníamos alianzas políticas con los países de Occidente, y para colmo nos acercábamos a los BRICS y a gobiernos mal vistos por Washington, como el venezolano. Todo ello, se decía, afectaba nuestras posibilidades económicas. Estábamos “aislados” porque nos alejábamos del mundo conveniente. Era necesario recalibrar nuestras alianzas externas para ser competitivos y volver a crecer.
Pero se hizo cada vez más evidente que el mundo anhelado estaba en otra. El listado de acontecimientos adversos al globalismo liberal desde que ganó Cambiemos ya es casi un lugar común: Brexit y nacionalismos en Europa, Trump en Estados Unidos, Erdogan en Turquía, giro mercadointernista en China y Rusia. El nuevo hit del iliberalismo viene ahora de Europa oriental. Los presidentes Viktor Orban (Hungría) y Andrzej Duda (Polonia) desplazaron a los perdedores electorales xenófobos Marine Le Pen (Francia) y Matteo Salvini (Italia), y se convirtieron en los nuevos referentes de la ultraderecha. Pero los nuevos son europeístas. En lugar de acusar a Bruselas y al euro de todos los males, la nueva generación milita por una Unión fuerte, policial, blanca, alambrada, sin musulmanes… y sin importar agroalimentos del hemisferio sur. No pegamos una.
The Donald merece un párrafo aparte, porque es quien afecta al creyente liberal en forma más directa. Se sabe que nuestro gobierno votó por Hillary Clinton y por las políticas que ella representaba. Era tan probable que ganase la una como el otro, como suele suceder en el bipartidismo estadounidense. Pero el creyente tuvo fe. Trump es una especie de Reagan, aunque imbuido en la reacción actual al globalismo liberal. Y las políticas de Reagan fueron un gran problema para las economías latinoamericanas en los ochenta.
Trump quiere, como Reagan, que América sea “great again”. Evidentemente, considera que el país que le dejó Obama no era tan “great”. Y su promesa es reposicionarlo en el primer lugar. Reagan quiso ganar la Guerra Fría y Trump quiere poner freno al ascenso global de China. Para eso, Trump se corta solo contra todos: guerra comercial con Beijing y Berlín, aumento del gasto militar, recortes de impuestos (y protección comercial) para las empresas estadounidenses. Para poder financiar este sueño de grandeza, Trump necesita hacer lo mismo que hizo Reagan en sus primeros años: encender la aspiradora de dólares. Es decir, subir ligeramente la tasa de interés del bono del tesoro a 10 años, logrando con ello que muchos dólares invertidos en otras plazas regresen al terruño. Y ya comenzó a hacerlo. Eso tiene mucho que ver con lo que le pasó al peso desde el 25 de abril. Sufrieron las monedas de muchos países latinoamericanos, pero la cosa fue más contundente en Argentina. Por nuestra obsesión bimonetaria y nuestra vulnerabilidad general. ¿Era previsible que la Reserva Federal trumpista encendiese la aspiradora? Sí.
La excepción macrista
Entonces, como ya descubrimos todos, nuestro presidente es uno de los pocos creyentes en el globalismo liberal que quedan en nuestra época. En todos los rincones del planeta proliferan las políticas de competencia estratégica, proteccionismo, dumping, controles fronterizos y otros tipos de intervención estatal para sostener mercados internos y aparatos productivos. En Estados Unidos y en Europa, en Brasil, Turquía o Sudáfrica, hay gobiernos de afirmación nacional. Los políticos no quieren ceder soberanía ni empleos. No se están firmando nuevos tratados comerciales.
Eso no quiere decir, por supuesto, que el globalismo liberal esté acabado. Está deprimido en las urnas y en muchas casas de gobierno. Pero es un paradigma potente, impregnado con fuerza en muchas mentes. Y rige la cultura de muchas instituciones internacionales que sobreviven a pesar de la oleada reactiva. Algún día volverá a ser atractivo y convocante. Hay idealistas del globalismo liberal que resisten con aguante, esperando ese día.
El referente de la resistencia es Emmanuel Macron, el presidente francés. Hay una escena que lo pinta entero. Durante la campaña electoral francesa a Whirlpool, la fábrica de heladeras y lavarropas, se le ocurrió cerrar una pequeña planta en la ciudad de Toulon para mudarla a Polonia. Obviamente, en el este los costos son más bajos. Y cesantearon a todos los onerosos trabajadores franceses. Como buenos herederos de la Revolución, los trabajadores hicieron los que se esperaba de ellos: tomaron la planta y se declararon en rebelión. El caso llegó rápidamente a los medios, porque resumía todos los temas de la campaña: Europa, el empleo, los salarios. Macron, todavía candidato, decidió ir hasta Toulon para encontrarse con los obreros y “ayudarles a encontrar una solución”. Marine Le Pen se enteró de la movida y llegó a la planta antes que su contrincante: los abrazó, los apoyó y les prometió que si ella ganaba las elecciones, no permitiría que ni Whirlpool ni ninguna otra fábrica abandonase Francia. Cantaron la Marsellesa. La ovacionaron.
Macron supo lo que le esperaba cuando estaba en el auto, camino a la fábrica. Populismo clásico mata a populismo liberal. Pero no se achicó. Cumplió: fue hasta la toma a explicarles a los obreros, con pasión macroniana, que la mudanza de la fábrica era inevitable, que ni él ni ellos la podían frenar, y que ahora tenían que sentarse a pensar juntos cómo mitigar los daños y lograr más competitividad para atraer más inversión y generar nuevos empleos. Lo abuchearon, pero el presidenciable se sintió fortalecido: hizo lo que tenía que hacer y les habló con su verdad. La verdad. Ahora, Macron sigue enfrentando con su verdad al resto del arco político francés en una serie de temas. Derecha e izquierda proponen un “plan Marshall” para enfrentar la pobreza y la fractura social en los suburbios de las grandes ciudades francesas, con fuerte inversión estatal. Macron se opone. Para él, la clave está en la movilidad social basada en el mérito, el crecimiento personal y la igualdad de oportunidades, y no en el Estado. Su plan para mejorar los territorios críticos consiste en programas de pasantías para jóvenes, vigilancia estricta del terrorismo y los fanatismos, y políticas sociales para la infancia. Su proyecto se aplica a los barrios, la nación, y la Unión Europea toda. Las similitudes con el discurso de nuestro presidente son innegables.
Macron, el presidente más liberal que recuerda una Francia dominada por tradiciones socialistas y gaullistas, lidera desde sus convicciones. Discute para convencer. ¿Macri es como Macron? No en el plano de la argumentación y la discusión. Eso no es lo suyo. Pero comparten la dimensión believer.
Néstor Kirchner hablaba de su “verdad relativa” pero Macri, como Carrió, nos dice “la verdad”. Paradójicamente, ese hombre de apariencia pragmática y pospolítica podría terminar siendo el más ideológico desde 1983. Alfonsín, Menem, Duhalde y los Kirchner fueron todos, en mayor o menor medida, artífices de sus contextos y circunstancias. Y en gran medida formaron sus opciones políticas de acuerdo a lo que leyeron del entorno. A Alfonsín le tocó ser el presidente de la democratización, el reaganismo y los productos agropecuarios por el suelo. Menem hizo una larga campaña peronista pero al asumir la presidencia en 1989 se encontró con los escombros del muro de Berlín y el fin de la historia. Y se afeitó las patillas. Duhalde en 2002 y Kirchner en 2003 también encontraron un entorno global (el Bush post 11-S)y regional (golpe a Chávez y ascenso de Lula) de muy diferente del que habían conocido en los 90, y recalcularon sus modelos. La vuelta a las fuentes peronistas fue, como sabemos, una construcción de época. Y aún Cristina Fernández, que en la campaña de 2007 prometió una versión más centrista e institucional del gobierno de Néstor, se encontró al asumir con el crack de 2008 y el proyecto BRICS, e intentó una nueva adaptación. Todos los presidentes de la democracia fueron, a su manera y con sus limitaciones y singularidades, observadores de su tiempo que buscaron acomodarse a los entornos. Luego, con el correr de los años, todos quedaron comprometidos con sus opciones iniciales; es más cambiar al comienzo que al final. El Macri creyente, en cambio, pareciera ser de una especie diferente. Como Macron, forma parte de la resistencia liberal al entorno del siglo XXI. Pragmáticos eran los de antes.
Fotos: Casa Rosada
Hay una característica de la forma de gobernar de Mauricio Macri que se está haciendo más nítida con el correr del tiempo: el hombre cree. Cree en una serie de premisas sobre la política económica y las relaciones internacionales, que estarían destinadas a funcionar con independencia de todo contexto y circunstancia. Porque son buenas y virtuosas en sí mismas. Pocas veces este aspecto believer de Macri se vio tan claro como en la conferencia de prensa que ofreció el miércoles 16 de mayo. Entre otras definiciones notables, el presidente dijo que “el mundo decidió que la velocidad con la que reducimos el déficit fiscal no es suficiente”. Definió al déficit fiscal como “una mochila histórica que nos ha aplastado” y que dado que él “no llegó a presidente para hacer lo políticamente correcto, sino lo que es bueno para la gente”, asume el compromiso de “recorrer caminos inexplorados” y hacer “lo que nunca antes se hizo en más de 70 años de historia”, que es “bajar el gasto público y los privilegios para vivir con lo que tenemos”. Dijo del FMI que es “una herramienta más, que representa el apoyo que el mundo nos está dando”. Definió con convicción al mundo como benevolente, al gasto público como flagelo, y a la misión histórica (“más de 70 años”) presidencial de distinguir entre lo que es bueno y malo para la gente. Tal vez la más notoria de todas sus definiciones, que motivó la redacción de esta nota, fue la siguiente: “Nosotros sabíamos que Estados Unidos iba a subir la tasa de interés”. Es decir que admitió haber adoptado un plan económico dependiente del flujo de financiamiento externo a sabiendas de que éste podía, eventualmente, cortarse por motivos que no podemos controlar.
Si esto fuera efectivamente así, si estamos ante un hombre de fe, cambian dos imágenes que el círculo rojo y la opinión pública argentina se habían formado sobre Macri. La primera es la del presidente empresarial de espíritu práctico, que se guía por aquello que evalúa como más conveniente para lograr determinados objetivos y defender determinados intereses, con independencia de principismos e ideologías. Un pragmático, como suele decirse. Que se distinguía de sus predecesores, cargados de discursos y otras rigideces de la “vieja política”. Él mismo se define así: “comienza una era de pragmatismo”, afirmó, para referirse a la decisión de bajar el déficit fiscal. Macri presidente de Boca completaba esa ilusión. Para sacar campeón a semejante grupo humano, había que sentarse a conversar con la AFA, la hinchada, los traficantes de jugadores, los periodistas deportivos, los empresarios de la televización, los DT y otras corporaciones complicadas. Pero Macri, el hombre del espíritu práctico, a pesar de no venir de ese mundo insondable se sentó, se adaptó y salió adelante. Nacía el mito gerencial.
La segunda imagen, derivada de la anterior, es que Mauricio Macri ya presidente de la Nación había “leído mal” el “mundo” que le tocó vivir. Y que por esa “mala lectura”, su gobierno no ha podido hasta ahora encontrar un rumbo, digamos, “eficaz”. La idea de la “mala lectura” lleva implícita la imagen del Macri que evalúa y actúa en consecuencia. Cuyo pecado, en este caso, consistiría en haber apostado a perdedor. En no haberla visto venir. Apostó a un Washington globalista, a que perdía el Brexit, a que se valorizaban nuestras commodities y nuestra moneda, a que los capitales volarían hacia nosotros. No obstante, una vez que ve las cartas que le tocaron, el hombre del espíritu práctico reformula su juego. El creyente no. Fue el creyente quien nos confirmó, el jueves 17, que sus convicciones siguen firmes. Nos anunció que pedirá ayuda al FMI para poder lograr nuestro cometido de reinsertarnos, finalmente, en el mundo de los buenos.
El credo globalista
Arranquemos por la segunda imagen, la del contexto de época. Esta nos remonta a los orígenes del gobierno cambiemita. Durante la campaña electoral de 2015, uno de los temas centrales fue la “vuelta al mundo”. Argentina estaba sin posibilidades de emitir deuda externa, controlando importaciones y con inflación. Además, el estado intervenía en las empresas -como lo hizo en YPF, o haciendo uso de los paquetes accionarios de la Anses-, no teníamos alianzas políticas con los países de Occidente, y para colmo nos acercábamos a los BRICS y a gobiernos mal vistos por Washington, como el venezolano. Todo ello, se decía, afectaba nuestras posibilidades económicas. Estábamos “aislados” porque nos alejábamos del mundo conveniente. Era necesario recalibrar nuestras alianzas externas para ser competitivos y volver a crecer.
Pero se hizo cada vez más evidente que el mundo anhelado estaba en otra. El listado de acontecimientos adversos al globalismo liberal desde que ganó Cambiemos ya es casi un lugar común: Brexit y nacionalismos en Europa, Trump en Estados Unidos, Erdogan en Turquía, giro mercadointernista en China y Rusia. El nuevo hit del iliberalismo viene ahora de Europa oriental. Los presidentes Viktor Orban (Hungría) y Andrzej Duda (Polonia) desplazaron a los perdedores electorales xenófobos Marine Le Pen (Francia) y Matteo Salvini (Italia), y se convirtieron en los nuevos referentes de la ultraderecha. Pero los nuevos son europeístas. En lugar de acusar a Bruselas y al euro de todos los males, la nueva generación milita por una Unión fuerte, policial, blanca, alambrada, sin musulmanes… y sin importar agroalimentos del hemisferio sur. No pegamos una.
The Donald merece un párrafo aparte, porque es quien afecta al creyente liberal en forma más directa. Se sabe que nuestro gobierno votó por Hillary Clinton y por las políticas que ella representaba. Era tan probable que ganase la una como el otro, como suele suceder en el bipartidismo estadounidense. Pero el creyente tuvo fe. Trump es una especie de Reagan, aunque imbuido en la reacción actual al globalismo liberal. Y las políticas de Reagan fueron un gran problema para las economías latinoamericanas en los ochenta.
Trump quiere, como Reagan, que América sea “great again”. Evidentemente, considera que el país que le dejó Obama no era tan “great”. Y su promesa es reposicionarlo en el primer lugar. Reagan quiso ganar la Guerra Fría y Trump quiere poner freno al ascenso global de China. Para eso, Trump se corta solo contra todos: guerra comercial con Beijing y Berlín, aumento del gasto militar, recortes de impuestos (y protección comercial) para las empresas estadounidenses. Para poder financiar este sueño de grandeza, Trump necesita hacer lo mismo que hizo Reagan en sus primeros años: encender la aspiradora de dólares. Es decir, subir ligeramente la tasa de interés del bono del tesoro a 10 años, logrando con ello que muchos dólares invertidos en otras plazas regresen al terruño. Y ya comenzó a hacerlo. Eso tiene mucho que ver con lo que le pasó al peso desde el 25 de abril. Sufrieron las monedas de muchos países latinoamericanos, pero la cosa fue más contundente en Argentina. Por nuestra obsesión bimonetaria y nuestra vulnerabilidad general. ¿Era previsible que la Reserva Federal trumpista encendiese la aspiradora? Sí.
La excepción macrista
Entonces, como ya descubrimos todos, nuestro presidente es uno de los pocos creyentes en el globalismo liberal que quedan en nuestra época. En todos los rincones del planeta proliferan las políticas de competencia estratégica, proteccionismo, dumping, controles fronterizos y otros tipos de intervención estatal para sostener mercados internos y aparatos productivos. En Estados Unidos y en Europa, en Brasil, Turquía o Sudáfrica, hay gobiernos de afirmación nacional. Los políticos no quieren ceder soberanía ni empleos. No se están firmando nuevos tratados comerciales.
Eso no quiere decir, por supuesto, que el globalismo liberal esté acabado. Está deprimido en las urnas y en muchas casas de gobierno. Pero es un paradigma potente, impregnado con fuerza en muchas mentes. Y rige la cultura de muchas instituciones internacionales que sobreviven a pesar de la oleada reactiva. Algún día volverá a ser atractivo y convocante. Hay idealistas del globalismo liberal que resisten con aguante, esperando ese día.
El referente de la resistencia es Emmanuel Macron, el presidente francés. Hay una escena que lo pinta entero. Durante la campaña electoral francesa a Whirlpool, la fábrica de heladeras y lavarropas, se le ocurrió cerrar una pequeña planta en la ciudad de Toulon para mudarla a Polonia. Obviamente, en el este los costos son más bajos. Y cesantearon a todos los onerosos trabajadores franceses. Como buenos herederos de la Revolución, los trabajadores hicieron los que se esperaba de ellos: tomaron la planta y se declararon en rebelión. El caso llegó rápidamente a los medios, porque resumía todos los temas de la campaña: Europa, el empleo, los salarios. Macron, todavía candidato, decidió ir hasta Toulon para encontrarse con los obreros y “ayudarles a encontrar una solución”. Marine Le Pen se enteró de la movida y llegó a la planta antes que su contrincante: los abrazó, los apoyó y les prometió que si ella ganaba las elecciones, no permitiría que ni Whirlpool ni ninguna otra fábrica abandonase Francia. Cantaron la Marsellesa. La ovacionaron.
Macron supo lo que le esperaba cuando estaba en el auto, camino a la fábrica. Populismo clásico mata a populismo liberal. Pero no se achicó. Cumplió: fue hasta la toma a explicarles a los obreros, con pasión macroniana, que la mudanza de la fábrica era inevitable, que ni él ni ellos la podían frenar, y que ahora tenían que sentarse a pensar juntos cómo mitigar los daños y lograr más competitividad para atraer más inversión y generar nuevos empleos. Lo abuchearon, pero el presidenciable se sintió fortalecido: hizo lo que tenía que hacer y les habló con su verdad. La verdad. Ahora, Macron sigue enfrentando con su verdad al resto del arco político francés en una serie de temas. Derecha e izquierda proponen un “plan Marshall” para enfrentar la pobreza y la fractura social en los suburbios de las grandes ciudades francesas, con fuerte inversión estatal. Macron se opone. Para él, la clave está en la movilidad social basada en el mérito, el crecimiento personal y la igualdad de oportunidades, y no en el Estado. Su plan para mejorar los territorios críticos consiste en programas de pasantías para jóvenes, vigilancia estricta del terrorismo y los fanatismos, y políticas sociales para la infancia. Su proyecto se aplica a los barrios, la nación, y la Unión Europea toda. Las similitudes con el discurso de nuestro presidente son innegables.
Macron, el presidente más liberal que recuerda una Francia dominada por tradiciones socialistas y gaullistas, lidera desde sus convicciones. Discute para convencer. ¿Macri es como Macron? No en el plano de la argumentación y la discusión. Eso no es lo suyo. Pero comparten la dimensión believer.
Néstor Kirchner hablaba de su “verdad relativa” pero Macri, como Carrió, nos dice “la verdad”. Paradójicamente, ese hombre de apariencia pragmática y pospolítica podría terminar siendo el más ideológico desde 1983. Alfonsín, Menem, Duhalde y los Kirchner fueron todos, en mayor o menor medida, artífices de sus contextos y circunstancias. Y en gran medida formaron sus opciones políticas de acuerdo a lo que leyeron del entorno. A Alfonsín le tocó ser el presidente de la democratización, el reaganismo y los productos agropecuarios por el suelo. Menem hizo una larga campaña peronista pero al asumir la presidencia en 1989 se encontró con los escombros del muro de Berlín y el fin de la historia. Y se afeitó las patillas. Duhalde en 2002 y Kirchner en 2003 también encontraron un entorno global (el Bush post 11-S)y regional (golpe a Chávez y ascenso de Lula) de muy diferente del que habían conocido en los 90, y recalcularon sus modelos. La vuelta a las fuentes peronistas fue, como sabemos, una construcción de época. Y aún Cristina Fernández, que en la campaña de 2007 prometió una versión más centrista e institucional del gobierno de Néstor, se encontró al asumir con el crack de 2008 y el proyecto BRICS, e intentó una nueva adaptación. Todos los presidentes de la democracia fueron, a su manera y con sus limitaciones y singularidades, observadores de su tiempo que buscaron acomodarse a los entornos. Luego, con el correr de los años, todos quedaron comprometidos con sus opciones iniciales; es más cambiar al comienzo que al final. El Macri creyente, en cambio, pareciera ser de una especie diferente. Como Macron, forma parte de la resistencia liberal al entorno del siglo XXI. Pragmáticos eran los de antes.