Larroque, índice en alto, da instrucciones durante la sesión de Diputados que trató el acuerdo con Irán.
Video: El duro cruce entre los diputados Laura Alonso y Andrés Larroque (TN)
Hay quienes piensan que el heraldo de la reina tiene el extraño don de estar en todos los lugares al mismo tiempo. Es la única persona que accede a las reuniones más íntimas y secretas del palacio, y a la vez, es también el que recorre y domina la calle, orienta a la militancia, disciplina a funcionarios y vigila muy de cerca a los legisladores, que lo obsequian frecuentemente con lisonjas y le acercan ideas para que él tenga la infinita gracia de llevárselas en mano a Su Majestad.
El glamour se resiente un poco cuando esta peripecia mítica y casi inverosímil se traduce a la Argentina actual y, sobre todo, a ese nombre prosaico ( Andrés Larroque ) y a ese apelativo futbolero y voraz («El Cuervo»). Pero la realidad es que el heraldo de Cristina forma parte de la nueva e inaccesible mesa chica del poder, que su hermana Mariana es la asistente más próxima a la Presidenta, que el muchacho del Nacional de Buenos Aires fue nombrado secretario general de La Cámpora y, ahora, jefe máximo de Unidos y Organizados.
Y también que el hombre cada semana se traslada al quinto piso del Ministerio de Economía y negocia con los intendentes del conurbano y de todo el país, extenuante faena compartida con Julio De Vido, que pone la billetera. Larroque, en cambio, pone la doctrina. Se compran allí, con fondos y obras, devoción reeleccionista y verticalismo total a la Corona.
Larroque puede estar en el Parlamento llamando «narcosocialistas» a los aburridos socialdemócratas santafecinos o «atorranta» a una diputada de la centroderecha cool. Pero también puede que se encuentre en las unidades básicas de las barriadas más humildes, predicando cristinismo o dando instrucciones a algún asistente social de Vatayón Militante. Organizando la guardia pretoriana y aplaudidora de un acto presidencial o vigilando que los qom no acampen de nuevo en la avenida 9 de Julio.
Hace cinco años, este joven inflexible y rudimentario, que considera la polarización social como una de las grandes genialidades de Néstor Kirchner, ni siquiera soñaba con ser el comisario político del «movimiento nacional y popular». Aunque ya era una mezcla gestual del Juan Carlos «Canca» Gullo y Mario Eduardo Firmenich. El primero es de hecho su padrino espiritual y consejero, y al segundo le admira las convicciones, más allá de la distancia que los nuevos camporistas tienen con el escalofriante militarismo montonero, que algunos consideran un error estratégico y otros una consecuencia inevitable de la época. Asevera Larroque que los ataques a La Cámpora obedecen al «resurgir de una generación militante a la que no pueden comprar ni extorsionar. Eso ha llevado a lo largo de la historia a las grandes tragedias. Es lo que pasó en los 70 por presión del poder oligárquico. Y hoy se vuelven a poner nerviosos».
Estas líneas pertenecen a la última aparición televisiva que «el Cuervo» realizó hace dos semanas en la cadena de noticias de Cristóbal López. No es frecuente que el heraldo de Cristina salga a la luz del día, otorgue una entrevista y pueda ser analizado de manera discursiva y postural. La primera impresión que transmite es la de un sacerdote ungido por un dogma infalible y una fe ciega. Encarna a golpe de vista dos fenómenos del cristinismo: su carácter religioso y su radicalización. «Somos soldados», dice siempre. Uno no puede sino conectar esa definición con la legendaria y castrense consigna «los soldados de Perón», que orgullosamente enarbolaba la dirigencia montonera en el colmo de su adoración y delirio. «No militamos para el mes que viene», advierte Larroque en esa entrevista, y utiliza tres veces la misma palabra: «Construimos organizaciones para militar toda la vida. No cambiamos de sellos. Es una forma de vida. Entregamos nuestra vida a la militancia».
Su tono sacrificial en nombre de «los intereses populares» (esa entelequia conveniente que cambia según los propósitos tácticos del Gobierno), su obediencia acrítica, su ideología blindada y su voluntad de hierro, que forjó de joven en la Villa 20 de Lugano y en los asados del «Canca» en el Bajo Flores, fascinan a la arquitecta egipcia y al Richelieu maoísta que habita la Secretaría Legal y Técnica. Y lo diferencian de otros dirigentes neocamporistas, que lucen más como gerentes chetos que como gladiadores callejeros. «El Cuervo» es brazo ejecutivo y fuerza de choque, y no se anda con remilgos. Su idea de la militancia dista incluso de algunos cinismos que lo rodean: La Cámpora es una gran agencia de colocaciones y una aspiradora de empleo público. La idea de que algunos de esos militantes no pueden ser comprados por las corporaciones no incluye, naturalmente, la posibilidad de ser comprados por las corporaciones del Estado.
Larroque, sin embargo, se considera un creyente incontaminado, un puro. Un monje con una sola Biblia: el relato. «Se está refundando la Argentina -dijo los otros días con grandilocuencia, pero sin pestañear-. Fueron doscientos años de disputa de modelos. Y en estos casi diez que lleva el movimiento nacional y popular se han recuperado las ideas de Moreno, Belgrano y San Martín, de los caudillos federales, del yrigoyenismo y del peronismo. Y hoy estamos en condiciones de ganar definitivamente esa pelea y construir un modelo. Que ya no haya discusiones. Nosotros no podemos volver atrás».
Está decidido. El proyecto kirchnerista dividirá toda nuestra historia en dos partes. Un antes y un después. Y no sólo eso, sino que el kirchnerismo se atreverá a avanzar más allá de las fronteras. «Estamos discutiendo también el paradigma mundial -añadió con una sonrisa-. Lo lindo de este momento es que vemos que no funcionan las grandes potencias. Y nosotros, sin agrandarnos, en esta zona lejana, tenemos una serie de países a los que con decisión soberana no nos está yendo nada mal».
En los epílogos de su soliloquio televisivo redondeó la idea básica: «Es Cristina o corporaciones. Es el pueblo organizado o es un grupo de egoístas enriquecidos que quieren mantener sus privilegios y que son articulados por Magnetto». En el fondo, la cosa resulta bastante sencilla, no se sabe por qué la ciencia política se empeña en complejizarla. La problemática argentina -una de las más difíciles de entender para cualquier observador extranjero- puede ser reducida a una persona, a un apotegma o a un grafiti.
Si Magnetto es el artífice de todas las conspiraciones que le adjudican, valdría la pena votarlo, porque estaríamos en presencia de una cruza impresionante entre Napoleón Bonaparte y Winston Churchill. La realidad es, lamentablemente, mucho más pobre. Quien articula de verdad al establishment económico argentino es el gobierno más poderoso de la era moderna, con quien se han amancebado casi todos los empresarios vernáculos. En las compañías se sabe que no hay mejor negocio hoy en día que asociarse con el Estado y mantenerse en silencio.
Se trata del mismo gobierno que a pesar de los discursos emancipadores ha logrado depender como nunca de la soja y de la minería, y que generó la mayor concentración y extranjerización de la plaza empresaria, como lo probaron rigurosos estudios de Flacso. Mayor aún que en los años 90. Una administración que navega junto a corporaciones propias, como los simpáticos hermanos Cirigliano o el dispendioso Cristóbal López, por dar sólo dos ejemplos al paso. Y que se asienta sobre la más grande y más rancia corporación estatal de la historia política: está probado que se puede gobernar sin los diarios, pero nadie ha probado todavía que puede gobernar sin el peronismo ni sus oligarquías, feudos y mafias territoriales. Andrés Larroque no es un muchacho valiente que lucha contra el poder. Andrés Larroque es el poder. Y esa diferencia lo cambia todo, porque sus ancestros montoneros pelearon y murieron por tomar el palacio. «El Cuervo» entra y sale del palacio cuando quiere.
Quienes no poseemos la bendición de una creencia absoluta, miramos con pavor y envidia a los creyentes totales. En ellos vemos el fanatismo, pero también el confort de la fe. El heraldo de Cristina posee esos dos rasgos. Es el kirchnerista absoluto. El metro patrón, el grado cero del cristinismo. Su utopía no está en el futuro sino en el pasado: quiere regresar al 45 y al 73. Pero este efecto túnel del tiempo, que se basa en proclamar eternamente la revolución inconclusa, borra los terribles errores de aquellas épocas lejanas. Los intelectuales de la izquierda nacional y muchos dirigentes peronistas, el propio Perón inclusive, hicieron autocríticas de aquellos momentos dramáticos e irrepetibles. El neocamporismo, que necesita más lecturas y menos clichés, desconoce esos trabajos y prefiere vivir entonces en una burbuja vintage, donde la música haga caso omiso de la letra. Cámpora, al fin y al cabo, era un conservador disfrazado de progresista cuya máxima virtud terminó siendo la lealtad. La reina gobierna con la misma canción mágica. Y el heraldo baila y hace bailar a todos, bajo la lluvia imaginaria de una historia que nunca ocurrió. Ni ocurrirá.
© LA NACION.
Video: El duro cruce entre los diputados Laura Alonso y Andrés Larroque (TN)
Hay quienes piensan que el heraldo de la reina tiene el extraño don de estar en todos los lugares al mismo tiempo. Es la única persona que accede a las reuniones más íntimas y secretas del palacio, y a la vez, es también el que recorre y domina la calle, orienta a la militancia, disciplina a funcionarios y vigila muy de cerca a los legisladores, que lo obsequian frecuentemente con lisonjas y le acercan ideas para que él tenga la infinita gracia de llevárselas en mano a Su Majestad.
El glamour se resiente un poco cuando esta peripecia mítica y casi inverosímil se traduce a la Argentina actual y, sobre todo, a ese nombre prosaico ( Andrés Larroque ) y a ese apelativo futbolero y voraz («El Cuervo»). Pero la realidad es que el heraldo de Cristina forma parte de la nueva e inaccesible mesa chica del poder, que su hermana Mariana es la asistente más próxima a la Presidenta, que el muchacho del Nacional de Buenos Aires fue nombrado secretario general de La Cámpora y, ahora, jefe máximo de Unidos y Organizados.
Y también que el hombre cada semana se traslada al quinto piso del Ministerio de Economía y negocia con los intendentes del conurbano y de todo el país, extenuante faena compartida con Julio De Vido, que pone la billetera. Larroque, en cambio, pone la doctrina. Se compran allí, con fondos y obras, devoción reeleccionista y verticalismo total a la Corona.
Larroque puede estar en el Parlamento llamando «narcosocialistas» a los aburridos socialdemócratas santafecinos o «atorranta» a una diputada de la centroderecha cool. Pero también puede que se encuentre en las unidades básicas de las barriadas más humildes, predicando cristinismo o dando instrucciones a algún asistente social de Vatayón Militante. Organizando la guardia pretoriana y aplaudidora de un acto presidencial o vigilando que los qom no acampen de nuevo en la avenida 9 de Julio.
Hace cinco años, este joven inflexible y rudimentario, que considera la polarización social como una de las grandes genialidades de Néstor Kirchner, ni siquiera soñaba con ser el comisario político del «movimiento nacional y popular». Aunque ya era una mezcla gestual del Juan Carlos «Canca» Gullo y Mario Eduardo Firmenich. El primero es de hecho su padrino espiritual y consejero, y al segundo le admira las convicciones, más allá de la distancia que los nuevos camporistas tienen con el escalofriante militarismo montonero, que algunos consideran un error estratégico y otros una consecuencia inevitable de la época. Asevera Larroque que los ataques a La Cámpora obedecen al «resurgir de una generación militante a la que no pueden comprar ni extorsionar. Eso ha llevado a lo largo de la historia a las grandes tragedias. Es lo que pasó en los 70 por presión del poder oligárquico. Y hoy se vuelven a poner nerviosos».
Estas líneas pertenecen a la última aparición televisiva que «el Cuervo» realizó hace dos semanas en la cadena de noticias de Cristóbal López. No es frecuente que el heraldo de Cristina salga a la luz del día, otorgue una entrevista y pueda ser analizado de manera discursiva y postural. La primera impresión que transmite es la de un sacerdote ungido por un dogma infalible y una fe ciega. Encarna a golpe de vista dos fenómenos del cristinismo: su carácter religioso y su radicalización. «Somos soldados», dice siempre. Uno no puede sino conectar esa definición con la legendaria y castrense consigna «los soldados de Perón», que orgullosamente enarbolaba la dirigencia montonera en el colmo de su adoración y delirio. «No militamos para el mes que viene», advierte Larroque en esa entrevista, y utiliza tres veces la misma palabra: «Construimos organizaciones para militar toda la vida. No cambiamos de sellos. Es una forma de vida. Entregamos nuestra vida a la militancia».
Su tono sacrificial en nombre de «los intereses populares» (esa entelequia conveniente que cambia según los propósitos tácticos del Gobierno), su obediencia acrítica, su ideología blindada y su voluntad de hierro, que forjó de joven en la Villa 20 de Lugano y en los asados del «Canca» en el Bajo Flores, fascinan a la arquitecta egipcia y al Richelieu maoísta que habita la Secretaría Legal y Técnica. Y lo diferencian de otros dirigentes neocamporistas, que lucen más como gerentes chetos que como gladiadores callejeros. «El Cuervo» es brazo ejecutivo y fuerza de choque, y no se anda con remilgos. Su idea de la militancia dista incluso de algunos cinismos que lo rodean: La Cámpora es una gran agencia de colocaciones y una aspiradora de empleo público. La idea de que algunos de esos militantes no pueden ser comprados por las corporaciones no incluye, naturalmente, la posibilidad de ser comprados por las corporaciones del Estado.
Larroque, sin embargo, se considera un creyente incontaminado, un puro. Un monje con una sola Biblia: el relato. «Se está refundando la Argentina -dijo los otros días con grandilocuencia, pero sin pestañear-. Fueron doscientos años de disputa de modelos. Y en estos casi diez que lleva el movimiento nacional y popular se han recuperado las ideas de Moreno, Belgrano y San Martín, de los caudillos federales, del yrigoyenismo y del peronismo. Y hoy estamos en condiciones de ganar definitivamente esa pelea y construir un modelo. Que ya no haya discusiones. Nosotros no podemos volver atrás».
Está decidido. El proyecto kirchnerista dividirá toda nuestra historia en dos partes. Un antes y un después. Y no sólo eso, sino que el kirchnerismo se atreverá a avanzar más allá de las fronteras. «Estamos discutiendo también el paradigma mundial -añadió con una sonrisa-. Lo lindo de este momento es que vemos que no funcionan las grandes potencias. Y nosotros, sin agrandarnos, en esta zona lejana, tenemos una serie de países a los que con decisión soberana no nos está yendo nada mal».
En los epílogos de su soliloquio televisivo redondeó la idea básica: «Es Cristina o corporaciones. Es el pueblo organizado o es un grupo de egoístas enriquecidos que quieren mantener sus privilegios y que son articulados por Magnetto». En el fondo, la cosa resulta bastante sencilla, no se sabe por qué la ciencia política se empeña en complejizarla. La problemática argentina -una de las más difíciles de entender para cualquier observador extranjero- puede ser reducida a una persona, a un apotegma o a un grafiti.
Si Magnetto es el artífice de todas las conspiraciones que le adjudican, valdría la pena votarlo, porque estaríamos en presencia de una cruza impresionante entre Napoleón Bonaparte y Winston Churchill. La realidad es, lamentablemente, mucho más pobre. Quien articula de verdad al establishment económico argentino es el gobierno más poderoso de la era moderna, con quien se han amancebado casi todos los empresarios vernáculos. En las compañías se sabe que no hay mejor negocio hoy en día que asociarse con el Estado y mantenerse en silencio.
Se trata del mismo gobierno que a pesar de los discursos emancipadores ha logrado depender como nunca de la soja y de la minería, y que generó la mayor concentración y extranjerización de la plaza empresaria, como lo probaron rigurosos estudios de Flacso. Mayor aún que en los años 90. Una administración que navega junto a corporaciones propias, como los simpáticos hermanos Cirigliano o el dispendioso Cristóbal López, por dar sólo dos ejemplos al paso. Y que se asienta sobre la más grande y más rancia corporación estatal de la historia política: está probado que se puede gobernar sin los diarios, pero nadie ha probado todavía que puede gobernar sin el peronismo ni sus oligarquías, feudos y mafias territoriales. Andrés Larroque no es un muchacho valiente que lucha contra el poder. Andrés Larroque es el poder. Y esa diferencia lo cambia todo, porque sus ancestros montoneros pelearon y murieron por tomar el palacio. «El Cuervo» entra y sale del palacio cuando quiere.
Quienes no poseemos la bendición de una creencia absoluta, miramos con pavor y envidia a los creyentes totales. En ellos vemos el fanatismo, pero también el confort de la fe. El heraldo de Cristina posee esos dos rasgos. Es el kirchnerista absoluto. El metro patrón, el grado cero del cristinismo. Su utopía no está en el futuro sino en el pasado: quiere regresar al 45 y al 73. Pero este efecto túnel del tiempo, que se basa en proclamar eternamente la revolución inconclusa, borra los terribles errores de aquellas épocas lejanas. Los intelectuales de la izquierda nacional y muchos dirigentes peronistas, el propio Perón inclusive, hicieron autocríticas de aquellos momentos dramáticos e irrepetibles. El neocamporismo, que necesita más lecturas y menos clichés, desconoce esos trabajos y prefiere vivir entonces en una burbuja vintage, donde la música haga caso omiso de la letra. Cámpora, al fin y al cabo, era un conservador disfrazado de progresista cuya máxima virtud terminó siendo la lealtad. La reina gobierna con la misma canción mágica. Y el heraldo baila y hace bailar a todos, bajo la lluvia imaginaria de una historia que nunca ocurrió. Ni ocurrirá.
© LA NACION.