Tocquevile dijo una vez que, porque era amigo de la democracia, quería ser franco con ella. Inspirados en él, queremos ser francos con el Gobierno porque somos sus amigos.
El capitalismo global atraviesa su peor momento desde la crisis de 1930. La crisis actual se ha propagado al conjunto de la economía mundial. Las tendencias al aumento de la desigualdad, las consecuencias de la especulación financiera y las secuelas de la crisis global de 2008 se suman a los temores por el impacto de la robotización sobre el empleo y al riesgo de “estancamiento secular”.
El capitalismo se ha “deslegitimado” en la percepción de amplios sectores sociales, incluso de los países avanzados. En el mundo en desarrollo la primera década larga del siglo fue expansiva gracias al boom de las commodities, pero cuando el “rebalanceo” de la economía llevó a su desaceleración, el ciclo se revirtió y la expansión concluyó abruptamente.
Se necesitan reformas profundas en la gobernanza del capitalismo global y una nueva “arquitectura” para los mercados financieros internacionales, pero como estos cambios ponen en cuestión los alcances de las soberanías nacionales, no se vislumbran condiciones para su implementación.
Si nuestro país, que ha vivido de espaldas al exterior, quiere superar su larga decadencia, debe encontrar su nuevo lugar en el mundo en un contexto global adverso. No lo conseguirá persistiendo en el aislamiento y la retórica anticapitalista.
Tampoco son fáciles las condiciones internas. El nuevo gobierno heredó una situación económica gravísima, y la corrección rápida y simultánea de los desequilibrios resulta virtualmente imposible. Con buen tino, el Gobierno eligió adoptar un enfoque gradualista para el ajuste fiscal y resolver rápidamente el conflicto con los holdouts. Pero prometió corregir precios relativos, bajar la inflación y preservar la actividad y el empleo, todo al mismo tiempo. Dada la naturaleza de la dinámica inflacionaria y los limitados instrumentos de política disponibles, sin embargo, cualquier estrategia de ajuste enfrenta un “trilema” entre esos objetivos: reducir la inflación, mantener el empleo, evitar el atraso cambiario.
Al elevarse la inflación y aflorar problemas de empleo, los errores de diagnóstico dejaron al Gobierno desprovisto de una adecuada argumentación. En este contexto, el relato K – ajuste brutal con redistribución desde los pobres a los ricos, motivado por interés de clase y falta de sensibilidad – se puede imponer. Porque no es más que una forma, aunque falaz, de interpretar los hechos, probablemente para muchos muy convincente. La Argentina, que todavía conserva una cultura igualitarista – aunque desfigurada y pervertida – es un terreno fértil para una interpretación que sostenga que estamos ante un gobierno de clase. Si, a la falta de argumentación, se agregan errores u omisiones en las políticas, es más fácil aún reforzar este relato: gobierna una minoría que se ha encaramado en el poder para utilizarlo a favor de una clase.
Con todos sus problemas, un capitalismo competitivo e integrado al mundo es la única chance que tenemos de prosperidad y equidad. Pero la construcción de este capitalismo requiere de un Estado que sea capaz de fortalecer los mecanismos democráticos y ciudadanos para que el capitalismo no sea un bien apenas para los capitalistas y la delgada capa social directamente vinculada a los mismos. Ese Estado debe ser capaz de generalizar intereses contrapesando a los capitales más concentrados, y debe complementar al mercado con la provisión sostenible de bienes y servicios públicos.
Esta construcción exige política: un proyecto de desarrollo de largo plazo y una coordinación desde el más alto nivel del Estado que le confiera estabilidad al cambio. Es la diferencia entre un gobierno de clase y una hegemonía, en la que puede ser rector un sector social, pero éste ha logrado que sus intereses sean percibidos como los del conjunto, lo que necesariamente supone redefinir esos intereses. Rectificar fuertemente nuestro capitalismo exige muchisimo más que hacer los deseos de los capitalistas. Exige llevar las cosas bien, más lejos de lo que estos estarían dispuestos a aceptar entusiasmados. Ni hablar de las reformas tributarias, el gasto social, la formación profesional, la prestación de servicios básicos. Las políticas educativas deberán ser de alto nivel para las mayorías de modo tal que la productividad se incremente paso a paso con el empleo, las políticas de competitividad deberán ser vigorosas – siempre tendrá que haber más mercado que lo que los capitalistas desean. Sobre todo, esta orientación no debe convalidar ninguna “teoría” de derrame: esperar algo socialmente justo del derrame es una ilusión.
La alternancia partidaria en el gobierno no sería perjudicial al proceso, más bien tendería a beneficiarlo, al reforzar la orientación general. Por supuesto siempre habrá opositores a este paradigma, pero será difícil que convenzan a las mayorías de que gobierna el capital y que hay que desestabilizar al gobierno en nombre de los intereses populares.
El Gobierno no parece nada convencido de dar este debate político. ¿Los hechos hablarán por sí solos? Creemos que no. Por mucho que se enderece la economía, los resultados no serán dorados en el corto plazo. En otros gobiernos democráticos argentinos en los que el déficit argumentativo fue importante, las visiones que se impusieron en la opinión pública fueron diferentes, lo que al cabo resultó calamitoso.
Vicente Palermo y Guillermo Rozenwurcel. Politólogo y economista, miembros del Club Político Argentino
El capitalismo global atraviesa su peor momento desde la crisis de 1930. La crisis actual se ha propagado al conjunto de la economía mundial. Las tendencias al aumento de la desigualdad, las consecuencias de la especulación financiera y las secuelas de la crisis global de 2008 se suman a los temores por el impacto de la robotización sobre el empleo y al riesgo de “estancamiento secular”.
El capitalismo se ha “deslegitimado” en la percepción de amplios sectores sociales, incluso de los países avanzados. En el mundo en desarrollo la primera década larga del siglo fue expansiva gracias al boom de las commodities, pero cuando el “rebalanceo” de la economía llevó a su desaceleración, el ciclo se revirtió y la expansión concluyó abruptamente.
Se necesitan reformas profundas en la gobernanza del capitalismo global y una nueva “arquitectura” para los mercados financieros internacionales, pero como estos cambios ponen en cuestión los alcances de las soberanías nacionales, no se vislumbran condiciones para su implementación.
Si nuestro país, que ha vivido de espaldas al exterior, quiere superar su larga decadencia, debe encontrar su nuevo lugar en el mundo en un contexto global adverso. No lo conseguirá persistiendo en el aislamiento y la retórica anticapitalista.
Tampoco son fáciles las condiciones internas. El nuevo gobierno heredó una situación económica gravísima, y la corrección rápida y simultánea de los desequilibrios resulta virtualmente imposible. Con buen tino, el Gobierno eligió adoptar un enfoque gradualista para el ajuste fiscal y resolver rápidamente el conflicto con los holdouts. Pero prometió corregir precios relativos, bajar la inflación y preservar la actividad y el empleo, todo al mismo tiempo. Dada la naturaleza de la dinámica inflacionaria y los limitados instrumentos de política disponibles, sin embargo, cualquier estrategia de ajuste enfrenta un “trilema” entre esos objetivos: reducir la inflación, mantener el empleo, evitar el atraso cambiario.
Al elevarse la inflación y aflorar problemas de empleo, los errores de diagnóstico dejaron al Gobierno desprovisto de una adecuada argumentación. En este contexto, el relato K – ajuste brutal con redistribución desde los pobres a los ricos, motivado por interés de clase y falta de sensibilidad – se puede imponer. Porque no es más que una forma, aunque falaz, de interpretar los hechos, probablemente para muchos muy convincente. La Argentina, que todavía conserva una cultura igualitarista – aunque desfigurada y pervertida – es un terreno fértil para una interpretación que sostenga que estamos ante un gobierno de clase. Si, a la falta de argumentación, se agregan errores u omisiones en las políticas, es más fácil aún reforzar este relato: gobierna una minoría que se ha encaramado en el poder para utilizarlo a favor de una clase.
Con todos sus problemas, un capitalismo competitivo e integrado al mundo es la única chance que tenemos de prosperidad y equidad. Pero la construcción de este capitalismo requiere de un Estado que sea capaz de fortalecer los mecanismos democráticos y ciudadanos para que el capitalismo no sea un bien apenas para los capitalistas y la delgada capa social directamente vinculada a los mismos. Ese Estado debe ser capaz de generalizar intereses contrapesando a los capitales más concentrados, y debe complementar al mercado con la provisión sostenible de bienes y servicios públicos.
Esta construcción exige política: un proyecto de desarrollo de largo plazo y una coordinación desde el más alto nivel del Estado que le confiera estabilidad al cambio. Es la diferencia entre un gobierno de clase y una hegemonía, en la que puede ser rector un sector social, pero éste ha logrado que sus intereses sean percibidos como los del conjunto, lo que necesariamente supone redefinir esos intereses. Rectificar fuertemente nuestro capitalismo exige muchisimo más que hacer los deseos de los capitalistas. Exige llevar las cosas bien, más lejos de lo que estos estarían dispuestos a aceptar entusiasmados. Ni hablar de las reformas tributarias, el gasto social, la formación profesional, la prestación de servicios básicos. Las políticas educativas deberán ser de alto nivel para las mayorías de modo tal que la productividad se incremente paso a paso con el empleo, las políticas de competitividad deberán ser vigorosas – siempre tendrá que haber más mercado que lo que los capitalistas desean. Sobre todo, esta orientación no debe convalidar ninguna “teoría” de derrame: esperar algo socialmente justo del derrame es una ilusión.
La alternancia partidaria en el gobierno no sería perjudicial al proceso, más bien tendería a beneficiarlo, al reforzar la orientación general. Por supuesto siempre habrá opositores a este paradigma, pero será difícil que convenzan a las mayorías de que gobierna el capital y que hay que desestabilizar al gobierno en nombre de los intereses populares.
El Gobierno no parece nada convencido de dar este debate político. ¿Los hechos hablarán por sí solos? Creemos que no. Por mucho que se enderece la economía, los resultados no serán dorados en el corto plazo. En otros gobiernos democráticos argentinos en los que el déficit argumentativo fue importante, las visiones que se impusieron en la opinión pública fueron diferentes, lo que al cabo resultó calamitoso.
Vicente Palermo y Guillermo Rozenwurcel. Politólogo y economista, miembros del Club Político Argentino