Entre diciembre de 2001 y fines de 2015, los precios internos se multiplicaron en promedio por 12 y la cotización del dólar, por 15. En ese mismo período, las tarifas del gas domiciliario, la electricidad y el transporte público sólo aumentaron en dosis homeopáticas.
La ecuación económica de las empresas de servicios públicos se deterioró y afectó sus inversiones, a pesar de recibir subsidios estatales de diversas formas, no siempre transparentes ni suficientes. Por ejemplo, las compañías de colectivos reguladas por el gobierno nacional recibían una suma por cada vehículo y combustible a precios inferiores a los del surtidor. El subsidio no era proporcional a la cantidad de pasajeros transportados, como hubiera sido más lógico y controlable. Las empresas distribuidoras de electricidad no recibían compensaciones en forma directa por el aumento de sus costos, sino que el subsidio se transfería a los usuarios a través de un bajo precio de la energía que esas empresas distribuían. Lo mismo ocurría con las distribuidoras de gas, y así podrían seguirse enumerando dislates en el resto de los servicios públicos. Hubo corrupción y retornos y, en definitiva, se privó a las empresas prestatarias de la capacidad económica para hacer mantenimiento e inversiones con el efecto conocido sobre la calidad y la seguridad de los servicios.
Las distorsiones tuvieron, además, otro condimento. Fueron distintas a lo largo del territorio nacional. La región metropolitana, donde habita un tercio del electorado del país, fue la que recibió casi excluyentemente los subsidios del gobierno nacional. Las tarifas en el interior resultaban más elevadas que las aplicadas en la zona más rica del país. La legalidad de estos procedimientos se apoyaba en la declaración de la emergencia económica dictada a comienzos de 2002 con la salida de la convertibilidad y renovada permanentemente.
Durante esos 14 años se aceptaron sólo algunos ajustes de tarifas, pero insignificantes frente al aumento de los costos. Los consumidores recibían facturas que exponían cuánto más habrían tenido que pagar si hubieran vivido en Santa Fe, Montevideo o San Pablo. Tal vez se lo hacía para despertar alivio y el placer de pagar menos, pero lamentablemente estas sensaciones no fueron acumulables como para aceptar ahora mansamente la recuperación de los atrasos. Los subsidios crecieron exponencialmente hasta alcanzar en 2015 un monto anual equivalente a 20.000 millones de dólares. Equivalían a un 4% del PBI y producían aproximadamente la mitad del déficit fiscal de ese año. Debería también computarse como un costo el consumo de capital que esa política ocasionó. Se perdió el autoabastecimiento energético y se extendieron los cortes de luz y las interrupciones de gas a las industrias. Se deterioraron los ferrocarriles, con las consecuencias dramáticas conocidas. Se envejeció el parque de vehículos de transporte público. Se deterioraron los caminos. Todo eso ocurrió mientras una parte de los subsidios y de los pagos a constructores retornaba a los bolsillos de los funcionarios en valijas y bolsos llenos de dólares o euros.
Este capítulo de la herencia recibida por el gobierno de Mauricio Macri sigue siendo uno de los más difíciles de resolver. Tanto la imposibilidad de soportar fiscalmente los subsidios como la necesidad de recuperar la producción energética y las prestaciones de los servicios exigen elevar las tarifas hasta cubrir los costos. No sería otra cosa que retornar a los niveles de diciembre de 2001 corregidos por la inflación o eventualmente por un índice de salarios. Por ejemplo, el boleto mínimo de colectivo, que en aquel entonces costaba 0,75 pesos, hoy debería valer alrededor de 12 pesos; esto es, casi diez veces el nivel encontrado el 10 de diciembre de 2015. Resultados similares se observan en otros servicios. Ahora bien, aumentos de esta magnitud y de una sola vez no son aceptados sin una fuerte y entendible resistencia social.
La recuperación de sólo la mitad de esas diferencias, morigerada mediante tratamientos especiales con el concepto de tarifas sociales, ha significado una extendida crítica a los ministros de Energía, Juan José Aranguren, y de Transporte, Guillermo Dietrich. Estos dos funcionarios son tal vez los que deban enfrentar la mayor dificultad para corregir en sus respectivas áreas la herencia recibida. Ellos deben esforzarse por comunicar con toda amplitud las razones que imponen una imprescindible corrección, lamentándose de sus efectos sobre los usuarios. Deben, además, informar claramente la aplicación de tarifas sociales y medidas compensatorias para que los cambios afecten lo menos posible a las personas y familias de menores ingresos.
La ecuación económica de las empresas de servicios públicos se deterioró y afectó sus inversiones, a pesar de recibir subsidios estatales de diversas formas, no siempre transparentes ni suficientes. Por ejemplo, las compañías de colectivos reguladas por el gobierno nacional recibían una suma por cada vehículo y combustible a precios inferiores a los del surtidor. El subsidio no era proporcional a la cantidad de pasajeros transportados, como hubiera sido más lógico y controlable. Las empresas distribuidoras de electricidad no recibían compensaciones en forma directa por el aumento de sus costos, sino que el subsidio se transfería a los usuarios a través de un bajo precio de la energía que esas empresas distribuían. Lo mismo ocurría con las distribuidoras de gas, y así podrían seguirse enumerando dislates en el resto de los servicios públicos. Hubo corrupción y retornos y, en definitiva, se privó a las empresas prestatarias de la capacidad económica para hacer mantenimiento e inversiones con el efecto conocido sobre la calidad y la seguridad de los servicios.
Las distorsiones tuvieron, además, otro condimento. Fueron distintas a lo largo del territorio nacional. La región metropolitana, donde habita un tercio del electorado del país, fue la que recibió casi excluyentemente los subsidios del gobierno nacional. Las tarifas en el interior resultaban más elevadas que las aplicadas en la zona más rica del país. La legalidad de estos procedimientos se apoyaba en la declaración de la emergencia económica dictada a comienzos de 2002 con la salida de la convertibilidad y renovada permanentemente.
Durante esos 14 años se aceptaron sólo algunos ajustes de tarifas, pero insignificantes frente al aumento de los costos. Los consumidores recibían facturas que exponían cuánto más habrían tenido que pagar si hubieran vivido en Santa Fe, Montevideo o San Pablo. Tal vez se lo hacía para despertar alivio y el placer de pagar menos, pero lamentablemente estas sensaciones no fueron acumulables como para aceptar ahora mansamente la recuperación de los atrasos. Los subsidios crecieron exponencialmente hasta alcanzar en 2015 un monto anual equivalente a 20.000 millones de dólares. Equivalían a un 4% del PBI y producían aproximadamente la mitad del déficit fiscal de ese año. Debería también computarse como un costo el consumo de capital que esa política ocasionó. Se perdió el autoabastecimiento energético y se extendieron los cortes de luz y las interrupciones de gas a las industrias. Se deterioraron los ferrocarriles, con las consecuencias dramáticas conocidas. Se envejeció el parque de vehículos de transporte público. Se deterioraron los caminos. Todo eso ocurrió mientras una parte de los subsidios y de los pagos a constructores retornaba a los bolsillos de los funcionarios en valijas y bolsos llenos de dólares o euros.
Este capítulo de la herencia recibida por el gobierno de Mauricio Macri sigue siendo uno de los más difíciles de resolver. Tanto la imposibilidad de soportar fiscalmente los subsidios como la necesidad de recuperar la producción energética y las prestaciones de los servicios exigen elevar las tarifas hasta cubrir los costos. No sería otra cosa que retornar a los niveles de diciembre de 2001 corregidos por la inflación o eventualmente por un índice de salarios. Por ejemplo, el boleto mínimo de colectivo, que en aquel entonces costaba 0,75 pesos, hoy debería valer alrededor de 12 pesos; esto es, casi diez veces el nivel encontrado el 10 de diciembre de 2015. Resultados similares se observan en otros servicios. Ahora bien, aumentos de esta magnitud y de una sola vez no son aceptados sin una fuerte y entendible resistencia social.
La recuperación de sólo la mitad de esas diferencias, morigerada mediante tratamientos especiales con el concepto de tarifas sociales, ha significado una extendida crítica a los ministros de Energía, Juan José Aranguren, y de Transporte, Guillermo Dietrich. Estos dos funcionarios son tal vez los que deban enfrentar la mayor dificultad para corregir en sus respectivas áreas la herencia recibida. Ellos deben esforzarse por comunicar con toda amplitud las razones que imponen una imprescindible corrección, lamentándose de sus efectos sobre los usuarios. Deben, además, informar claramente la aplicación de tarifas sociales y medidas compensatorias para que los cambios afecten lo menos posible a las personas y familias de menores ingresos.