La suba del precio del dólar, que siguió su curso ayer, después del fin de semana largo, es la incógnita que corroe al núcleo del Gobierno. La preocupación es razonable. La escalada podría no ser inquietante. Sucede en casi toda la región, desde que la Reserva Federal ajustó la tasa de interés. El problema es que en la Argentina las autoridades decidieron doblegarla. El Banco Central subió la tasa de pases de 27,25% a 30,25%. Y vendió reservas. Se calcula que ayer se deshizo de otros 500 millones de dólares. El problema no está en ninguna de esas dos medidas, sino en su esterilidad. El dólar no bajó. Siguió subiendo. Se abre, entonces, un interrogante sobre la credibilidad de esa política. Este problema resulta inoportuno. Irrumpe cuando las encuestas señalan un deterioro en las expectativas de la ciudadanía. Y cuando el peronismo se unifica para atacar algunas cláusulas canónicas del programa de gobierno: primero, el recorte de subsidios, y, dentro de poco, el nivel de endeudamiento.
La derrota del Central frente a los operadores económicos tiene, en principio, una explicación de corto plazo. Dentro y fuera del oficialismo se cuestiona a Federico Sturzenegger por pulsear con el mercado para evitar una depreciación de la moneda. El manager de un fondo de inversión lo explicaba ayer en estos términos: «Cuando la Fed movió la tasa, en todos los países de la región hubo una fuga de activos en monedas locales hacia el dólar. Los que tienen en su cartera papeles de esos países, si ven que la Argentina entrega reservas para garantizar un tipo de cambio estable, irán a buscar esas reservas». El reproche principal es, entonces, que Sturzenegger haya intervenido en el mercado. Primero, vendiendo divisas. Después, subiendo la tasa. Y que, a pesar de esa artillería, perdiera la batalla.
Para muchos especialistas, esta objeción es superficial. La corrida hacia el dólar expresa un problema que no es de coyuntura. Es la primera señal contundente de un estado de perplejidad de los mercados frente a la política monetaria, en general. No tanto ante su concepto, sino ante la capacidad de ejecutarla. La raíz del desconcierto no está en el cambio de la meta de inflación, que se dispuso el 28 de diciembre, sino en la convicción de Sturzenegger para llevar a cabo la nueva orientación. Un presidente del Central que juraba por la flotación libre interviene en el mercado. Y traiciona su confianza en la suba de la tasa de interés, para bajarla. El relajamiento de la pauta de inflación es, en este contexto, intrascendente. La desorientación tiene otra fuente. ¿Cuál es el ancla de esta política monetaria? ¿La banda inflacionaria o el tipo de cambio? Son preguntas que se hacen los expertos frente al lego. La encrucijada, para algunos economistas, es todavía más compleja. El riesgo no está solo en el cambio del clima externo ni en las decisiones del Central. Esas novedades se vuelven delicadas porque contrastan con una fisura más peligrosa: la escasez de dólares de toda la economía, es decir, el déficit de cuenta corriente. En el Gobierno suelen menospreciar este riesgo. Lo atribuyen a que el país está creciendo y, por lo tanto, incorporando bienes de capital, que insumen divisas. Sin embargo, la primera alarma frente a este desequilibrio la encendió alguien que conoce la relojería oficial. Alfonso Prat-Gay señaló, en diciembre, que cuando ese desajuste llega a 4,4 puntos del PBI, los bancos de inversión comienzan a cambiar de humor frente a los números. Hoy ese déficit es de 5 puntos del PBI.
Existe una visión más amplia para la cual estas razones explican la crisis de confianza que se registra en el mercado. Esta lectura se refiere a la política. Desde que Mauricio Macri llegó al poder está planteado un reparo sobre el diseño de su equipo. El Presidente es fóbico a la presencia de un ministro que concentre las principales decisiones económicas. Un Cavallo, un Lavagna. O un Carlos Bianchi, por ponerlo en términos boquenses. Esta reticencia determinó la salida de Prat-Gay. Y en diciembre pasado le recortó de poder a Sturzenegger, quien, por una diagonal, se convertía en una figura demasiado gravitante. La solución fue dejar en claro que las decisiones monetarias se toman en la Casa de Gobierno. ¿Fue una solución? Para evitar esta centralidad de algún subordinado, Macri también ha fragmentado las competencias del viejo Palacio de Hacienda. Muchísimas resoluciones requieren de la intervención de cuatro o cinco ministerios. Por eso varios ministros consumen la mitad de su tiempo de trabajo semanal en reuniones de coordinación en la Casa Rosada.
Esta forma de administrar el poder, a la que el Presidente no piensa ni por asomo renunciar, no está inspirada en McKinsey sino en Socma. Fue siempre el modelo Franco Macri. El inconveniente es que, al proyectarse de la empresa hacia el Estado, pone en duda el equilibrio general. En el gabinete de Macri cada ministro está incentivado a dar lo mejor de sí. Aranguren, a aumentar todo lo que pueda las tarifas. Triaca, a reprimir la demanda salarial. Dujovne, a reducir el déficit al máximo. Y Stanley, a gastar para que no estalle la pobreza. El riesgo de este método es que la obsesión de cada uno por alcanzar su propia meta conduzca al caos general. Un ejemplo de estos días: la suba de tasas que dispuso Sturzenegger complica al ministro de Finanzas, Luis Caputo, que pretendía financiarse en pesos. Caputo no querrá convalidar el costo que fijó el Central. ¿Deberá volver a endeudarse en dólares, en una atmósfera tan volátil? Quiere decir que la jugada de Sturzenegger afectó también la clave de la receta gradualista: la capacidad del Tesoro para tomar deuda.
El debate sobre el modo en que Macri armó su gabinete es inconducente. Él está cómodo con su sistema. Y esa comodidad es inapelable. Solo cabe examinar los resultados. Sobre todo porque la opinión pública modificó sus expectativas. Por primera vez desde diciembre de 2015 el pesimismo se impuso al optimismo. Las encuestas revelan también, como el mercado financiero, una crisis de confianza. La razón principal, según las hipótesis del propio oficialismo, es que la inflación no ha sido derrotada. El Presidente presentó ese objetivo como algo personal. Y la sociedad espera que cumpla la promesa.
En el núcleo del poder son conscientes de este desafío. La imagen de Macri y su administración sube y baja según se recupere o deteriore el poder adquisitivo del salario. Es una correlación directa. Casi prodigiosa. La oposición peronista apunta a esta vulnerabilidad cuando insiste en atenuar el aumento de tarifas. Es una guerra simulada. En el PJ sabían que el Presidente aplicaría el veto antes de que lo anunciara Marcos Peña. La modificación de los precios previstos para la energía dinamitaría los contratos de inversión en esa área. Y volvería inalcanzable la meta fiscal del año próximo. Además, el dictamen que defiende el peronismo no le conviene al propio peronismo. La reducción del IVA al 10% para el consumo de gas y electricidad perjudicará a las provincias, porque el impuesto es coparticipable.
La embestida peronista no es fiscal. Tampoco energética. Es electoral. El propósito es que Macri corrobore, con su veto, que constituye una amenaza al salario real. Mientras la inflación siga siendo alta, esa imagen resulta verosímil. Para comprender esta agresividad opositora hay que registrar dos novedades. La primera es que las provincias gozan de mayor autonomía porque mejoraron sus ingresos. La recaudación está en alza, como en el Tesoro nacional; además, recuperaron el 15% de coparticipación, como consecuencia de un fallo de la Corte, y las economías regionales ganan dinamismo con la depreciación del peso. Solo cuatro jurisdicciones están complicadas por su déficit primario: Tierra del Fuego, Santa Cruz, Chubut y Chaco. Las demás tienen una relativa autosuficiencia. Tanta que también pueden prescindir del financiamiento externo. Un detalle de lo que puede venir después de las tarifas: que el PJ se abrace a un proyecto de Adolfo Rodríguez Saá e intente obligar al ministro Caputo a pedir un permiso del Congreso cada vez que emite deuda. Corolario: el recurso de presionar al gobernador para disciplinar a los diputados no está disponible como antes.
La otra innovación es que Macri triunfó el año pasado en muchas provincias peronistas. Venció a Sergio Massa, a Juan Manuel Urtubey y a Juan Schiaretti. En el laboratorio de Marcos Peña preparan a los candidatos federales de Cambiemos. Los peronistas se habían resignado a entregar la presidencia el año próximo. Pero no a entregar sus propios territorios. Derrotada Cristina Kirchner en Buenos Aires, esta es la batalla del futuro.
Por: Carlos Pagni
La derrota del Central frente a los operadores económicos tiene, en principio, una explicación de corto plazo. Dentro y fuera del oficialismo se cuestiona a Federico Sturzenegger por pulsear con el mercado para evitar una depreciación de la moneda. El manager de un fondo de inversión lo explicaba ayer en estos términos: «Cuando la Fed movió la tasa, en todos los países de la región hubo una fuga de activos en monedas locales hacia el dólar. Los que tienen en su cartera papeles de esos países, si ven que la Argentina entrega reservas para garantizar un tipo de cambio estable, irán a buscar esas reservas». El reproche principal es, entonces, que Sturzenegger haya intervenido en el mercado. Primero, vendiendo divisas. Después, subiendo la tasa. Y que, a pesar de esa artillería, perdiera la batalla.
Para muchos especialistas, esta objeción es superficial. La corrida hacia el dólar expresa un problema que no es de coyuntura. Es la primera señal contundente de un estado de perplejidad de los mercados frente a la política monetaria, en general. No tanto ante su concepto, sino ante la capacidad de ejecutarla. La raíz del desconcierto no está en el cambio de la meta de inflación, que se dispuso el 28 de diciembre, sino en la convicción de Sturzenegger para llevar a cabo la nueva orientación. Un presidente del Central que juraba por la flotación libre interviene en el mercado. Y traiciona su confianza en la suba de la tasa de interés, para bajarla. El relajamiento de la pauta de inflación es, en este contexto, intrascendente. La desorientación tiene otra fuente. ¿Cuál es el ancla de esta política monetaria? ¿La banda inflacionaria o el tipo de cambio? Son preguntas que se hacen los expertos frente al lego. La encrucijada, para algunos economistas, es todavía más compleja. El riesgo no está solo en el cambio del clima externo ni en las decisiones del Central. Esas novedades se vuelven delicadas porque contrastan con una fisura más peligrosa: la escasez de dólares de toda la economía, es decir, el déficit de cuenta corriente. En el Gobierno suelen menospreciar este riesgo. Lo atribuyen a que el país está creciendo y, por lo tanto, incorporando bienes de capital, que insumen divisas. Sin embargo, la primera alarma frente a este desequilibrio la encendió alguien que conoce la relojería oficial. Alfonso Prat-Gay señaló, en diciembre, que cuando ese desajuste llega a 4,4 puntos del PBI, los bancos de inversión comienzan a cambiar de humor frente a los números. Hoy ese déficit es de 5 puntos del PBI.
Existe una visión más amplia para la cual estas razones explican la crisis de confianza que se registra en el mercado. Esta lectura se refiere a la política. Desde que Mauricio Macri llegó al poder está planteado un reparo sobre el diseño de su equipo. El Presidente es fóbico a la presencia de un ministro que concentre las principales decisiones económicas. Un Cavallo, un Lavagna. O un Carlos Bianchi, por ponerlo en términos boquenses. Esta reticencia determinó la salida de Prat-Gay. Y en diciembre pasado le recortó de poder a Sturzenegger, quien, por una diagonal, se convertía en una figura demasiado gravitante. La solución fue dejar en claro que las decisiones monetarias se toman en la Casa de Gobierno. ¿Fue una solución? Para evitar esta centralidad de algún subordinado, Macri también ha fragmentado las competencias del viejo Palacio de Hacienda. Muchísimas resoluciones requieren de la intervención de cuatro o cinco ministerios. Por eso varios ministros consumen la mitad de su tiempo de trabajo semanal en reuniones de coordinación en la Casa Rosada.
Esta forma de administrar el poder, a la que el Presidente no piensa ni por asomo renunciar, no está inspirada en McKinsey sino en Socma. Fue siempre el modelo Franco Macri. El inconveniente es que, al proyectarse de la empresa hacia el Estado, pone en duda el equilibrio general. En el gabinete de Macri cada ministro está incentivado a dar lo mejor de sí. Aranguren, a aumentar todo lo que pueda las tarifas. Triaca, a reprimir la demanda salarial. Dujovne, a reducir el déficit al máximo. Y Stanley, a gastar para que no estalle la pobreza. El riesgo de este método es que la obsesión de cada uno por alcanzar su propia meta conduzca al caos general. Un ejemplo de estos días: la suba de tasas que dispuso Sturzenegger complica al ministro de Finanzas, Luis Caputo, que pretendía financiarse en pesos. Caputo no querrá convalidar el costo que fijó el Central. ¿Deberá volver a endeudarse en dólares, en una atmósfera tan volátil? Quiere decir que la jugada de Sturzenegger afectó también la clave de la receta gradualista: la capacidad del Tesoro para tomar deuda.
El debate sobre el modo en que Macri armó su gabinete es inconducente. Él está cómodo con su sistema. Y esa comodidad es inapelable. Solo cabe examinar los resultados. Sobre todo porque la opinión pública modificó sus expectativas. Por primera vez desde diciembre de 2015 el pesimismo se impuso al optimismo. Las encuestas revelan también, como el mercado financiero, una crisis de confianza. La razón principal, según las hipótesis del propio oficialismo, es que la inflación no ha sido derrotada. El Presidente presentó ese objetivo como algo personal. Y la sociedad espera que cumpla la promesa.
En el núcleo del poder son conscientes de este desafío. La imagen de Macri y su administración sube y baja según se recupere o deteriore el poder adquisitivo del salario. Es una correlación directa. Casi prodigiosa. La oposición peronista apunta a esta vulnerabilidad cuando insiste en atenuar el aumento de tarifas. Es una guerra simulada. En el PJ sabían que el Presidente aplicaría el veto antes de que lo anunciara Marcos Peña. La modificación de los precios previstos para la energía dinamitaría los contratos de inversión en esa área. Y volvería inalcanzable la meta fiscal del año próximo. Además, el dictamen que defiende el peronismo no le conviene al propio peronismo. La reducción del IVA al 10% para el consumo de gas y electricidad perjudicará a las provincias, porque el impuesto es coparticipable.
La embestida peronista no es fiscal. Tampoco energética. Es electoral. El propósito es que Macri corrobore, con su veto, que constituye una amenaza al salario real. Mientras la inflación siga siendo alta, esa imagen resulta verosímil. Para comprender esta agresividad opositora hay que registrar dos novedades. La primera es que las provincias gozan de mayor autonomía porque mejoraron sus ingresos. La recaudación está en alza, como en el Tesoro nacional; además, recuperaron el 15% de coparticipación, como consecuencia de un fallo de la Corte, y las economías regionales ganan dinamismo con la depreciación del peso. Solo cuatro jurisdicciones están complicadas por su déficit primario: Tierra del Fuego, Santa Cruz, Chubut y Chaco. Las demás tienen una relativa autosuficiencia. Tanta que también pueden prescindir del financiamiento externo. Un detalle de lo que puede venir después de las tarifas: que el PJ se abrace a un proyecto de Adolfo Rodríguez Saá e intente obligar al ministro Caputo a pedir un permiso del Congreso cada vez que emite deuda. Corolario: el recurso de presionar al gobernador para disciplinar a los diputados no está disponible como antes.
La otra innovación es que Macri triunfó el año pasado en muchas provincias peronistas. Venció a Sergio Massa, a Juan Manuel Urtubey y a Juan Schiaretti. En el laboratorio de Marcos Peña preparan a los candidatos federales de Cambiemos. Los peronistas se habían resignado a entregar la presidencia el año próximo. Pero no a entregar sus propios territorios. Derrotada Cristina Kirchner en Buenos Aires, esta es la batalla del futuro.
Por: Carlos Pagni