El drama de Venezuela y la triste decadencia del populismo

Por Loris Zanatta, historiador y politólogo italiano:
Hemos frustrado un golpe”, dijo Nicolás Maduro. “Somos víctimas de un golpe”, denunció Dilma Rousseff. ¿Es nuevamente época de golpes en América Latina? Afortunadamente no. Los golpes son otra cosa. No son marchas pacíficas como en Caracas, pidiendo votar con la Constitución en la mano; ni dio un veredicto el Senado de Brasil, sobre cuya decisión tengo mis dudas, pero que actuó dentro del marco constitucional. Sin embargo, muchos gritan contra el golpe. ¿Retórica? ¿Frustración? Sin duda. Pero las palabras son piedras y, una vez lanzadas, producen efectos.
Si un rival político es golpista, todo será legítimo para combatirlo. La política renunciaría entonces a la dialéctica institucional para convertirse en guerra: simulada, si todo va bien; civil, si las cosas salen mal. Brasil, tierra donde el populismo siempre se ha mantenido enjaulado en las instituciones democráticas, se mantiene lejos de ese escenario; vivirá dos años agitados y resentidos, pero la elección presidencial de 2018 es probable que reestablezca la sensatez.
Pero ¿Venezuela? La imagen de Maduro que celebra frente a su pueblo el fracaso del “golpe”, mientras una multitud todavía más amplia y furiosa marcha a poca distancia, es un canto a la irresponsabilidad y la mediocridad. ¿Cómo puede un estadista complacerse en dirigir un país tan dividido e impregnado de odios? Más que un hombre de Estado, ¡se diría que se trata del timonel borracho del Titanic!
En el caso venezolano, es innegable que el populismo ha copado toda institución democrática. Y lo hizo en nombre de un pueblo de cuya representación reclama el monopolio; un pueblo cada vez más imaginario, en realidad, desde que en las últimas elecciones legislativas se ha reducido al 30% del electorado. Resultado: el régimen que cuando tenía viento y petrodólares en sus velas convocaba a elecciones todos los años, ahora tiene terror de las urnas y le niega a los venezolanos el referendum revocatorio que introdujo su propia Constitución.
Trata ahora de paliar el déficit de legitimidad democrática transformándose en un régimen militar que confunde la política con la guerra y moviliza a su pueblo contra los chivos expiatorios habituales. Represión, detenciones, abusos son moneda corriente: espera provocar la violencia de la que se beneficiaría para imponer el poder absoluto.
El caso venezolano se presta a muchas reflexiones. Como forma extrema y caricatural de régimen populista, lo que le sucede era previsible y esperado. La historia no será maestra de vida, pero podía servir para adivinar lo que sucedió: el modelo económico demostraría ser insostenible; la irresponsabilidad fiscal sería detonador de la inflación; el ansia de consenso inmediato sacrificaría las generaciones futuras; la intrusión del Estado llevaría al colapso de la producción, la productividad y la inversión, causando migraciones y escasez; las ambiciones de poder internacional provocarían el aislamiento; la absorción por el gobierno de casi todas las instituciones autónomas mataría al ya precario Estado de derecho; la desaparición de contrapesos institucionales dejaría campo libre a la corrupción, el amiguismo, el crimen.
Por último, era previsible el daño peor y más duradero: la tiranía en nombre del pueblo sembraría la bronca y el odio, destruyendo el bien más valioso en el que descansa toda sociedad: la confianza, tanto entre los ciudadanos entre sí como de los ciudadanos en las instituciones; instituciones cuya credibilidad es la clave de salida de la pobreza y la desigualdad, nos recuerda un economista de la talla de Angus Deaton. Y así será: el chavismo no dejará en herencia ni riqueza ni igualdad.
Todo esto es suficiente para sacar algunas conclusiones: como todos vieron en la crisis argentina de 2001 el fracaso del modelo neoliberal, del cual Argentina se había jactado de ser el alumno más obediente, sería honesto reconocer que el drama venezolano marca hoy la triste decadencia del modelo populista; que los himnos a su originalidad constitucional, la democracia participativa, el rol de los movimientos sociales y todos los cuentos sobre el modelo chavista, eran “wishfull thinking” a pensar bien, pura ideología a pensar mal.
Al igual que otros populismos latinoamericanos de los cuales sigue los pasos, el chavismo propone las características típicas de la antigua tradición antiliberal de la región, con sus raíces en el pasado colonial: patrimonialismo, personalización del poder, religión o ideología oficial, intolerancia, sacrificio del individuo, de su iniciativa y de sus derechos al tótem de la Revolución. ¡Y lo llaman postcolonialismo!
Sólo Donald Trump podría salvar a Maduro; sólo la elección improbable del siniestro magnate con la peluca podría permitirle recuperar parte de su audiencia agotada, convocándola alrededor de sus gastados aullidos contra el Imperio. Ciertamente será para él que latirá el corazón de Maduro.
Para quien cultive una mirada desencantada, toda esta historia vista ya mil veces tiene su moraleja: tarde o temprano, el fanatismo ideológico pasa factura. Tal como Javier Santiso abogó por una “economía política de lo posible” en contra de los rígidos paradigmas del pasado, sería saludable para todos un enfoque más pragmático de la política, una “política de lo posible”.

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