A 20 años de la Convertibilidad /// Tiempo Argentino /// 22 de abril de 2011
Elogio de la complejidad
La complejidad del proceso de crecimiento de los últimos años se explica en parte por la política cambiaria, pero mucho más por una inteligente combinación de estrategias que favorecieron una dinámica de crecimiento virtuoso y autocentrado.
A casi 20 años del lanzamiento de la Convertibilidad, queda claro que uno de sus efectos está vigente: el de la simplificación en el análisis económico.
Recordemos. La utilización del tipo de cambio como ancla nominal tenía la “virtud”, para el proceso inflacionario que vivía nuestro país, de que abreviaba lo complejo. Años de hiperinflación y explicaciones estructuralistas del proceso local y latinoamericano concibieron una rica bibliografía teórica sobre el tema, pero pocos resultados, sobre todo en la década de 1980.
A la tradicional restricción externa, originada en la incapacidad de la estructura productiva de generar los dólares necesarios para financiar el proceso de crecimiento, se le sumó la fenomenal demanda de billetes estadounidenses que necesitaba el sector público para pagar los servicios e intereses de la deuda externa, que por otra parte, es justo decirlo, dejó como herencia la dictadura militar y los seguros de cambio de Domingo Cavallo (en su versión BCRA).
En el ’91, luego de un proceso hiperinflacionario que arrastró a todo el equipo económico encabezado por Erman González, el presidente Menem nombra a Cavallo ministro de economía (sí, el mismo del párrafo anterior), quien intenta un plan de estabilización basado en el ancla nominal cambiario. El eje era que con este esquema se recuperaba la credibilidad en la moneda local, y por lo tanto se frenaban las periódicas corridas contra el peso. Efectista y simple, la explicación no daba cuenta de todos los aspectos que concurrían para asegurar la cuenta corriente y crear una base de reservas en dólares que pudiera frenar las corridas. Privatizaciones y reestructuración de deuda permitieron un superávit en la cuenta de capital fundamental para el tan mentado “equilibrio”.
En paralelo, la apreciación cambiaria construía déficits permanentes de cuenta corriente que exigían un esfuerzo (cada vez) mayor de ingresos de capitales, y en 2001 el costo financiero del funcionamiento económico hizo insostenible la paridad. La administración de la salida de la convertibilidad con pesificación asimétrica, en un contexto de fuerte recesión económica, resultó en una recomposición de la competitividad, y por lo tanto, un superávit de cuenta corriente que permitió estabilizar la dinámica macroeconómica. Pero los costos sociales de este ajuste fueron brutales y dejaron al 60% de la población por debajo de la línea de pobreza.
Ahora bien, en nuestros días, algunos análisis sobre las políticas económicas no han abandonado la mirada miope, la observación al paso, la búsqueda del efecto por sobre la profundidad, o como se sintetiza en la calle cuando algo es endeble: “con la profundidad de un charco”. Estos insisten que a partir de 2003 el crecimiento del 8% anual sólo se explica por la competitividad cambiaria, a pesar de que es evidente la existencia de un conjunto de instrumentos que se fueron implementando y revelan el éxito de este proceso.
Esta mono argumentación evade adrede que sin la reestructuración de la deuda el Estado no hubiera tenido los grados de libertad necesarios para recuperar tanto el manejo de la política fiscal como la de inversión pública y de ingresos, así como también las subas de jubilaciones y pensiones, que permitieron un fuerte impulso de la demanda agregada.
Del mismo modo busca eludir, en sus fugaces apreciaciones, la intervención estatal en materia energética que permitió que las subas de precios internacionales no se trasladaran al mercado interno con un negativo impacto sobre la competitividad.
Y en el mismo tren de evadir y eludir un trabajo serio que busque interpretar el real estado de situación, también esquivan –en su mirada– las estrategias de políticas de negociación comercial, como por ejemplo: la caída del ALCA, que generaba una fuerte incertidumbre en las inversiones productivas en la región; la renegociación del acuerdo automotriz con Brasil que imponía el libre comercio en ese sector a partir de 2005; las negociaciones de políticas de comercio administrado entre Brasil y la Argentina; y el establecimiento de Licencias No Automáticas para evitar el crecimiento de las importaciones de mercados predatorios de la producción nacional.
Como se observa, la complejidad del proceso de crecimiento de los últimos años se explica en parte por la política cambiaria, pero mucho más por una inteligente combinación de estrategias que favorecieron una dinámica de crecimiento virtuoso y autocentrado.
Es por esto que hoy, en los análisis agoreros, pareciera haber más deseo que razonamiento, más frustración que conceptos. Cuando se señala que se reduce el superávit comercial y fiscal como resultado de la caída de la competitividad cambiaria, uno no deja de sorprenderse ante la simplificación del argumento.
Gracias a que se creció al 8% anual, exceptuando el período de la crisis internacional de 2009, y que los niveles de inversión se encuentran en números superiores al 21% promedio, nuestro país puede ostentar records de producción en cada uno de los sectores productivos, pero también obliga a pensar cuáles serán los nuevos vectores que permitan seguir expandiéndose.
Aprovecho para intercalar otro ejemplo, que excede casi al mundo económico para ingresar en lo “cultural”: en los últimos días surgieron críticas a la participación del Estado, a través de directores, en empresas donde posee tenencia accionaria. Hay que ser muy claros y recordar que estas participaciones se derivan de las que tenían las AFJP. No es que el Estado salió a comprar acciones de empresas. Entonces, y a pesar de que la Ley 19.550 vigente desde hace décadas avala este procedimiento, pareciera que si el capital fue provisto con los aportes previsionales de los argentinos, debe tener un tratamiento diferenciado, menor. Y ahí, en esa inflexión, está la muestra de un resabio cultural al que nos enfrentamos. Sin embargo, más allá de los fuegos de artificios mediáticos, la cooperación entre el sector público y privado es fundamental para promover una estrategia de crecimiento de largo plazo, y en nuestro país existe un marco legal adecuado para este funcionamiento.
En este sentido, los desafíos, por sus dimensiones y a pesar de los grandes esfuerzos realizados en estos ocho años, siguen siendo importantes. Todavía quedan planes de infraestructura por realizar tanto en materia de transporte, energía y vivienda. Pero que quede claro: para estas obras se requiere de un Estado vigoroso como el actual y que recuperó capacidad de gobierno sobre la economía. Obviamente que los desafíos de gestión que genera una economía casi del 80% más grande son mayores, pero son bienvenidos.
Elogio de la complejidad
La complejidad del proceso de crecimiento de los últimos años se explica en parte por la política cambiaria, pero mucho más por una inteligente combinación de estrategias que favorecieron una dinámica de crecimiento virtuoso y autocentrado.
A casi 20 años del lanzamiento de la Convertibilidad, queda claro que uno de sus efectos está vigente: el de la simplificación en el análisis económico.
Recordemos. La utilización del tipo de cambio como ancla nominal tenía la “virtud”, para el proceso inflacionario que vivía nuestro país, de que abreviaba lo complejo. Años de hiperinflación y explicaciones estructuralistas del proceso local y latinoamericano concibieron una rica bibliografía teórica sobre el tema, pero pocos resultados, sobre todo en la década de 1980.
A la tradicional restricción externa, originada en la incapacidad de la estructura productiva de generar los dólares necesarios para financiar el proceso de crecimiento, se le sumó la fenomenal demanda de billetes estadounidenses que necesitaba el sector público para pagar los servicios e intereses de la deuda externa, que por otra parte, es justo decirlo, dejó como herencia la dictadura militar y los seguros de cambio de Domingo Cavallo (en su versión BCRA).
En el ’91, luego de un proceso hiperinflacionario que arrastró a todo el equipo económico encabezado por Erman González, el presidente Menem nombra a Cavallo ministro de economía (sí, el mismo del párrafo anterior), quien intenta un plan de estabilización basado en el ancla nominal cambiario. El eje era que con este esquema se recuperaba la credibilidad en la moneda local, y por lo tanto se frenaban las periódicas corridas contra el peso. Efectista y simple, la explicación no daba cuenta de todos los aspectos que concurrían para asegurar la cuenta corriente y crear una base de reservas en dólares que pudiera frenar las corridas. Privatizaciones y reestructuración de deuda permitieron un superávit en la cuenta de capital fundamental para el tan mentado “equilibrio”.
En paralelo, la apreciación cambiaria construía déficits permanentes de cuenta corriente que exigían un esfuerzo (cada vez) mayor de ingresos de capitales, y en 2001 el costo financiero del funcionamiento económico hizo insostenible la paridad. La administración de la salida de la convertibilidad con pesificación asimétrica, en un contexto de fuerte recesión económica, resultó en una recomposición de la competitividad, y por lo tanto, un superávit de cuenta corriente que permitió estabilizar la dinámica macroeconómica. Pero los costos sociales de este ajuste fueron brutales y dejaron al 60% de la población por debajo de la línea de pobreza.
Ahora bien, en nuestros días, algunos análisis sobre las políticas económicas no han abandonado la mirada miope, la observación al paso, la búsqueda del efecto por sobre la profundidad, o como se sintetiza en la calle cuando algo es endeble: “con la profundidad de un charco”. Estos insisten que a partir de 2003 el crecimiento del 8% anual sólo se explica por la competitividad cambiaria, a pesar de que es evidente la existencia de un conjunto de instrumentos que se fueron implementando y revelan el éxito de este proceso.
Esta mono argumentación evade adrede que sin la reestructuración de la deuda el Estado no hubiera tenido los grados de libertad necesarios para recuperar tanto el manejo de la política fiscal como la de inversión pública y de ingresos, así como también las subas de jubilaciones y pensiones, que permitieron un fuerte impulso de la demanda agregada.
Del mismo modo busca eludir, en sus fugaces apreciaciones, la intervención estatal en materia energética que permitió que las subas de precios internacionales no se trasladaran al mercado interno con un negativo impacto sobre la competitividad.
Y en el mismo tren de evadir y eludir un trabajo serio que busque interpretar el real estado de situación, también esquivan –en su mirada– las estrategias de políticas de negociación comercial, como por ejemplo: la caída del ALCA, que generaba una fuerte incertidumbre en las inversiones productivas en la región; la renegociación del acuerdo automotriz con Brasil que imponía el libre comercio en ese sector a partir de 2005; las negociaciones de políticas de comercio administrado entre Brasil y la Argentina; y el establecimiento de Licencias No Automáticas para evitar el crecimiento de las importaciones de mercados predatorios de la producción nacional.
Como se observa, la complejidad del proceso de crecimiento de los últimos años se explica en parte por la política cambiaria, pero mucho más por una inteligente combinación de estrategias que favorecieron una dinámica de crecimiento virtuoso y autocentrado.
Es por esto que hoy, en los análisis agoreros, pareciera haber más deseo que razonamiento, más frustración que conceptos. Cuando se señala que se reduce el superávit comercial y fiscal como resultado de la caída de la competitividad cambiaria, uno no deja de sorprenderse ante la simplificación del argumento.
Gracias a que se creció al 8% anual, exceptuando el período de la crisis internacional de 2009, y que los niveles de inversión se encuentran en números superiores al 21% promedio, nuestro país puede ostentar records de producción en cada uno de los sectores productivos, pero también obliga a pensar cuáles serán los nuevos vectores que permitan seguir expandiéndose.
Aprovecho para intercalar otro ejemplo, que excede casi al mundo económico para ingresar en lo “cultural”: en los últimos días surgieron críticas a la participación del Estado, a través de directores, en empresas donde posee tenencia accionaria. Hay que ser muy claros y recordar que estas participaciones se derivan de las que tenían las AFJP. No es que el Estado salió a comprar acciones de empresas. Entonces, y a pesar de que la Ley 19.550 vigente desde hace décadas avala este procedimiento, pareciera que si el capital fue provisto con los aportes previsionales de los argentinos, debe tener un tratamiento diferenciado, menor. Y ahí, en esa inflexión, está la muestra de un resabio cultural al que nos enfrentamos. Sin embargo, más allá de los fuegos de artificios mediáticos, la cooperación entre el sector público y privado es fundamental para promover una estrategia de crecimiento de largo plazo, y en nuestro país existe un marco legal adecuado para este funcionamiento.
En este sentido, los desafíos, por sus dimensiones y a pesar de los grandes esfuerzos realizados en estos ocho años, siguen siendo importantes. Todavía quedan planes de infraestructura por realizar tanto en materia de transporte, energía y vivienda. Pero que quede claro: para estas obras se requiere de un Estado vigoroso como el actual y que recuperó capacidad de gobierno sobre la economía. Obviamente que los desafíos de gestión que genera una economía casi del 80% más grande son mayores, pero son bienvenidos.