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No es pensable una democracia sin algún grado de demagogia, por la misma razón por la que la libertad de expresión servirá de cauce tanto para la verdad como para la mentira. Los derechos políticos abren espacios formales de participación y de libertad, y llevan dentro el germen de su degradación. La democracia no asegura en absoluto el acierto en las decisiones públicas, porque su valor es procedimental (cómo, quién y cuándo se decide sobre qué), y por tanto neutro (no determina el qué se decide): es claro que sobre un mismo asunto un dictador (golpista o revolucionario) podría tomar una decisión más eficiente que el pueblo en referéndum o mediante sus cámaras de representantes. El pueblo no tiene la obligación de ser sabio o prudente. Lo será o no, pero lo que importa es que es soberano y por tanto no responde ante ninguna instancia superior. Por eso la valoración de un régimen político en función de sus resultados funcionales lleva dentro una perversión: confunde planos distintos. La democracia es superior a la autocracia no porque nos haga más felices ni mejores, sino porque no hay ninguna razón que justifique la atribución a una persona o a un grupo oligárquico del poder de decisión sobre algo que concierne a todos. De igual modo, la libertad de expresión es superior a la censura, incluso aunque el resultado sea el triunfo mediático de una gran memez: exponerse a la libertad y a la democracia es estar dispuesto a perder. De lo que se trata no es de blindar la pureza o la verdad, sino de cómo combatir el vicio y la mentira. En términos políticos el método para seleccionar argumentos no es la ortodoxia, sino el pluralismo, es decir, la libre competencia (de opiniones) en igualdad de condiciones. Esto llama a un combate ideológico que no puede dejar de librarse.
El populismo purificador
Los tres reveses sufridos recientemente por lo políticamente esperable y favorecido por el conjunto de medios influyentes (el Brexit, el no al acuerdo de paz en Colombia y la victoria electoral de Trump en Estados Unidos), y la amenaza real de ascensión al poder de movimientos y fuerzas políticas crecidos dentro de la democracia a caballo del descontento, la inseguridad y el recurso a atajos tan primarios como la identidad nacional, la mano dura y el carisma del líder, son síntomas preocupantes de una degradación demagógica de la democracia a la que, por moda, se le pone la etiqueta de “populista”. Se trata de un riesgo cierto para la misma democracia, porque trae la marca de su simplificación, reduciéndola a una “voluntad popular” libre de procedimientos y equilibrios, como si entre voluntad popular y bien común hubiese una continuidad incontaminada (personificada en el líder) y hubiese que suprimir cualquier mediación (un parlamento, un sistema judicial, una administración reglada por ley, percibidos como carcasas tan aparatosas como ineficientes). Así, las ansias de pureza de una sociedad desarmada, miedosa e infantilizada arrancan de raíz todas las plantas apenas algunas de sus hojas estén enfermas, con el resultado de un campo yermo, sin estorbos para “la virtud” del pueblo bueno.
Es como si de repente una mayoría popular emergente se viera arrastrada por una pulsión “purificadora” y por tanto destructiva, como antesala de una virtud “directa”, libre de los condicionamientos pegajosos de las sociedades complejas. El concepto de legitimación democrática que esgrimen estos movimientos es simplemente electoral: una mayoría debería de poderlo todo, luego cualquier límite a la mayoría sería antidemocrático. El profundo error de estas concepciones democráticas degradadas es que escinden la democracia del marco que la hace posible: las constituciones. Una constitución no es más que la gran regla que atribuye competencias y poderes de decisión blindando, frente incluso al criterio mayoritario, derechos y principios sobre los que no se puede votar, porque protegen derechos y bienes en posición minoritaria que, por mayoría constituyente, habíamos acordado. Por volver a ejemplos conocidos: no sería posible un referéndum sobre la pena de muerte o la tortura, porque sobre la vida y la integridad física del delincuente o del sospechoso no se puede votar, por más que a una inmensa mayoría le apeteciese unirse a la lapidación.
La respuesta “tecnocrática”
Pero si el riesgo de las pulsiones demagógicas y autoritarias surgidas en el seno de la democracia es evidente, no menos preocupante es el modo en que se está reaccionando. Cada vez son más, y más autorizadas, las voces críticas que advierten de que lejos de enfrentarse con lucidez y a largo plazo a este proceso de degradación de la democracia, lo que se está haciendo por parte de los partidos tradicionales es abundar en su deterioro, con una estrategia que alimenta el círculo vicioso. Lo diré a modo de etiqueta: la respuesta a la demagogia populista está siendo la tecnocracia, complementada con políticas represivas de seguridad y con estrategias mediáticas de manipulación. Se defiende el poder adquirido, pero no la democracia.
La tecnocracia no es encomendar a los técnicos las decisiones técnicas. Eso es simplemente sentido común. La tecnocracia es la utilización de la coartada de la complejidad técnica para sustraer a la política (y por tanto a la democracia) ámbitos de decisión que son políticos porque condicionan la suerte de intereses en conflicto. La tecnocracia aparece cuando las élites desconfían de la idoneidad de la democracia para elegir lo que ya han convenido en sus ámbitos privados privilegiados como mejor y más conveniente (para sí mismas en todo caso y, contingentemente, para el interés general). El método no es suprimir las elecciones, sino generar un espacio “técnico” de funcionamiento autónomo, exento de control, a cubierto de las contingencias propiamente políticas, en el que determinados intereses particulares despliegan a sus anchas una estrategia ventajista, lo que de hecho supone una total subordinación de los intereses débiles, es decir, aquellos que en un momento histórico son incapaces de competir con los fuertes. Hay intereses fuertes que no tienen necesidad de políticas activas (les basta la no intromisión), y hay intereses débiles que sí necesitan la acción política, y si no entendemos esto, estaremos pisando un suelo de imágenes ficticias. Cuando hablo de un “espacio de funcionamiento autónomo” y despolitizado no me estoy refiriendo al que quiso preservar el virtuoso liberalismo económico clásico (libertad de intercambios económicos, propiedad privada, iniciativa empresarial y libre competencia dentro de ámbitos políticos y constitucionales bien definidos), sino a sus derivaciones en el ámbito del capitalismo financiero globalizado y desconstitucionalizado (porque ninguna frontera, salvo acaso las de Corea del Norte y similares, pueden sujetarlo eficazmente a un poder superior de naturaleza política).
Esta lógica tecnocrática, parasitaria de la democracia mientras le interese, fortalece a las élites, produce víctimas, invisibiliza alternativas y destruye los pactos sociales. Por eso necesita dos complementos imprescindibles: la seguridad y la manipulación.
Por un lado está la exacerbación de la política de “seguridad ciudadana”, concebida ésta como un estrechamiento de los márgenes de disidencia, a fin de desalentar el ejercicio normal –aunque enérgico– del derecho a la participación política y del derecho a la protesta de las víctimas de la tecnocracia. La técnica es conocida: se tipifican delitos o infracciones administrativas de forma imprecisa, para que así puedan servir en momentos calientes para reprimir desproporcionadamente conductas situadas en la frontera de lo disruptivo.
Por otro lado está la manipulación informativa bien programada en los trasantlánticos de las corporaciones mediáticas, que silencia sistemáticamente versiones de la realidad consideradas heterodoxas, y reduce el pluralismo a una cómoda competencia/alternancia entre las élites al estilo de Schumpeter, a fin de convencer al pueblo de que su menguante bienestar puede quedar más comprometido aún si no se resigna a seguir gobernado por “lo de siempre”.
El discurso de “Podemos” y “Podríamos”
En España, donde afortunadamente no logran cuajar los movimientos de ultraderecha (el Partido Popular puede albergar a algún energúmeno sin que se note demasiado, pero no es un partido de ultraderecha), los excesos retóricos de Podemos sirven de magnífica excusa a los “ortodoxos” para defender al poder establecido de una impertinente intromisión popular. Podemos (o más bien la mejor de sus versiones) trae en sus señas de identidad una reivindicación genuinamente democrática: la desamortización del poder y la recomposición de un pacto social. Porque denuncia la deriva tecnocrática (en el sentido antes indicado), se le arrincona en la etiqueta de populismo (con adjetivos añadidos como bolivariano, perroflautista, visionario, y en el mejor de los casos utópico). Su discurso sobre la “casta” es un discurso peligroso para el poder, porque puede alimentar un ánimo vindicativo no demasiado diferente al que ha llevado a Trump al poder; sin embargo lo que (el mejor) Podemos propugna nada tiene que ver con la ultraderecha, ni se toca con ella por ningún extremo: una lectura no contaminada de los textos y programas de Podemos, así como un análisis tranquilo de sus orígenes (no tanto algunos gestos, discursos y prácticas), evidencia que lo que Podemos reivindica es democracia política, pacto social y Constitución (o proceso constituyente), es decir, una corrección al alza de la degradación política y la entropía sufridas por el sistema político del 78, que se está llevando por delante al viejo PSOE. No es ni mucho menos una vuelta a la nación identitaria, a la seguridad frente al extranjero o al liderazgo redentor, sino asumir el riesgo de la democracia. Creo que esto puede decirse así, no exactamente para defender a Podemos (que últimamente parece empeñado en defenderse a trincherazos, aceptando el juego de su marginalidad), sino más bien para recuperar lo más saludable de su discurso y significado políticos: si me permiten la licencia, estaríamos defendiendo más que a “Podemos”, a “Podríamos”, es decir, a una socialdemocracia tan dura como consciente de las dificultades, liberada de los dogmas comunistas (no se confundan tales dogmas con el análisis marxista de la realidad) y capaz de oponer resistencia a los intereses elitistas en un forcejeo para el que requeriría altas dosis de energía popular. Añado, con todas mis fuerzas: y sin pretender la construcción de un “nosotros” redentor y éticamente superior por hipótesis, porque entonces sí se aproximaría al populismo purificador.
La respuesta a la demagogia no puede ser la tecnocracia, sino la voluntad política. Ningún antídoto mejor al populismo de pulsiones primarias, aquí y ahora, que la subida de salarios y rentas, el fortalecimiento de derechos, la mejora de las prestaciones públicas pagadas con impuestos, la dignificación del discurso político, la recuperación del proyecto de construcción de la Europa democrática de los derechos humanos tomados en serio, y aquello que hace décadas llamábamos “justicia social” como objetivo político (podemos llamarlo lucha contra la pobreza). No se logrará con editoriales de piel de elefante, ni con la bunkerización del poder, ni con la búsqueda precipitada de liderazgos nuevos extraídos de las lógicas internas de los partidos (caras jóvenes para parecer nuevos): esto sólo servirá para hinchar el globo del populismo purificador, y así hacer inevitable que España llegue con retraso al proceso de descomposición de las democracias liberales que hoy se sufre en otros países en cuyo espejo ya tendríamos que ir mirándonos. Triste sería que cuando allá se haya superado este sarampión, en España estemos en plena infección.
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No es pensable una democracia sin algún grado de demagogia, por la misma razón por la que la libertad de expresión servirá de cauce tanto para la verdad como para la mentira. Los derechos políticos abren espacios formales de participación y de libertad, y llevan dentro el germen de su degradación. La democracia no asegura en absoluto el acierto en las decisiones públicas, porque su valor es procedimental (cómo, quién y cuándo se decide sobre qué), y por tanto neutro (no determina el qué se decide): es claro que sobre un mismo asunto un dictador (golpista o revolucionario) podría tomar una decisión más eficiente que el pueblo en referéndum o mediante sus cámaras de representantes. El pueblo no tiene la obligación de ser sabio o prudente. Lo será o no, pero lo que importa es que es soberano y por tanto no responde ante ninguna instancia superior. Por eso la valoración de un régimen político en función de sus resultados funcionales lleva dentro una perversión: confunde planos distintos. La democracia es superior a la autocracia no porque nos haga más felices ni mejores, sino porque no hay ninguna razón que justifique la atribución a una persona o a un grupo oligárquico del poder de decisión sobre algo que concierne a todos. De igual modo, la libertad de expresión es superior a la censura, incluso aunque el resultado sea el triunfo mediático de una gran memez: exponerse a la libertad y a la democracia es estar dispuesto a perder. De lo que se trata no es de blindar la pureza o la verdad, sino de cómo combatir el vicio y la mentira. En términos políticos el método para seleccionar argumentos no es la ortodoxia, sino el pluralismo, es decir, la libre competencia (de opiniones) en igualdad de condiciones. Esto llama a un combate ideológico que no puede dejar de librarse.
El populismo purificador
Los tres reveses sufridos recientemente por lo políticamente esperable y favorecido por el conjunto de medios influyentes (el Brexit, el no al acuerdo de paz en Colombia y la victoria electoral de Trump en Estados Unidos), y la amenaza real de ascensión al poder de movimientos y fuerzas políticas crecidos dentro de la democracia a caballo del descontento, la inseguridad y el recurso a atajos tan primarios como la identidad nacional, la mano dura y el carisma del líder, son síntomas preocupantes de una degradación demagógica de la democracia a la que, por moda, se le pone la etiqueta de “populista”. Se trata de un riesgo cierto para la misma democracia, porque trae la marca de su simplificación, reduciéndola a una “voluntad popular” libre de procedimientos y equilibrios, como si entre voluntad popular y bien común hubiese una continuidad incontaminada (personificada en el líder) y hubiese que suprimir cualquier mediación (un parlamento, un sistema judicial, una administración reglada por ley, percibidos como carcasas tan aparatosas como ineficientes). Así, las ansias de pureza de una sociedad desarmada, miedosa e infantilizada arrancan de raíz todas las plantas apenas algunas de sus hojas estén enfermas, con el resultado de un campo yermo, sin estorbos para “la virtud” del pueblo bueno.
Es como si de repente una mayoría popular emergente se viera arrastrada por una pulsión “purificadora” y por tanto destructiva, como antesala de una virtud “directa”, libre de los condicionamientos pegajosos de las sociedades complejas. El concepto de legitimación democrática que esgrimen estos movimientos es simplemente electoral: una mayoría debería de poderlo todo, luego cualquier límite a la mayoría sería antidemocrático. El profundo error de estas concepciones democráticas degradadas es que escinden la democracia del marco que la hace posible: las constituciones. Una constitución no es más que la gran regla que atribuye competencias y poderes de decisión blindando, frente incluso al criterio mayoritario, derechos y principios sobre los que no se puede votar, porque protegen derechos y bienes en posición minoritaria que, por mayoría constituyente, habíamos acordado. Por volver a ejemplos conocidos: no sería posible un referéndum sobre la pena de muerte o la tortura, porque sobre la vida y la integridad física del delincuente o del sospechoso no se puede votar, por más que a una inmensa mayoría le apeteciese unirse a la lapidación.
La respuesta “tecnocrática”
Pero si el riesgo de las pulsiones demagógicas y autoritarias surgidas en el seno de la democracia es evidente, no menos preocupante es el modo en que se está reaccionando. Cada vez son más, y más autorizadas, las voces críticas que advierten de que lejos de enfrentarse con lucidez y a largo plazo a este proceso de degradación de la democracia, lo que se está haciendo por parte de los partidos tradicionales es abundar en su deterioro, con una estrategia que alimenta el círculo vicioso. Lo diré a modo de etiqueta: la respuesta a la demagogia populista está siendo la tecnocracia, complementada con políticas represivas de seguridad y con estrategias mediáticas de manipulación. Se defiende el poder adquirido, pero no la democracia.
La tecnocracia no es encomendar a los técnicos las decisiones técnicas. Eso es simplemente sentido común. La tecnocracia es la utilización de la coartada de la complejidad técnica para sustraer a la política (y por tanto a la democracia) ámbitos de decisión que son políticos porque condicionan la suerte de intereses en conflicto. La tecnocracia aparece cuando las élites desconfían de la idoneidad de la democracia para elegir lo que ya han convenido en sus ámbitos privados privilegiados como mejor y más conveniente (para sí mismas en todo caso y, contingentemente, para el interés general). El método no es suprimir las elecciones, sino generar un espacio “técnico” de funcionamiento autónomo, exento de control, a cubierto de las contingencias propiamente políticas, en el que determinados intereses particulares despliegan a sus anchas una estrategia ventajista, lo que de hecho supone una total subordinación de los intereses débiles, es decir, aquellos que en un momento histórico son incapaces de competir con los fuertes. Hay intereses fuertes que no tienen necesidad de políticas activas (les basta la no intromisión), y hay intereses débiles que sí necesitan la acción política, y si no entendemos esto, estaremos pisando un suelo de imágenes ficticias. Cuando hablo de un “espacio de funcionamiento autónomo” y despolitizado no me estoy refiriendo al que quiso preservar el virtuoso liberalismo económico clásico (libertad de intercambios económicos, propiedad privada, iniciativa empresarial y libre competencia dentro de ámbitos políticos y constitucionales bien definidos), sino a sus derivaciones en el ámbito del capitalismo financiero globalizado y desconstitucionalizado (porque ninguna frontera, salvo acaso las de Corea del Norte y similares, pueden sujetarlo eficazmente a un poder superior de naturaleza política).
Esta lógica tecnocrática, parasitaria de la democracia mientras le interese, fortalece a las élites, produce víctimas, invisibiliza alternativas y destruye los pactos sociales. Por eso necesita dos complementos imprescindibles: la seguridad y la manipulación.
Por un lado está la exacerbación de la política de “seguridad ciudadana”, concebida ésta como un estrechamiento de los márgenes de disidencia, a fin de desalentar el ejercicio normal –aunque enérgico– del derecho a la participación política y del derecho a la protesta de las víctimas de la tecnocracia. La técnica es conocida: se tipifican delitos o infracciones administrativas de forma imprecisa, para que así puedan servir en momentos calientes para reprimir desproporcionadamente conductas situadas en la frontera de lo disruptivo.
Por otro lado está la manipulación informativa bien programada en los trasantlánticos de las corporaciones mediáticas, que silencia sistemáticamente versiones de la realidad consideradas heterodoxas, y reduce el pluralismo a una cómoda competencia/alternancia entre las élites al estilo de Schumpeter, a fin de convencer al pueblo de que su menguante bienestar puede quedar más comprometido aún si no se resigna a seguir gobernado por “lo de siempre”.
El discurso de “Podemos” y “Podríamos”
En España, donde afortunadamente no logran cuajar los movimientos de ultraderecha (el Partido Popular puede albergar a algún energúmeno sin que se note demasiado, pero no es un partido de ultraderecha), los excesos retóricos de Podemos sirven de magnífica excusa a los “ortodoxos” para defender al poder establecido de una impertinente intromisión popular. Podemos (o más bien la mejor de sus versiones) trae en sus señas de identidad una reivindicación genuinamente democrática: la desamortización del poder y la recomposición de un pacto social. Porque denuncia la deriva tecnocrática (en el sentido antes indicado), se le arrincona en la etiqueta de populismo (con adjetivos añadidos como bolivariano, perroflautista, visionario, y en el mejor de los casos utópico). Su discurso sobre la “casta” es un discurso peligroso para el poder, porque puede alimentar un ánimo vindicativo no demasiado diferente al que ha llevado a Trump al poder; sin embargo lo que (el mejor) Podemos propugna nada tiene que ver con la ultraderecha, ni se toca con ella por ningún extremo: una lectura no contaminada de los textos y programas de Podemos, así como un análisis tranquilo de sus orígenes (no tanto algunos gestos, discursos y prácticas), evidencia que lo que Podemos reivindica es democracia política, pacto social y Constitución (o proceso constituyente), es decir, una corrección al alza de la degradación política y la entropía sufridas por el sistema político del 78, que se está llevando por delante al viejo PSOE. No es ni mucho menos una vuelta a la nación identitaria, a la seguridad frente al extranjero o al liderazgo redentor, sino asumir el riesgo de la democracia. Creo que esto puede decirse así, no exactamente para defender a Podemos (que últimamente parece empeñado en defenderse a trincherazos, aceptando el juego de su marginalidad), sino más bien para recuperar lo más saludable de su discurso y significado políticos: si me permiten la licencia, estaríamos defendiendo más que a “Podemos”, a “Podríamos”, es decir, a una socialdemocracia tan dura como consciente de las dificultades, liberada de los dogmas comunistas (no se confundan tales dogmas con el análisis marxista de la realidad) y capaz de oponer resistencia a los intereses elitistas en un forcejeo para el que requeriría altas dosis de energía popular. Añado, con todas mis fuerzas: y sin pretender la construcción de un “nosotros” redentor y éticamente superior por hipótesis, porque entonces sí se aproximaría al populismo purificador.
La respuesta a la demagogia no puede ser la tecnocracia, sino la voluntad política. Ningún antídoto mejor al populismo de pulsiones primarias, aquí y ahora, que la subida de salarios y rentas, el fortalecimiento de derechos, la mejora de las prestaciones públicas pagadas con impuestos, la dignificación del discurso político, la recuperación del proyecto de construcción de la Europa democrática de los derechos humanos tomados en serio, y aquello que hace décadas llamábamos “justicia social” como objetivo político (podemos llamarlo lucha contra la pobreza). No se logrará con editoriales de piel de elefante, ni con la bunkerización del poder, ni con la búsqueda precipitada de liderazgos nuevos extraídos de las lógicas internas de los partidos (caras jóvenes para parecer nuevos): esto sólo servirá para hinchar el globo del populismo purificador, y así hacer inevitable que España llegue con retraso al proceso de descomposición de las democracias liberales que hoy se sufre en otros países en cuyo espejo ya tendríamos que ir mirándonos. Triste sería que cuando allá se haya superado este sarampión, en España estemos en plena infección.