En el supermercado hay militantes con pecheras mirando y cuidando precios. La cajera, sin dejar de pasar artículos por el escáner, comenta: “Ojalá encuentren muchos precios altos y los hagan mierda a esos hijos de puta”.
Este episodio, sumariamente relatado el otro día en Twitter, encapsula tres aspectos de esta década futura que nos deja la década pasada.
El primer aspecto es de contexto: la inflación, sin la cual no hablaríamos de subas de precios –al menos no con tanta concentración y vehemencia– es tan protagonista de nuestra historia reciente como su némesis, la dolarización. La crisis de la convertibilidad de 2001 fue en gran medida el efecto secundario y diferido de empastillarse con el dólar para bajar la fiebre de precios. Que después de eliminar la inflación, al costo de una década de convertibilidad coronada por una crisis terminal, la hayamos reciclado en esta reliquia jurásica que despierta este deseo uniformado de vigilar y castigar dice mucho de nuestros problemas de aprendizaje.
El segundo aspecto es de contenido: el revisionismo militante, que atribuye la inflación a “esos hijos de puta”. Lejos de indagar en las raíces familiares de los supermercadistas, la respuesta refleja la victoria cultural (o la derrota cultural, según se mire) de un relato que logró imponer cuentos folclóricos como verdades económicas. ¿Se trata de una conciencia “ganada” en la década pasada, o de una creencia ancestral y latente que la retórica del gobierno sólo legitimó y liberó de prejuicios? ¿Desde cuándo pensamos que el karma de que el desarrollo nos eluda es, parafraseando el eslogan oficial, la culpa del otro? Esta conveniente proyección de responsabilidades (prima cercana de “el mundo se nos cayó encima” o de “la corrupción es un proceso global”) nos condena a una complacencia paralizante. (Aclaremos: decir que la culpa de la inflación es de los formadores de precios –es decir, de las grandes empresas y los grandes sindicatos– es desconocer que no había inflación, pero sí formadores de precios al inicio del gobierno kirchnerista, o que los hay en la mayoría de los países del mundo con baja inflación. Es también desconocer el rol de las políticas públicas, desplazándolo hacia afuera del gobierno: si la inflación no baja, es a pesar de las políticas. La solución: nada de moderación monetaria y manejo de expectativas; palo a los supermercados.)
El tercer aspecto es de registro: con la misma liviandad con la que un troll insulta anónimamente y con muchos signos de admiración en las redes sociales o en los medios digitales, la cajera lo hace, sin inmutarse, en la cara de un perfecto extraño. La respuesta está a un paso del odio propio de un Estado en guerra u ocupación, y hace ruido con un tema tan banal como el aumento del precio de la leche. Pero, sobre todo, cierra toda posibilidad de discusión. Al alejarme de la caja traté de imaginar cuál habría sido la reacción de la cajera si le hubiera mencionado algunos de los puntos de los dos párrafos anteriores: ¿me habría mirado con el mismo afecto con el que recuerda a sus empleadores, me habría identificado con ellos, o con los medios oligopólicos que pregonan estas ideas reaccionarias? ¿Me habría escuchado? (Aclaremos: la lógica amigo-enemigo patrocinada por trasnochados intelectuales de Estado es una relación de equivalencia; algunos de los que putean a los Kirchner probablemente se indignarían, de forma simétrica, ante un pedido de moderación verbal –o al leer esta columna–.)
El episodio nos habla menos de la década pasada que de la futura que empieza cada día; del esfuerzo pedagógico necesario para desandar este camino que hoy nos encuentra atrincherados, discutiendo verdades inventadas a las puteadas. Más allá de las bondades terapéuticas del ocasional brote catártico, para bajar la inflación (y para reparar el resto de los errores que hoy nos alejan del desarrollo) habrá que volver a debatir la realidad sin prejuicios ni agresiones. Bajar un cambio, dejar de agredirnos por dos años. O por diez.
*Economista y escritor.
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Este episodio, sumariamente relatado el otro día en Twitter, encapsula tres aspectos de esta década futura que nos deja la década pasada.
El primer aspecto es de contexto: la inflación, sin la cual no hablaríamos de subas de precios –al menos no con tanta concentración y vehemencia– es tan protagonista de nuestra historia reciente como su némesis, la dolarización. La crisis de la convertibilidad de 2001 fue en gran medida el efecto secundario y diferido de empastillarse con el dólar para bajar la fiebre de precios. Que después de eliminar la inflación, al costo de una década de convertibilidad coronada por una crisis terminal, la hayamos reciclado en esta reliquia jurásica que despierta este deseo uniformado de vigilar y castigar dice mucho de nuestros problemas de aprendizaje.
El segundo aspecto es de contenido: el revisionismo militante, que atribuye la inflación a “esos hijos de puta”. Lejos de indagar en las raíces familiares de los supermercadistas, la respuesta refleja la victoria cultural (o la derrota cultural, según se mire) de un relato que logró imponer cuentos folclóricos como verdades económicas. ¿Se trata de una conciencia “ganada” en la década pasada, o de una creencia ancestral y latente que la retórica del gobierno sólo legitimó y liberó de prejuicios? ¿Desde cuándo pensamos que el karma de que el desarrollo nos eluda es, parafraseando el eslogan oficial, la culpa del otro? Esta conveniente proyección de responsabilidades (prima cercana de “el mundo se nos cayó encima” o de “la corrupción es un proceso global”) nos condena a una complacencia paralizante. (Aclaremos: decir que la culpa de la inflación es de los formadores de precios –es decir, de las grandes empresas y los grandes sindicatos– es desconocer que no había inflación, pero sí formadores de precios al inicio del gobierno kirchnerista, o que los hay en la mayoría de los países del mundo con baja inflación. Es también desconocer el rol de las políticas públicas, desplazándolo hacia afuera del gobierno: si la inflación no baja, es a pesar de las políticas. La solución: nada de moderación monetaria y manejo de expectativas; palo a los supermercados.)
El tercer aspecto es de registro: con la misma liviandad con la que un troll insulta anónimamente y con muchos signos de admiración en las redes sociales o en los medios digitales, la cajera lo hace, sin inmutarse, en la cara de un perfecto extraño. La respuesta está a un paso del odio propio de un Estado en guerra u ocupación, y hace ruido con un tema tan banal como el aumento del precio de la leche. Pero, sobre todo, cierra toda posibilidad de discusión. Al alejarme de la caja traté de imaginar cuál habría sido la reacción de la cajera si le hubiera mencionado algunos de los puntos de los dos párrafos anteriores: ¿me habría mirado con el mismo afecto con el que recuerda a sus empleadores, me habría identificado con ellos, o con los medios oligopólicos que pregonan estas ideas reaccionarias? ¿Me habría escuchado? (Aclaremos: la lógica amigo-enemigo patrocinada por trasnochados intelectuales de Estado es una relación de equivalencia; algunos de los que putean a los Kirchner probablemente se indignarían, de forma simétrica, ante un pedido de moderación verbal –o al leer esta columna–.)
El episodio nos habla menos de la década pasada que de la futura que empieza cada día; del esfuerzo pedagógico necesario para desandar este camino que hoy nos encuentra atrincherados, discutiendo verdades inventadas a las puteadas. Más allá de las bondades terapéuticas del ocasional brote catártico, para bajar la inflación (y para reparar el resto de los errores que hoy nos alejan del desarrollo) habrá que volver a debatir la realidad sin prejuicios ni agresiones. Bajar un cambio, dejar de agredirnos por dos años. O por diez.
*Economista y escritor.
Descubren el búnker de lujo del líder de «Los Monos», una banda narco rosarina
Magdalena de Suecia dio el «sí» con un Valentino
La insólita expulsión de Mario Balotelli (Video)
Susana feliz: su nuevo paraíso uruguayo estará listo en 2014
Al gobernador De la Sota le salió un ‘Lanata’ kirchnerista
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Hace unos días me enteraba en el blog Nada es Gratis de una noticia impresionante: en la primavera del 2012, en medio de la recesión más espantosa de la historia comunitaria, las encuestas del Eurobarómetro indicaban que para los europeos el tema económico más preocupante era la suba de precios y la inflación. Eso cuando la inflación real estaba muy por debajo del 2% anual, el fantasma de la deflación lucía amenazante, y hasta el FMI recomendaba una suba en la inflación como válvula de escape de la crisis. Cualquier estudiante de economía sabe que una inflación del 8% en Alemania sería una bendición para Europa, y sin embargo, no ya los alemanes, sino los europeos en general, se escandalizarían de alguien que propusiera más inflación.
Por eso me parece ingenuo que Levi Yeyati crea que algún esfuerzo pedagógico nos va a hacer discutir este tema racionalmente. Nunca va a ocurrir. La macroeconomía no es obvia y no es una extrapolación de la experiencia personal con las finanzas. Lo que es bueno para cada familia individualmente puede ser muy malo para el país si todos lo hacen.
Esto podría dar pie a una discusión apasionante sobre los límites de los procesos democráticos de decisiones…