Tenemos suficientes indicios del estilo que el presidente Enrique Peña Nieto quiere imprimir a su sexenio. Es un mandatario audaz, sin duda; ambicioso, también, y con innegable oficio político. Pero ¿tiene una vocación democrática? No necesariamente. Aunque tampoco se puede decir (al menos no todavía) que posea un talante autoritario. Es el viejo modelo del PRI con ajustes formales, más que reales, a los nuevos tiempos. Y esto ha quedado más que demostrado en los últimos días.
De la multicitada declaración de Peña Nieto en la conversación organizada por el Fondo de Cultura Económica, cuando minimizó el tema de la corrupción al explicarlo como un asunto cultural, podemos concluir que para el presidente lo que importa es que su proyecto sexenal se puede hacer, como él lo quiere, a la usanza priista de siempre, y con los de siempre.
El presidente ha dejado claro que no va a poner en riesgo su proyecto por hacer caso a los que piden un combate real a la corrupción, por atender a los que claman por una transparencia efectiva, por darle gusto a los que soñaron –ilusos– con órganos reguladores independientes y efectivos.
Y Peña Nieto puede desdeñar los reclamos de combate a la corrupción porque los astros se han alineado en un coyuntura ideal para sus propósitos: por un lado, el común de la gente estaba harta de un país sin conducción clara en 15 años de “democracia y transparencia”; por otra parte, a la élite empresarial tampoco le molesta demasiado un ambiente corrupto que le es más que familiar, y, finalmente, salvo un marginado Andrés Manuel López Obrador no hay hoy una oposición digna de ese nombre.
De ahí que las festivas cifras del Informe de Gobierno apuntalen el discurso que la élite quiere escuchar. Incluso las de la violencia. Porque si en el tema de la inseguridad Michoacán, Guerrero, Tamaulipas, Veracruz y el Estado de México son un infierno, apagar ese infierno no está en el plan de Peña Nieto (porque no pone en riesgo el nuevo aeropuerto, etcétera), y porque no es un reclamo de la élite.
Esa decisión, la de dejar la inseguridad como algo colateral, algo a administrar, puede tener impredecibles consecuencias, pero no es ilógico en términos del plan maestro de Peña, que quiere que se hable de su México en movimiento, y de nada más.
El suyo es un orden cupular. Vamos a mover a México desde arriba, con los de arriba, y principalmente para los de arriba. Para los de abajo, habrá nuevos minicréditos y muchas selfies del presidente. Para los de abajo, la administración de sus problemas y calamidades. Para los de abajo la promesa de que cuando los negocios de los de arriba progresen ellos, en algo, prosperarán. Para los de abajo hay una gendarmería que llega tarde y mal, pero que tranquiliza a los de arriba que descansan en Valle.
En una de esas, el presidente también piensa que la violencia entre los mexicanos es cultural, y que por ende con administrar sus crisis basta. Por eso su desdén a la corrupción y a cosas que no va a poder, y quizá nadie podría, corregir en un sexenio.
Estamos ante el esplendor de un modelo que creará un bosque en Texcoco al tiempo que ha puesto en grave riesgo el del Nevado de Toluca, que ha parido relucientes órganos reguladores… zombies, en el que la economía de los que se estacionan en el Zócalo no tarda en crecer, al tiempo que los de abajo ya no pueden ni circular los sábados.
De la multicitada declaración de Peña Nieto en la conversación organizada por el Fondo de Cultura Económica, cuando minimizó el tema de la corrupción al explicarlo como un asunto cultural, podemos concluir que para el presidente lo que importa es que su proyecto sexenal se puede hacer, como él lo quiere, a la usanza priista de siempre, y con los de siempre.
El presidente ha dejado claro que no va a poner en riesgo su proyecto por hacer caso a los que piden un combate real a la corrupción, por atender a los que claman por una transparencia efectiva, por darle gusto a los que soñaron –ilusos– con órganos reguladores independientes y efectivos.
Y Peña Nieto puede desdeñar los reclamos de combate a la corrupción porque los astros se han alineado en un coyuntura ideal para sus propósitos: por un lado, el común de la gente estaba harta de un país sin conducción clara en 15 años de “democracia y transparencia”; por otra parte, a la élite empresarial tampoco le molesta demasiado un ambiente corrupto que le es más que familiar, y, finalmente, salvo un marginado Andrés Manuel López Obrador no hay hoy una oposición digna de ese nombre.
De ahí que las festivas cifras del Informe de Gobierno apuntalen el discurso que la élite quiere escuchar. Incluso las de la violencia. Porque si en el tema de la inseguridad Michoacán, Guerrero, Tamaulipas, Veracruz y el Estado de México son un infierno, apagar ese infierno no está en el plan de Peña Nieto (porque no pone en riesgo el nuevo aeropuerto, etcétera), y porque no es un reclamo de la élite.
Esa decisión, la de dejar la inseguridad como algo colateral, algo a administrar, puede tener impredecibles consecuencias, pero no es ilógico en términos del plan maestro de Peña, que quiere que se hable de su México en movimiento, y de nada más.
El suyo es un orden cupular. Vamos a mover a México desde arriba, con los de arriba, y principalmente para los de arriba. Para los de abajo, habrá nuevos minicréditos y muchas selfies del presidente. Para los de abajo, la administración de sus problemas y calamidades. Para los de abajo la promesa de que cuando los negocios de los de arriba progresen ellos, en algo, prosperarán. Para los de abajo hay una gendarmería que llega tarde y mal, pero que tranquiliza a los de arriba que descansan en Valle.
En una de esas, el presidente también piensa que la violencia entre los mexicanos es cultural, y que por ende con administrar sus crisis basta. Por eso su desdén a la corrupción y a cosas que no va a poder, y quizá nadie podría, corregir en un sexenio.
Estamos ante el esplendor de un modelo que creará un bosque en Texcoco al tiempo que ha puesto en grave riesgo el del Nevado de Toluca, que ha parido relucientes órganos reguladores… zombies, en el que la economía de los que se estacionan en el Zócalo no tarda en crecer, al tiempo que los de abajo ya no pueden ni circular los sábados.