Se viven días en donde se anuncian retrocesos en el entramado legal e institucional que, gracias a la constante presión de la sociedad civil y los organismos de derechos humanos, permitió el juzgamiento de los acusados de crímenes de lesa humanidad y de actos de terrorismo de estado. La Corte Suprema de la Nación causó un verdadero terremoto político al concederle el beneficio del llamado 2×1 y la liberación a Luis Muiña, un represor civil condenado por secuestros y torturas en el Hospital Posadas; esta decisión abriría potencialmente la puerta a la libertad a más de dos centenares de represores condenados. Pero esta medida forma parte de un clima de época que la excede. Hace meses que escuchamos un discurso que pretende “superar” la búsqueda de justicia mediante la reconciliación. En lo que tal vez sea el acto de mayor perfil público siguiendo esta idea, el Episcopado anunció hace poco que en su primera asamblea plenaria del año, llamaría a la reconciliación y escucharía el testimonio directo de familiares de desaparecidos y de víctimas de organizaciones guerrilleras, para en un futuro avanzar hacia “el diálogo”.
La reconciliación puede que suene bien. El Episcopado, como cualquier grupo de personas que forman una organización de la sociedad civil, es libre de organizar las actividades que desee. Sin embargo, el pensamiento filosófico que subyace al concepto mismo de “terrorismo de estado” y “crímenes de lesa humanidad” vuelve irrelevante, cuando no imposible, la idea de una política pública basada en la reconciliación.
Los crímenes de lesa humanidad son aquellos que afectan, por su gravedad, a la humanidad toda (tal como fue codificado en los juicios de Nuremberg.) El terrorismo de Estado refiere a crímenes realizados por un Estado, de manera sistemática. La diferencia entre un crimen “común” reside en intervención del poder estatal. Esto diferencia un delito común de uno cometido por alguien en tanto empleado del Estado y bajo su orden. Los crímenes cometidos como parte de un plan sistemático de violencia estatal tienen dos aristas que los vuelven distintos: la completa asimetría entre víctimas y perpetradores, y la existencia de un plan sistemático que vuelve criminales a miembros de la burocracia. Por un lado, el poder del Estado es tan grande que se vuelve el único actor social que puede no sólo secuestrar, violar y matar masivamente sino también legislar su propia impunidad. Nadie puede estar a salvo de un estado que afirma que es legal matar bajo su orden, por lo tanto, la violencia estatal es cualitativa y cuantitativamente distinta a la violencia cometida por individuos privados.
Por eso, el concepto mismo de crímenes de lesa humanidad postula que sus “víctimas” no son sólo las personas asesinadas, secuestradas o torturadas sino la sociedad toda y el mismo orden estatal. No hay un sólo culpable, y se daña a toda la comunidad. ¿Con quién debería “reconciliarse” una víctima? ¿Con toda la cadena de mando? ¿Es sólo culpable el que blandió una picana? ¿Qué pasa con el agente de inteligencia o el chofer? ¿Es inocente un general, que dio la orden y nunca se ensució las manos? Más aún, ¿puede “un familiar” perdonar por una víctima asesinada o desaparecida?
No hay simetría entre víctima y victimario porque los crímenes fueron cometido con el poder estatal. Aún los que no fueron directamente asesinados o violados o torturados fueron afectados: todos aquellos que vivían durante 1976 y 1983 sufrieron el daño inmenso que significa vivir bajo un régimen que diseñaba el terror, volvía criminales a sus empleados e imposibilitaba un estado de derecho. Por lo mismo, todos los habitantes argentinos (nacidos antes o después de 1976) tienen interés en que se sienten las bases de un orden legal.
Por supuesto, la posibilidad de la reconciliación privada, en donde una persona decida de manera voluntaria y personal perdonar a otra, siempre existe. Esta reconciliación, religiosa o simplemente humanista, bien puede ser admirable. Sin embargo, la misma es irrelevante para la política, que trata con las consecuencias y causas públicas de los actos de los actos de los hombres y mujeres.
Una última nota personal. Al pensar en esta reconciliación privada, nacida de algo tan personal como el sentimiento religioso, aparecen en la memoria las palabras del obispo Jaime de Nevares o el sacerdote Rubén Capitanio en los años inmediatamente posteriores al retorno democrático. Los recordamos diciendo que la Iglesia Católica no imagina el perdón ni el abrazo conciliatorio sin que exista primero un arrepentimiento sincero por parte de quienes cometieron los crímenes, sumado a un intento de reparar el daño causado. Pero hasta ahora no ha habido por parte de los condenados un pedido público de perdón ni un ofrecimiento aportar información para el esclarecimiento de los destinos de miles de desaparecidos y centenares de hijos e hijas ilegalmente apropiados. Quien solicite reconciliación sin pedir públicamente esto primero está, de hecho, pidiendo otra cosa.
(*) Profesora. Universidad Nacional de Río Negro
La reconciliación puede que suene bien. El Episcopado, como cualquier grupo de personas que forman una organización de la sociedad civil, es libre de organizar las actividades que desee. Sin embargo, el pensamiento filosófico que subyace al concepto mismo de “terrorismo de estado” y “crímenes de lesa humanidad” vuelve irrelevante, cuando no imposible, la idea de una política pública basada en la reconciliación.
Los crímenes de lesa humanidad son aquellos que afectan, por su gravedad, a la humanidad toda (tal como fue codificado en los juicios de Nuremberg.) El terrorismo de Estado refiere a crímenes realizados por un Estado, de manera sistemática. La diferencia entre un crimen “común” reside en intervención del poder estatal. Esto diferencia un delito común de uno cometido por alguien en tanto empleado del Estado y bajo su orden. Los crímenes cometidos como parte de un plan sistemático de violencia estatal tienen dos aristas que los vuelven distintos: la completa asimetría entre víctimas y perpetradores, y la existencia de un plan sistemático que vuelve criminales a miembros de la burocracia. Por un lado, el poder del Estado es tan grande que se vuelve el único actor social que puede no sólo secuestrar, violar y matar masivamente sino también legislar su propia impunidad. Nadie puede estar a salvo de un estado que afirma que es legal matar bajo su orden, por lo tanto, la violencia estatal es cualitativa y cuantitativamente distinta a la violencia cometida por individuos privados.
Por eso, el concepto mismo de crímenes de lesa humanidad postula que sus “víctimas” no son sólo las personas asesinadas, secuestradas o torturadas sino la sociedad toda y el mismo orden estatal. No hay un sólo culpable, y se daña a toda la comunidad. ¿Con quién debería “reconciliarse” una víctima? ¿Con toda la cadena de mando? ¿Es sólo culpable el que blandió una picana? ¿Qué pasa con el agente de inteligencia o el chofer? ¿Es inocente un general, que dio la orden y nunca se ensució las manos? Más aún, ¿puede “un familiar” perdonar por una víctima asesinada o desaparecida?
No hay simetría entre víctima y victimario porque los crímenes fueron cometido con el poder estatal. Aún los que no fueron directamente asesinados o violados o torturados fueron afectados: todos aquellos que vivían durante 1976 y 1983 sufrieron el daño inmenso que significa vivir bajo un régimen que diseñaba el terror, volvía criminales a sus empleados e imposibilitaba un estado de derecho. Por lo mismo, todos los habitantes argentinos (nacidos antes o después de 1976) tienen interés en que se sienten las bases de un orden legal.
Por supuesto, la posibilidad de la reconciliación privada, en donde una persona decida de manera voluntaria y personal perdonar a otra, siempre existe. Esta reconciliación, religiosa o simplemente humanista, bien puede ser admirable. Sin embargo, la misma es irrelevante para la política, que trata con las consecuencias y causas públicas de los actos de los actos de los hombres y mujeres.
Una última nota personal. Al pensar en esta reconciliación privada, nacida de algo tan personal como el sentimiento religioso, aparecen en la memoria las palabras del obispo Jaime de Nevares o el sacerdote Rubén Capitanio en los años inmediatamente posteriores al retorno democrático. Los recordamos diciendo que la Iglesia Católica no imagina el perdón ni el abrazo conciliatorio sin que exista primero un arrepentimiento sincero por parte de quienes cometieron los crímenes, sumado a un intento de reparar el daño causado. Pero hasta ahora no ha habido por parte de los condenados un pedido público de perdón ni un ofrecimiento aportar información para el esclarecimiento de los destinos de miles de desaparecidos y centenares de hijos e hijas ilegalmente apropiados. Quien solicite reconciliación sin pedir públicamente esto primero está, de hecho, pidiendo otra cosa.
(*) Profesora. Universidad Nacional de Río Negro