Respondiendo a una pregunta de Der Spiegel, el expresidente colombiano Álvaro Uribe decía hace unas semanas: “Yo, que tengo mis defectos por mi carnita y mis huesitos, soy un hombre firme y no tramposo”. Si usted no entiende del todo la frase, querido lector, no se preocupe: eso quiere decir que usted ha tenido la fortuna, la infinita fortuna, de mantenerse al margen de este personaje capaz de mezclar, en una misma respuesta, la cursilería hermética y el cinismo rampante. “Soy un hombre firme y no tramposo”, dice Uribe, confiando sin duda en que su interlocutor ignore u olvide ciertos hechos. El hecho, por ejemplo, de que Uribe haya modificado la Constitución colombiana para permitir su propia reelección y los votos definitivos se hayan comprado con notarías. Uno de los votos comprados era el de la congresista Yidis Medina, y es por esto que el escándalo se llamó yidispolítica. Otro de los escándalos que han salpicado al expresidente está relacionado con los viejos vínculos de sus partidarios con el paramilitarismo: esto se ha llamado parapolítica. Puede que Uribe y yo no tengamos la misma definición de lo que es ser tramposo, pero nadie puede negar que su paso por el poder nos ha dejado un idioma enriquecido.
La Administración de Uribe está rodeada de escándalos. En el momento en que escribo, un tribunal ha condenado a la nación colombiana por el espionaje de que fue objeto el presidente de la Corte Suprema de Justicia durante el uribismo: un gigantesco operativo de los servicios de inteligencia cuyo objetivo era acabar con la reputación del magistrado. La inteligencia colombiana también espió ilegalmente a periodistas y a opositores, y la corrupción en sus filas llegó a ser tan generalizada que el organismo fue disuelto, como si se tratara de una pandilla de amotinados, por el presidente que relevó a Uribe. Hace unos días, EL PAÍS publicó un informe detallado sobre los llamados falsos positivos, el caso aberrante de los soldados que, en palabras del artículo, “secuestraban a jóvenes para asesinarlos, luego los vestían como guerrilleros y así cobraban recompensas secretas del Gobierno de Álvaro Uribe”. Hoy día, varios de los aliados incondicionales de Uribe son prófugos de la justicia; otros muchos están en las cárceles colombianas, y es célebre el discurso que Uribe dirigió en 2007 a los congresistas que lo habían apoyado: “Les pido”, dijo, “que mientras no estén en la cárcel, voten los proyectos del Gobierno”.
Visto todo lo anterior, a cualquiera le resultaría difícil comprender la popularidad que sigue manteniendo el expresidente. Pero hay una explicación: tras décadas de atrocidades cometidas por la guerrilla –décadas de terrorismo, secuestros de crueldad inverosímil y minas antipersonales–, los colombianos llegaron a estar muy dispuestos a cerrar los ojos ante los desmanes de Uribe, pues Uribe estaba haciendo retroceder a la guerrilla. Pero ahora, con una guerrilla debilitada que trata de negociar la paz con el Gobierno de Santos en La Habana, Uribe nos ha dado una nueva razón para la perplejidad: acaba de ser elegido para el Senado colombiano. Se ha convertido así en el pionero de una nueva forma de obsesión por el poder, una suerte de síndrome que habrá de ser nombrado por los politólogos (o tal vez los patólogos). Para la opinión colombiana, tanto la que lo apoya como la que se le opone, sus intenciones son claras: sabotear el proceso de paz. Menos mal que es un hombre firme, que no es tramposo. A pesar de su carnita y sus huesitos.
La Administración de Uribe está rodeada de escándalos. En el momento en que escribo, un tribunal ha condenado a la nación colombiana por el espionaje de que fue objeto el presidente de la Corte Suprema de Justicia durante el uribismo: un gigantesco operativo de los servicios de inteligencia cuyo objetivo era acabar con la reputación del magistrado. La inteligencia colombiana también espió ilegalmente a periodistas y a opositores, y la corrupción en sus filas llegó a ser tan generalizada que el organismo fue disuelto, como si se tratara de una pandilla de amotinados, por el presidente que relevó a Uribe. Hace unos días, EL PAÍS publicó un informe detallado sobre los llamados falsos positivos, el caso aberrante de los soldados que, en palabras del artículo, “secuestraban a jóvenes para asesinarlos, luego los vestían como guerrilleros y así cobraban recompensas secretas del Gobierno de Álvaro Uribe”. Hoy día, varios de los aliados incondicionales de Uribe son prófugos de la justicia; otros muchos están en las cárceles colombianas, y es célebre el discurso que Uribe dirigió en 2007 a los congresistas que lo habían apoyado: “Les pido”, dijo, “que mientras no estén en la cárcel, voten los proyectos del Gobierno”.
Visto todo lo anterior, a cualquiera le resultaría difícil comprender la popularidad que sigue manteniendo el expresidente. Pero hay una explicación: tras décadas de atrocidades cometidas por la guerrilla –décadas de terrorismo, secuestros de crueldad inverosímil y minas antipersonales–, los colombianos llegaron a estar muy dispuestos a cerrar los ojos ante los desmanes de Uribe, pues Uribe estaba haciendo retroceder a la guerrilla. Pero ahora, con una guerrilla debilitada que trata de negociar la paz con el Gobierno de Santos en La Habana, Uribe nos ha dado una nueva razón para la perplejidad: acaba de ser elegido para el Senado colombiano. Se ha convertido así en el pionero de una nueva forma de obsesión por el poder, una suerte de síndrome que habrá de ser nombrado por los politólogos (o tal vez los patólogos). Para la opinión colombiana, tanto la que lo apoya como la que se le opone, sus intenciones son claras: sabotear el proceso de paz. Menos mal que es un hombre firme, que no es tramposo. A pesar de su carnita y sus huesitos.