Una de las conquistas que podemos exhibir los argentinos desde 1983 es el pleno ejercicio de la soberanía popular: la posibilidad de que el pueblo elija libremente a sus representantes en elecciones competitivas, que gozan de ciertos presupuestos para asegurar la transparencia del sufragio.
No obstante, hemos sufrido manipulaciones y amenazas a esta garantía básica de cualquier sistema democrático.
Reformas electorales “a medida”, las fraudulentas “testimoniales”, el robo de boletas como práctica sistemática, las “colectoras”, las listas “espejo”, etc.
Existe un fuerte consenso en la totalidad de los partidos no oficialistas y en diversas organizaciones de la sociedad civil en avanzar hacia mecanismos que alejen toda sospecha de fraude y otorguen más poder al ciudadano, como la lista única y el voto electrónico .
El Gobierno, que se niega a considerar esas reformas sustanciales, acaba de remitir al Congreso un proyecto que promueve modificaciones al Código Electoral, en función del cambio del documento necesario para votar, alegando mejoras tecnológicas.
La iniciativa llegó a la Cámara de Diputados el pasado 27 de marzo y, apenas cuarenta y ocho horas más tarde, en reunión conjunta de las comisiones de Asuntos Constitucionales y de Justicia, se emitió dictamen favorable con el exclusivo voto de la mayoría oficialista.
No es serio considerar ninguna ley de ese modo, salvo casos de emergencia manifiesta, que aquí no existen ni han sido siquiera invocados. Pero es aún menos serio y más alejado del espíritu constitucional abordar así un tema vinculado a la materia electoral.
La Constitución Nacional establece que las leyes que regulan esta materia requieren una mayoría calificada, porque las normas electorales integran las grandes reglas del juego democrático, que no deberían modificarse por mayorías circunstanciales, en su provecho, sino surgir del más amplio consenso posible.
El trámite que el oficialismo le ha dado a este proyecto es, pues, una grosera burla a estos nobles propósitos constitucionales . Se hace la venia, se impone el número y se le ofrenda otra ley “exprés” a la primera magistrada.
Pero lo grave es que el proyecto no elimina sino que aumenta las posibilidades de fraude . En efecto, se propone terminar con la facultad de que sufraguen en la misma mesa los fiscales de los partidos políticos. Esto significará dificultar o, en los casos de los partidos más chicos, lisa y llanamente impedir el derecho de controlar los comicios , ya que los fiscales suelen ejercer su función en mesas distintas de aquellas en las que deben votar. Si ya actualmente la fiscalización tiene muchos problemas, con esta modificación – intempestiva e inconsulta- se tornará menos eficaz, lo que afectará la transparencia y la pureza de las elecciones.
El proyecto tampoco contempla ningún mecanismo de control sobre el padrón, donde quedará asentada la emisión del voto. Además, queda a cargo de la reglamentación la constancia de emisión del voto –un elemento sustancial que ley debería prever-, imponiendo a los ciudadanos la carga de custodiar esas constancias.
Esta es una carga del Estado, no de los electores.
El sistema sancionatorio para quienes no cumplan con el deber de sufragar es impreciso, ya que no determina quién aplicará las sanciones ni cómo, lo que favorece la incertidumbre y promueve la arbitrariedad en su aplicación.
Se proyecta, asimismo, la posibilidad de emisión del sufragio con diferentes documentos, pero no se aclara hasta cuándo se admitirá esa coexistencia algo confusa.
Resulta evidente que estas modificaciones al Código Nacional Electoral, antes que evitar, facilitan la comisión de irregularidades.
Si no hay detrás ningún propósito espurio, ¿por qué el apuro? ¿Por qué no contar con la muy calificada opinión de la justicia electoral, de los académicos especializados o de las ONG dedicadas a estos temas? La prepotencia del número excluye el debate, favorece el descrédito del Congreso Nacional y torna más débiles a las instituciones. La actitud del Gobierno alienta las sospechas y, de este modo, erosiona las bases de legitimidad del sistema democrático.
No obstante, hemos sufrido manipulaciones y amenazas a esta garantía básica de cualquier sistema democrático.
Reformas electorales “a medida”, las fraudulentas “testimoniales”, el robo de boletas como práctica sistemática, las “colectoras”, las listas “espejo”, etc.
Existe un fuerte consenso en la totalidad de los partidos no oficialistas y en diversas organizaciones de la sociedad civil en avanzar hacia mecanismos que alejen toda sospecha de fraude y otorguen más poder al ciudadano, como la lista única y el voto electrónico .
El Gobierno, que se niega a considerar esas reformas sustanciales, acaba de remitir al Congreso un proyecto que promueve modificaciones al Código Electoral, en función del cambio del documento necesario para votar, alegando mejoras tecnológicas.
La iniciativa llegó a la Cámara de Diputados el pasado 27 de marzo y, apenas cuarenta y ocho horas más tarde, en reunión conjunta de las comisiones de Asuntos Constitucionales y de Justicia, se emitió dictamen favorable con el exclusivo voto de la mayoría oficialista.
No es serio considerar ninguna ley de ese modo, salvo casos de emergencia manifiesta, que aquí no existen ni han sido siquiera invocados. Pero es aún menos serio y más alejado del espíritu constitucional abordar así un tema vinculado a la materia electoral.
La Constitución Nacional establece que las leyes que regulan esta materia requieren una mayoría calificada, porque las normas electorales integran las grandes reglas del juego democrático, que no deberían modificarse por mayorías circunstanciales, en su provecho, sino surgir del más amplio consenso posible.
El trámite que el oficialismo le ha dado a este proyecto es, pues, una grosera burla a estos nobles propósitos constitucionales . Se hace la venia, se impone el número y se le ofrenda otra ley “exprés” a la primera magistrada.
Pero lo grave es que el proyecto no elimina sino que aumenta las posibilidades de fraude . En efecto, se propone terminar con la facultad de que sufraguen en la misma mesa los fiscales de los partidos políticos. Esto significará dificultar o, en los casos de los partidos más chicos, lisa y llanamente impedir el derecho de controlar los comicios , ya que los fiscales suelen ejercer su función en mesas distintas de aquellas en las que deben votar. Si ya actualmente la fiscalización tiene muchos problemas, con esta modificación – intempestiva e inconsulta- se tornará menos eficaz, lo que afectará la transparencia y la pureza de las elecciones.
El proyecto tampoco contempla ningún mecanismo de control sobre el padrón, donde quedará asentada la emisión del voto. Además, queda a cargo de la reglamentación la constancia de emisión del voto –un elemento sustancial que ley debería prever-, imponiendo a los ciudadanos la carga de custodiar esas constancias.
Esta es una carga del Estado, no de los electores.
El sistema sancionatorio para quienes no cumplan con el deber de sufragar es impreciso, ya que no determina quién aplicará las sanciones ni cómo, lo que favorece la incertidumbre y promueve la arbitrariedad en su aplicación.
Se proyecta, asimismo, la posibilidad de emisión del sufragio con diferentes documentos, pero no se aclara hasta cuándo se admitirá esa coexistencia algo confusa.
Resulta evidente que estas modificaciones al Código Nacional Electoral, antes que evitar, facilitan la comisión de irregularidades.
Si no hay detrás ningún propósito espurio, ¿por qué el apuro? ¿Por qué no contar con la muy calificada opinión de la justicia electoral, de los académicos especializados o de las ONG dedicadas a estos temas? La prepotencia del número excluye el debate, favorece el descrédito del Congreso Nacional y torna más débiles a las instituciones. La actitud del Gobierno alienta las sospechas y, de este modo, erosiona las bases de legitimidad del sistema democrático.