El Gobierno y su política cotidiana: lavarse las manos

30/12/13
Quién se hará cargo de los trece muertos resultantes de los últimos saqueos? El gobierno nacional decididamente no. Si ya evitó poner la cara por las muertes de Once, y antes por las del Parque Indoamericano, y antes por las de Cromañón, señalando con el dedo siempre para otro lado, no es de asombrarse que vuelva a hacerlo. Aunque las circunstancias sean cada vez más difíciles, y la inmoralidad de esquivar el bulto más evidente.
Los festejos por los 30 años de democracia le vinieron, al respecto, como anillo al dedo. De allí que no tuviera para él ningún sentido suspenderlos ni moderarlos.
Le permitían escenificar, bailecito incluido, el argumento según el cual él encarna la paz y la libertad, y en los incendios que asolaban mientras tanto varias ciudades del país se expresaban sus enemigos, los violentos destituyentes.
Aunque para hacerlo haya tenido que invertir otros argumentos que hasta aquí se tenían por esenciales al credo oficial: que detrás de toda protesta social, aun las más violentas y anómicas, hay derechos que los ricos y poderosos pretenden ignorar y el Estado debe proteger, y que detrás de los reclamos por la inseguridad hay siempre una cuota de psicosis promovida por “la derecha”.
Como ya no funciona mucho eso de los agoreros del periodismo que supuestamente causan las malas noticias que comunican (y que según el oficialismo fueran los principales instigadores de los saqueos de un año atrás en Bariloche, el conurbano bonaerense y otras ciudades ), los malos esta vez fueron sobre todo los policías provinciales. Algo que tiene obviamente más sentido: los autoacuartelamientos fueron parte de un juego extorsivo, violaron unas cuantas leyes y en ocasiones estuvieron acompañados de zonas liberadas para delincuentes amigos de los uniformados. Aunque es obvio que destacarlo le sirvió al gobierno para no reconocer la pobreza, los efectos perversos de un discurso sobre la inflación que estigmatiza a comerciantes y empresarios, el sistemático desprecio desde el Estado por la propiedad privada y en general por los derechos del prójimo, el fracaso de las políticas de seguridad , durante diez años sin una sola reforma efectiva de las fuerzas policiales, la irresponsable apuesta por perjudicar a adversarios políticos, su nula capacidad para coordinar iniciativas con los gobernadores y en su propio gabinete, etc.
Lo que es peor, dado el giro argumental con que se redujo la crisis a un exclusivo problema de inseguridad , esos policías denostados por destituyentes al mismo tiempo y paradójicamente fueron reivindicados como imprescindibles garantes del orden. Y tras cartón se los desplegó en todo el país, junto a militares y gendarmes, para evitar que el 19 y 20 sucediera algo aun peor.
La velocidad y frescura con que un gobierno que se pasó diez años negando que existiera algo así como una crisis de inseguridad, se apropió de pronto de los peores argumentos al respecto para reducir el fenómeno social de los saqueos a un mero hecho delictivo necesitaba también de los festejos por los 30 años. Que convocaron a quienes tienen más para festejar por los últimos 10 y han sido sus mejores agentes legitimadores: dirigentes de derechos humanos, artistas, periodistas y jueces militantes, en suma, todo el variopinto mundo progresista que nutre al kirchnerismo de doctrina y relato. Ellos volvieron a combinar fuerzas en los festejos en Plaza de Mayo con los funcionarios kirchneristas que, gracias a su condición peronista, saben por intuición hacer mejor que nadie lo que el progresismo promueve desde las ideas y la moral: lavarse las manos.
Los líderes peronistas, convengamos, han sido siempre muy eficaces en esto de esconderle el bulto a la responsabilidad. Gracias a ello todavía hoy muchos piensan que los desaparecidos de 1975 le pertenecen a los militares de la dictadura, que la hiperinflación de 1990 y 1991 fue también culpa de Alfonsín, que la corrupción de la década que le siguió hay que cargársela a María Julia y el resto del menemismo al FMI, etc.
A este aceitado know how el progresismo aportó, durante la última década, un plus que llevó la lavada de manos a niveles pocas veces vistos. Y es que el progresismo consiste en esencia en la disposición a arrogarse causas nobles , para autodefinirse como súmmum de las buenas intenciones.
Lo que permite a quien esto hace identificar enfrente un mundo poblado de males que se resisten a desaparecer y con los que él no tiene nada que ver.
El progresismo funciona entonces como símil edulcorado de la ética revolucionaria, libre de las incomodidades de un ejercicio indisimulable de la violencia, que supone por lo menos un mínimo compromiso práctico . De allí que atraiga tanto a artistas, intelectuales y demás personajes que viven de exponer lo noble de sus espíritus.
Quien mejor lo expresó el 10 de diciembre fue León Gieco, cuando explicó sus motivos para estar en los festejos, que nada tenían que ver con los crematísticos que le suelen achacar voces opositoras.
Debió ser sincero, pero no pudo evitar dejar a la luz, también, que cuando le conviene la muerte puede serle indiferente . A su cola fueron Zaffaroni, Carlotto y hasta D´Elía, que en su afán por explicitarlo todo, incluido lo que requiere sutilezas para convencer, explicó que los muertos de 2001 eran buenos porque luchaban contra el neoliberalismo y los de esos días no valían nada porque eran sólo chorros. Carlotto quiso edulcorar el mensaje diciendo que estaría bueno si averiguamos quiénes eran y cómo murieron. Pero mejor hacerlo sin mucho barullo, ¿no?

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