Cuando Bartolomé Mitre juró como presidente, el 12 de octubre de 1862, no había en la Argentina una estructura comparable a lo que hoy llamamos Estado nacional. Había, eso sí, un territorio azotado por guerras intestinas, sin medios de transporte ni capacidad productiva y fiscal, con escasísimas instituciones educativas, salvo en algunas provincias, y con un sentido de pertenencia todavía frágil para trascender el ámbito local. Parecía que todo estaba por hacer.
En rigor, como reconocía la Constitución nacional al fin consolidada en 1860, el país no emergía en aquella fecha de la nada porque una red de pactos preexistentes dejaba el rastro de una continuidad de medio siglo de vida independiente. Podríamos añadir, una continuidad típica del siglo XIX, que enlazaba en un mismo escenario la guerra con la deliberación y el consenso. Si la Constitución nacional sobresalía como prenda de unidad y concordia, las batallas que antes y después acompañaron aquel suceso -Caseros, Cepeda, Pavón- daban cuenta de ese atributo hostil de la política.
La presidencia de Mitre, precursora de una larga secuencia que se interrumpiría en 1930, fue un reflejo del tríptico que conformaban las guerras, el ascenso de la paz y el proyecto de poner en marcha una tradición republicana abierta a los valores de libertad y progreso. Al mismo tiempo había que construir el Estado, instaurar la república federal y representativa basada en la soberanía del pueblo e ir formando, por designio del legislador y por desarrollo espontáneo, una sociedad civil apta para legitimar esas dos instituciones arquetípicas de los tiempos modernos. La meta de un Estado republicano se recortaba al fin en el horizonte.
Nada en la historia está predeterminado al modo de una profecía. Pero la confianza de Mitre, a la vez hombre de Estado e historiador, en una Argentina destinada a consumar su inevitable destino republicano jamás flaqueó y menos en aquel momento inaugural de 1862. Tenía seis años por delante, afincados en el apoyo unánime de los miembros que integraron las Juntas de Electores y de una mayoría en el Congreso que no tardó en mostrar fisuras: ¿eran acaso suficientes estos resortes para llevar a cabo una reorganización completa del Poder Judicial y de los liderazgos, nuevos y antiguos, que se destacaban en las provincias?
En semejante contexto, tres grandes cuestiones dominaron la presidencia de Mitre. La primera fue de naturaleza programática. La Constitución de 1853-60 era en efecto un programa, el ambicioso punto de partida que Mitre compartía con Alberdi pese a las hondas discrepancias que los distanciaban. Hasta el 10 de junio de 1865 en que delegó el mando en el vicepresidente Marcos Paz, la política fiscal que comenzaba a nutrirse de los recursos nacionalizados de la aduana del puerto de Buenos Aires alentó el desarrollo educativo. Sin discriminar entre amigos y adversarios, el presidente convocó a la inteligencia para poner en marcha el proyecto de la Constitución. En marzo de 1865 nombró a Juan M. Gutiérrez, José B. Gorostiaga, Juan Thomson, Amédée Jacques y Alberto Laroque para elaborar un plan general de estudios con alcance nacional. El propósito común de la ilustración reunía a los hombres de Buenos Aires y de la Confederación que había presidido Justo José de Urquiza. Se fundaron colegios nacionales para la enseñanza media en Buenos Aires, Catamarca, Salta, Tucumán y Mendoza, además del establecido anteriormente por Urquiza en Concepción del Uruguay. Un exiliado republicano francés, el ya citado Amédée Jacques, fue el primer rector del Colegio de Buenos Aires.
Asimismo, el Congreso -cuyo flamante edificio fue inaugurado en 1864- sancionó el Código de Comercio y se encomendaron los códigos civil, penal y de procedimientos. Inaugurado el ramal a San Fernando, se otorgó la concesión del ferrocarril de Rosario a Córdoba. «Caminos de fierro», como entonces se decía, líneas de telégrafo y oficinas de correos para que circularan libremente personas, cosas y palabras.
La segunda cuestión fue de carácter institucional. El gobierno nacional no pudo federalizar la ciudad de Buenos Aires y una parte del territorio circundante para establecer allí la capital de la República debido a la exitosa oposición de los seguidores de Adolfo Alsina. Suena paradójico: Mitre, el porteño por antonomasia frente al resto del país, no logró doblegar a la provincia en la cual había emprendido, desde 1852, su fulgurante carrera. Le falló la Legislatura bonaerense, que no consintió la cesión del territorio previsto en la ley de federalización.
El localismo seguía pues vetando la voluntad unificadora del presidente. Merced a un compromiso, el gobierno nacional residió en la ciudad de Buenos Aires sin que ella quedase bajo su control directo. Paralelamente, en el resto de las provincias, con excepción de Entre Ríos y Santiago del Estero, se produjeron violentas insurrecciones que fueron reprimidas por el ejército nacional. Ocaso de los caudillos -Peñaloza, Saá, Varela, entre otros- y de las rebeliones que cundieron en el Nordeste entre llanos y montañas.
Algunos de estos movimientos sucedieron luego de que sobrevino la guerra con el Paraguay. Ésta fue la tercera cuestión dominante que partió la presidencia de Mitre en dos partes: la primera, guiada por las promesas del desenvolvimiento pacífico; la segunda, por la servidumbre de una gran guerra en cuanto a los recursos fiscales puestos en juego y al tremendo costo en vidas humanas. En abril de 1865, debido a la invasión de la provincia de Corrientes por las tropas de Francisco Solano López, que de este modo forzaba su marcha hacia el Brasil, el gobierno argentino declaró la guerra al Paraguay y decretó el estado de sitio.
Con la firma del tratado de la Triple Alianza con la República Oriental del Uruguay y el Imperio del Brasil, el presidente Mitre fue designado general en jefe del ejército aliado. Recién volvería a ejercer el cargo de presidente en 1867, para enfrentar las rebeliones del interior y en 1868 debido al fallecimiento del vicepresidente. La guerra siguió su curso hasta 1870 y afianzó con la victoria aliada la soberanía territorial del Estado.
Lo notable del caso es que, pese al fardo de la guerra y a los duros enfrentamientos internos, el debate republicano fue ampliando el espacio de la opinión pública. Este estilo ya se había sembrado en el Estado de Buenos Aires, luego de la caída de Rosas, y en el periodismo de la Confederación. Fue una fecunda confluencia de discursos y movilizaciones, de contrapuntos en una vibrante prensa escrita, de trabajo parlamentario y legislación. La participación cívica alentó en Buenos Aires el desenvolvimiento de un protosistema bipartidista de mitristas y alsinistas.
La garantía de una justicia independiente, a partir de la integración en octubre de 1862 de la Corte Suprema de Justicia, fue el eficaz soporte de esas libertades, tanto como la idea de que la alternancia entre presidentes cada seis años era la pieza maestra para respaldar con hechos tangibles esa república presentida mediante la letra de escritores y publicistas. En 1868, cuando Mitre cedió el paso a la fórmula sucesora de Sarmiento-Adolfo Alsina, el país franqueó un umbral decisivo: las instituciones sobrevivían a sus fundadores al paso que éstos, en la figura de Mitre, aceptaban el triunfo de un opositor como Alsina.
En un terreno minado por furias y pasiones se abrían paso las razones de una ley que limitaba la ambición de los dirigentes. Todos se sometieron a esa regla fundamental. Tal vez haya sido éste el legado más precioso de una experiencia antigua y no por eso menos novedosa.
© LA NACION.
En rigor, como reconocía la Constitución nacional al fin consolidada en 1860, el país no emergía en aquella fecha de la nada porque una red de pactos preexistentes dejaba el rastro de una continuidad de medio siglo de vida independiente. Podríamos añadir, una continuidad típica del siglo XIX, que enlazaba en un mismo escenario la guerra con la deliberación y el consenso. Si la Constitución nacional sobresalía como prenda de unidad y concordia, las batallas que antes y después acompañaron aquel suceso -Caseros, Cepeda, Pavón- daban cuenta de ese atributo hostil de la política.
La presidencia de Mitre, precursora de una larga secuencia que se interrumpiría en 1930, fue un reflejo del tríptico que conformaban las guerras, el ascenso de la paz y el proyecto de poner en marcha una tradición republicana abierta a los valores de libertad y progreso. Al mismo tiempo había que construir el Estado, instaurar la república federal y representativa basada en la soberanía del pueblo e ir formando, por designio del legislador y por desarrollo espontáneo, una sociedad civil apta para legitimar esas dos instituciones arquetípicas de los tiempos modernos. La meta de un Estado republicano se recortaba al fin en el horizonte.
Nada en la historia está predeterminado al modo de una profecía. Pero la confianza de Mitre, a la vez hombre de Estado e historiador, en una Argentina destinada a consumar su inevitable destino republicano jamás flaqueó y menos en aquel momento inaugural de 1862. Tenía seis años por delante, afincados en el apoyo unánime de los miembros que integraron las Juntas de Electores y de una mayoría en el Congreso que no tardó en mostrar fisuras: ¿eran acaso suficientes estos resortes para llevar a cabo una reorganización completa del Poder Judicial y de los liderazgos, nuevos y antiguos, que se destacaban en las provincias?
En semejante contexto, tres grandes cuestiones dominaron la presidencia de Mitre. La primera fue de naturaleza programática. La Constitución de 1853-60 era en efecto un programa, el ambicioso punto de partida que Mitre compartía con Alberdi pese a las hondas discrepancias que los distanciaban. Hasta el 10 de junio de 1865 en que delegó el mando en el vicepresidente Marcos Paz, la política fiscal que comenzaba a nutrirse de los recursos nacionalizados de la aduana del puerto de Buenos Aires alentó el desarrollo educativo. Sin discriminar entre amigos y adversarios, el presidente convocó a la inteligencia para poner en marcha el proyecto de la Constitución. En marzo de 1865 nombró a Juan M. Gutiérrez, José B. Gorostiaga, Juan Thomson, Amédée Jacques y Alberto Laroque para elaborar un plan general de estudios con alcance nacional. El propósito común de la ilustración reunía a los hombres de Buenos Aires y de la Confederación que había presidido Justo José de Urquiza. Se fundaron colegios nacionales para la enseñanza media en Buenos Aires, Catamarca, Salta, Tucumán y Mendoza, además del establecido anteriormente por Urquiza en Concepción del Uruguay. Un exiliado republicano francés, el ya citado Amédée Jacques, fue el primer rector del Colegio de Buenos Aires.
Asimismo, el Congreso -cuyo flamante edificio fue inaugurado en 1864- sancionó el Código de Comercio y se encomendaron los códigos civil, penal y de procedimientos. Inaugurado el ramal a San Fernando, se otorgó la concesión del ferrocarril de Rosario a Córdoba. «Caminos de fierro», como entonces se decía, líneas de telégrafo y oficinas de correos para que circularan libremente personas, cosas y palabras.
La segunda cuestión fue de carácter institucional. El gobierno nacional no pudo federalizar la ciudad de Buenos Aires y una parte del territorio circundante para establecer allí la capital de la República debido a la exitosa oposición de los seguidores de Adolfo Alsina. Suena paradójico: Mitre, el porteño por antonomasia frente al resto del país, no logró doblegar a la provincia en la cual había emprendido, desde 1852, su fulgurante carrera. Le falló la Legislatura bonaerense, que no consintió la cesión del territorio previsto en la ley de federalización.
El localismo seguía pues vetando la voluntad unificadora del presidente. Merced a un compromiso, el gobierno nacional residió en la ciudad de Buenos Aires sin que ella quedase bajo su control directo. Paralelamente, en el resto de las provincias, con excepción de Entre Ríos y Santiago del Estero, se produjeron violentas insurrecciones que fueron reprimidas por el ejército nacional. Ocaso de los caudillos -Peñaloza, Saá, Varela, entre otros- y de las rebeliones que cundieron en el Nordeste entre llanos y montañas.
Algunos de estos movimientos sucedieron luego de que sobrevino la guerra con el Paraguay. Ésta fue la tercera cuestión dominante que partió la presidencia de Mitre en dos partes: la primera, guiada por las promesas del desenvolvimiento pacífico; la segunda, por la servidumbre de una gran guerra en cuanto a los recursos fiscales puestos en juego y al tremendo costo en vidas humanas. En abril de 1865, debido a la invasión de la provincia de Corrientes por las tropas de Francisco Solano López, que de este modo forzaba su marcha hacia el Brasil, el gobierno argentino declaró la guerra al Paraguay y decretó el estado de sitio.
Con la firma del tratado de la Triple Alianza con la República Oriental del Uruguay y el Imperio del Brasil, el presidente Mitre fue designado general en jefe del ejército aliado. Recién volvería a ejercer el cargo de presidente en 1867, para enfrentar las rebeliones del interior y en 1868 debido al fallecimiento del vicepresidente. La guerra siguió su curso hasta 1870 y afianzó con la victoria aliada la soberanía territorial del Estado.
Lo notable del caso es que, pese al fardo de la guerra y a los duros enfrentamientos internos, el debate republicano fue ampliando el espacio de la opinión pública. Este estilo ya se había sembrado en el Estado de Buenos Aires, luego de la caída de Rosas, y en el periodismo de la Confederación. Fue una fecunda confluencia de discursos y movilizaciones, de contrapuntos en una vibrante prensa escrita, de trabajo parlamentario y legislación. La participación cívica alentó en Buenos Aires el desenvolvimiento de un protosistema bipartidista de mitristas y alsinistas.
La garantía de una justicia independiente, a partir de la integración en octubre de 1862 de la Corte Suprema de Justicia, fue el eficaz soporte de esas libertades, tanto como la idea de que la alternancia entre presidentes cada seis años era la pieza maestra para respaldar con hechos tangibles esa república presentida mediante la letra de escritores y publicistas. En 1868, cuando Mitre cedió el paso a la fórmula sucesora de Sarmiento-Adolfo Alsina, el país franqueó un umbral decisivo: las instituciones sobrevivían a sus fundadores al paso que éstos, en la figura de Mitre, aceptaban el triunfo de un opositor como Alsina.
En un terreno minado por furias y pasiones se abrían paso las razones de una ley que limitaba la ambición de los dirigentes. Todos se sometieron a esa regla fundamental. Tal vez haya sido éste el legado más precioso de una experiencia antigua y no por eso menos novedosa.
© LA NACION.