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Sábado 23 de febrero de 2013 | Publicado en edición impresa
Por Eduardo Fidanza | Para LA NACION
El ciclo de ascenso, apogeo y declinación está firmemente inscripto en la experiencia vital de las personas y las sociedades. Es un dato ineludible, del que no se puede escapar. Está más allá de las ideologías y las cosmovisiones. La historia, la literatura y el cine dan cuenta de esta realidad a través del nombre dado a muchas de sus creaciones. Así, expresiones como la caída del Imperio Romano, la ascensión del fascismo, el crepúsculo de los dioses o el otoño de la Edad Media condensan el relato del auge y el ocaso de los asuntos humanos. Sin embargo, el poder político suele contraponer sueños de perpetuación al inexorable devenir. Es una reacción típica y universal que Shakespeare, entre otros, ha narrado con maestría insuperable.
La reflexión viene al caso porque día tras día se acumulan evidencias, por una parte, de la declinación del régimen político y económico que ha gobernado el país durante más de una década. Y por otra, de la resistencia cerril de las autoridades a aceptar este hecho, al que responden con dogmatismo y planes, más o menos confesos, de perduración.
Acaso pueda describirse este proceso de deterioro a través de cuatro momentos: el efecto de las políticas inconsistentes, la respuesta dogmática a los problemas, la crisis de confianza y la fuga hacia adelante.
En primer lugar, las consecuencias de las políticas erradas están a la vista. Se extienden y multiplican, convirtiéndose en una jaula que encierra y asfixia al Gobierno. Tal vez como un individuo que tuvo muchas ideas creativas, pero no supo renunciar a ninguna, el kirchnerismo original se propuso simultáneamente mejorar los salarios públicos y privados, fomentar el consumo, atender las emergencias sociales, preservar los superávits fiscal y comercial, acumular divisas y alentar las inversiones de corto plazo. Consumo, expansión del gasto público y mercado interno fueron los baluartes para reconstruir la economía y la sociedad. En el empeño, se desestimó el aumento de los costos laborales, los requerimientos de energía e infraestructura y el equilibrio entre consumo, gasto e inversión. El resultado lo estamos padeciendo: inflación creciente, desaceleración del producto, preservación de los saldos comercial y financiero con alto costo para el desenvolvimiento fluido de la economía y la confianza de inversores y consumidores.
En segundo lugar, asistimos a la respuesta dogmática a los problemas. El modo de replicar de este gobierno evoca los tics de la mala ancianidad: prohibiciones, invectivas morales, desconfianza en lo nuevo, aferramiento a las antiguas recetas. En esa insensatez el kirchnerismo tardío no es original. En la década del 80 se respondió al ocaso del austral con más austral; en la del 90, con más convertibilidad a la malherida equivalencia entre el peso y el dólar. En esta línea de continuidad, el régimen actual aporta novedades propias de sus señas de identidad: amenazas más o menos explícitas, ideología recalentada, cepos y controles dignos de la meticulosidad inútil de Funes el Memorioso.
En tercer lugar, existe una crisis de confianza en la política económica oficial. La respuesta social al control de precios es inequívoca: casi dos tercios de la población considera que la medida es inútil o poco útil y que los supermercados no la cumplirán. Por otra parte, aproximadamente la mitad cree que el aumento de salarios acordado en las paritarias será menor que la inflación. Contrariando el discurso oficial, los argentinos proyectan una inflación de alrededor del 30% para 2013 y sigue cayendo la confianza del consumidor.
El salto hacia adelante es, por último, el recurso del poder ante sus límites. Una presidenta eterna, en la imaginación de los más obsecuentes; una estrategia de instauración del modelo por muchos años, en la de los más aventurados. Quizás estos sueños no adviertan que toda decadencia política en democracia conlleva una transformación progresiva de la legitimidad en puro poder. Es decir: cuando flaquea la capacidad de convencer, se recurre a la fuerza. En esta fase, los gobiernos truecan seducción por imposición. En esas condiciones es difícil perpetuarse.
La declinación de la estrella requiere lucidez. Tanto para las personas como para los gobiernos. La política ofrece nuevas oportunidades a los que son mesurados y aceptan los límites de su vigencia. Pero depende del modo en que los dirigentes hayan planteado su praxis. Acaso el todo o nada kirchnerista no sea un buen abrigo cuando llega el otoño.
© LA NACION.
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El ciclo de ascenso, apogeo y declinación está firmemente inscripto en la experiencia vital de las personas y las sociedades. Es un dato ineludible, del que no se puede escapar. Está más allá de las ideologías y las cosmovisiones. La historia, la literatura y el cine dan cuenta de esta realidad a través del nombre dado a muchas de sus creaciones. Así, expresiones como la caída del Imperio Romano, la ascensión del fascismo, el crepúsculo de los dioses o el otoño de la Edad Media condensan el relato del auge y el ocaso de los asuntos humanos. Sin embargo, el poder político suele contraponer sueños de perpetuación al inexorable devenir. Es una reacción típica y universal que Shakespeare, entre otros, ha narrado con maestría insuperable.
La reflexión viene al caso porque día tras día se acumulan evidencias, por una parte, de la declinación del régimen político y económico que ha gobernado el país durante más de una década. Y por otra, de la resistencia cerril de las autoridades a aceptar este hecho, al que responden con dogmatismo y planes, más o menos confesos, de perduración.
Acaso pueda describirse este proceso de deterioro a través de cuatro momentos: el efecto de las políticas inconsistentes, la respuesta dogmática a los problemas, la crisis de confianza y la fuga hacia adelante.
En primer lugar, las consecuencias de las políticas erradas están a la vista. Se extienden y multiplican, convirtiéndose en una jaula que encierra y asfixia al Gobierno. Tal vez como un individuo que tuvo muchas ideas creativas, pero no supo renunciar a ninguna, el kirchnerismo original se propuso simultáneamente mejorar los salarios públicos y privados, fomentar el consumo, atender las emergencias sociales, preservar los superávits fiscal y comercial, acumular divisas y alentar las inversiones de corto plazo. Consumo, expansión del gasto público y mercado interno fueron los baluartes para reconstruir la economía y la sociedad. En el empeño, se desestimó el aumento de los costos laborales, los requerimientos de energía e infraestructura y el equilibrio entre consumo, gasto e inversión. El resultado lo estamos padeciendo: inflación creciente, desaceleración del producto, preservación de los saldos comercial y financiero con alto costo para el desenvolvimiento fluido de la economía y la confianza de inversores y consumidores.
En segundo lugar, asistimos a la respuesta dogmática a los problemas. El modo de replicar de este gobierno evoca los tics de la mala ancianidad: prohibiciones, invectivas morales, desconfianza en lo nuevo, aferramiento a las antiguas recetas. En esa insensatez el kirchnerismo tardío no es original. En la década del 80 se respondió al ocaso del austral con más austral; en la del 90, con más convertibilidad a la malherida equivalencia entre el peso y el dólar. En esta línea de continuidad, el régimen actual aporta novedades propias de sus señas de identidad: amenazas más o menos explícitas, ideología recalentada, cepos y controles dignos de la meticulosidad inútil de Funes el Memorioso.
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El salto hacia adelante es, por último, el recurso del poder ante sus límites. Una presidenta eterna, en la imaginación de los más obsecuentes; una estrategia de instauración del modelo por muchos años, en la de los más aventurados. Quizás estos sueños no adviertan que toda decadencia política en democracia conlleva una transformación progresiva de la legitimidad en puro poder. Es decir: cuando flaquea la capacidad de convencer, se recurre a la fuerza. En esta fase, los gobiernos truecan seducción por imposición. En esas condiciones es difícil perpetuarse.
La declinación de la estrella requiere lucidez. Tanto para las personas como para los gobiernos. La política ofrece nuevas oportunidades a los que son mesurados y aceptan los límites de su vigencia. Pero depende del modo en que los dirigentes hayan planteado su praxis. Acaso el todo o nada kirchnerista no sea un buen abrigo cuando llega el otoño.
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