El país convertido en principado

Hace medio siglo, entre 1961 y 1965, Bertrand de Jouvenel escribió varias reflexiones de buen valor predictivo. El asunto, de interés sobresaliente para aquel sabio espectador del siglo XX, consistía en el mayúsculo crecimiento de los aparatos administrativos y técnicos de los Poderes Ejecutivos en detrimento del poder radicado, según la vieja usanza, en los Parlamentos.
Ese fenómeno, si bien novedoso en Europa occidental y en los Estados Unidos, tenía antecedentes lejanos que se remontaban a las vicisitudes de la república romana, una vez convertida en Imperio y, desde luego, al largo desenvolvimiento de las monarquías hereditarias. En algunas de esas formas de gobierno, el personalismo incrustado en el poder y la centralización del Estado, que aparejaba dicha experiencia, contaban a su favor con el apoyo de la mayoría y, por ende, del aliento popular.
A juicio de Bertrand de Jouvenel, estas eran también las líneas directrices de los principados contemporáneos, es decir, de todos aquellos regímenes en los cuales el cuerpo político está regido por una sola cabeza. Una cabeza, se entiende, que poco tiene que ver con un monarca pasivo y distante, animado por el estilo de un árbitro antes que por el de un incesante ejecutor. En el caso de esos principados, la acción diaria, traducida en decisiones que prácticamente no se discuten en los Parlamentos, es uno de los factores que mejor ponen de relieve ese carácter tan dominante como sorpresivo.
Dada esa estructura, para que un principado se destaque sobre el paisaje histórico son además necesarias dos condiciones complementarias. La primera alude a una sociedad que ha soportado los desaires de la fortuna y el fracaso de los gobernantes. Entonces, como apuntaba Luis Napoleón Bonaparte en 1839: «Cuanto más la opinión pública había previamente reclamado el debilitamiento del poder, porque lo creía hostil, tanto más se prestaba a reforzarlo, desde que lo veía como tutelar y reparador».
La combinación entre, por un lado, la reparación de los desastres del pasado y, por otro, la tutela que merece una herencia recibida formada por sectores sociales débiles y desprotegidos, convierte al principado en un fiscal que combate a los enemigos y, al mismo tiempo, en un padre (o una madre) que, con sentido de justicia, cuida a su pueblo.
Esta doble orientación -la flamígera del combatiente y la pastoral del protector- no requiere una transformación profunda de las instituciones formales de la Constitución; como ocurrió hace algo más de un milenio en la república romana al influjo del ascenso de Octavio (luego el emperador Augusto), tan sólo basta con vaciarlas de contenido. El contraste entre lo ostensible y lo que se incuba tras el montaje de comunicación de un gobernante en contacto directo con el pueblo, sin mediaciones ni trámites engorrosos, es otra de las condiciones para que el principado se instale en las creencias sociales y pueda sobrevivir en su lucha contra enemigos reales o imaginarios.
Los pronósticos de la teoría política están cargados de incertidumbre. El autor que hoy recordamos tenía en mira, como hemos visto, a las democracias occidentales. A la vista de las tribulaciones que hoy azotan a Obama, a Merkel, a Cameron o a Sarkozy (ni hablar de los jefes de gobierno de España, Italia, Portugal o Grecia) el argumento de los principados tiene aire anacrónico. Los trances que ahora padecen esos presidentes, primeros ministros y jefes de gobierno reproducen más bien la imagen de unos gigantes atados de pies y manos frente a las crisis fiscales y de endeudamiento, a Congresos díscolos como en los Estados Unidos, o a procesos de integración dotados de reglas inadaptadas para navegar en la tormenta.
Si bien no podríamos decir lo mismo cuando se trata de hacer la guerra, en Irak o en Libia, la suma de dificultades es poco congruente con la silueta que hemos destacado de los principados contemporáneos. Empero, no sólo las ideas y la información viajan de un punto a otro del planeta; también lo hacen los escenarios políticos. Mientras los principados parecen caducar en Medio Oriente, en una porción de América latina gozan de excelente salud.
No hay duda de que en nuestra región sopla a favor el viento de una historia de dos siglos. La tradición de los principados es tan antigua entre nosotros como la tradición republicana. Nacieron juntas: legisladores y caudillos, guerreros, curas y laicos, como si la figura de Bolívar, a la vez príncipe y repúblico, hiciera las veces de un paradigma persistente. Tarde o temprano, el principado reaparece sin llegar a cubrir por entero, claro está, esa vasta geografía.
Es que, en verdad, más allá de los torneos declamatorios y de la formación de un convivente concierto de naciones, la democracia latinoamericana se bifurca hacia otro lado cuando el principado se imposta sobre las instituciones existentes y las va trastocando a medida que disminuye el peso de las oposiciones. El principado, en efecto, siempre está presente en acto. Las oposiciones, por su parte, hacen lo mismo, pero en un plano expresivo que, a ojos de los electorados, no parece tener por ahora mayor relevancia.
En buena medida, este es el espejo en que hoy se reflejan Venezuela, la Argentina, Ecuador y Nicaragua. Conste que no nos referimos a la política exterior, un campo en el cual la Argentina adopta una política contraria a la de estos países con respecto a Irán y a los Estados Unidos. A lo que nos referimos es a la personalización del poder, a la supremacía del Poder Ejecutivo sobre los otros poderes constitucionales y a la génesis y desarrollo de una ideología legitimadora apuntalada por la propaganda y la publicidad oficial.
De estos rasgos se deriva la propensión al reeleccionismo. Venezuela, Ecuador y Nicaragua son reeleccionistas. La razón del reeleccionismo está inscripta en el principado, del mismo modo como la razón no reeleccionista está inscripta en las democracias latinoamericanas que han prestado oídos sordos a semejante tradición. Como se dijo en Brasil, en un registro que compartieron Fernando Henrique Cardoso y Lula, más de dos períodos presidenciales consecutivos equivalen a monarquía. En Brasil, en Uruguay, en Chile o en Colombia, el reeleccionismo está acotado a un período consecutivo o mediando el intervalo de un período. Cuando predomina un partido o una coalición, la rotación de presidentes es un hecho normal, incorporado al ordenamiento constitucional y que responde al apoyo electoral de que gozan esas gestiones de gobierno.
Muy distinta es la situación donde las pasiones, a favor o en contra, se concentran en unos príncipes reeleccionistas empeñados en combatir toda suerte de confabulaciones. Una persona, una cabeza, un destino: los principados tiene nombre y apellido. Por eso el reeleccionismo es una variable decisiva para entender los diferentes tipos de democracia, en cuanto a su origen y ejercicio, hoy vigentes en América latina. Desde otro punto de vista, como señalamos en tiempos de Menem durante los prósperos años de la convertibilidad, esta es la paradoja del éxito económico. En ciertos países, la prosperidad ayuda a consolidar las instituciones políticas; en otros, en cambio, las desestabiliza.
No sabemos todavía, recién comienza un período presidencial, si el reeleccionismo reaparecerá en nuestro país. Hay mucho terreno por recorrer, pero si vuelve a la palestra, ya sea mediante una reforma del régimen presidencial o introduciendo en el debate la novedad de un régimen parlamentario (no olvidemos que el «sultanato» de Berlusconi, como se lo llamó en Italia, se vació en un molde parlamentario), el principado habrá de adquirir su forma más acabada.
© LA NACION.

Acerca de Nicolás Tereschuk (Escriba)

"Escriba" es Nicolás Tereschuk. Politólogo (UBA), Maestría en Sociologìa Económica (IDAES-UNSAM). Me interesa la política y la forma en que la política moldea lo económico (¿o era al revés?).

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3 comentarios en «El país convertido en principado»

  1. es muy claro que está hablando del principado autónomo de buenos aires y del vetador serial que la «gobierna».

  2. Para entender mejor a lo que se refiere Natalio Botana, se hace imprescindible la lectura de sus libros:
    -El orden conservador. La política argentina entre 1880 y 1916.
    -La tradición republicana. Alberdi, Sarmiento y las ideas políticas de su tiempo.
    Especialmente es interesante del último, el análisis del pensamiento de Alexis de Tocqueville sobre el futuro de la democracia, cuando afirma que «Pertenece a la esencia misma de los gobiernos democráticos el que el imperio de las mayorías sea en ello absoluto; pues fuera de las mayorías en la democracia, no hay nada que resista(..)y cuando ha decidido una cuestión no hay, por así decirlo, obstáculo que pueda, no ya detener, sino ni siquiera retardar su marcha y darle tiempo para escuchar las quejas de aquellos a quienes aplasta a su paso (…) Así que cuando veo conceder el derecho y la facultad de hacerlo todo a un poder cualquiera, llámese pueblo o rey, democracia o aristocracia, ya se ejerza en una monarquía o en una república, digo: he ahí el germen de la tiranía, y procuro irme a vivir bajo otras leyes.”.- (págs. 186 y sgts. de la edic. de Sudamericana. Bs. As. 1997.
    Eso me hace recordar que pareciere que cuando el congreso sanciona una ley, ya nada se puede hacer, ignorando las facultades de control que sobre las mismas tiene la justicia y apareciendo así el coro de funcionarios a quejarse de los jueces.

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