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Sábado 15 de junio de 2013 | Publicado en edición impresa
Por Eduardo Fidanza | Para LA NACION
La intención del Gobierno de introducir cambios en la Justicia, con el objetivo, según su terminología, de democratizarla, condujo al debate político a cuestiones de fondo, inherentes a la propia naturaleza del sistema democrático. Es una controversia dura y difícil de desentrañar por muchos motivos, entre los que deben distinguirse cuestiones histórico-culturales e intereses candentes de poder. En ese marco, la administración de justicia se convierte en el objeto de la batalla inmediata y la interpretación de la historia, en el trasfondo de una lucha de largo plazo, donde los adversarios buscan dirimir la identidad de la nación.
El debate se formula en estos términos: para unos, la esencia de la democracia pasa por la división y autonomía de los poderes del Estado; para otros, se cifra exclusivamente en la voluntad popular, cuyo veredicto, expresado en el voto, no admite limitaciones. Quizá los argumentos de la jueza Servini de Cubría y de los representantes del oficialismo, vertidos esta semana, resulten paradigmáticos de las posiciones divergentes. Para el Gobierno se trata de un fallo parcial, que encubre intereses corporativos y desconoce el derecho del «pueblo» de elegir magistrados. «La jueza decidió alejarse del pueblo»; «La Justicia debe perder su temor frente al pueblo»; «Estamos discutiendo quién es el verdadero dueño de la voluntad política, y es la voluntad popular», clamaron los funcionarios.
En otra sintonía, en respuesta a una demanda específica, la jueza consideró la elección popular de los miembros del Consejo de la Magistratura reñida con el artículo 114 de la Constitución, que rige su funcionamiento y conformación. Según el fallo, se contradice el sentido de la ley, restando independencia a los jueces al politizar su designación, y se quiebra el equilibrio de los estamentos que componen el Consejo. Además, el dictamen recordó algo que merece la atención de un gobierno que a veces actúa a contrapelo del mundo: «No se han encontrado a nivel local ni a nivel latinoamericano antecedentes respecto de la elección de los miembros del Consejo de la Magistratura a través del voto popular. Menos aún, que dicha elección popular para elegir a las personas encargadas de integrar los Consejos en representación de los Jueces sean realizadas a través de listas de candidatos propuestas por los partidos políticos».
A algunos observadores y participantes les parece esencial este debate; otros, en cambio, se preguntan azorados por qué la Argentina se detiene periódicamente a analizar su identidad y la de sus instituciones, como si viviera en un perpetuo concilio, mientras la mayoría de las naciones busca con pragmatismo aprovechar las ventajas del progreso y disminuir sus efectos nocivos. Acaso se puedan apuntar brevemente algunas razones para tratar de explicar, una vez más, ese rasgo de la excepcionalidad argentina.
Al buscar el trasfondo de estas disputas fundacionales, se constata que el populismo y el liberalismo político permanecen en una situación de empate que lleva décadas. Con el tiempo, las posiciones se han reforzado y parecen insalvables. En este desencuentro histórico, pueblo y justicia social quedaron de un lado e instituciones republicanas del otro. La fisura de la identidad democrática argentina tiene un alto costo económico y político que ninguna fuerza está en condiciones de saldar.
El conflicto muestra distintas caras. Por un lado, la cultura democrático-liberal no termina de fortalecerse a pesar de tres décadas de democracia. Basta constatar la tolerancia popular a la corrupción, la falta de respeto a las normas de convivencia y el desinterés por las cuestiones cívicas. Sin embargo, la Constitución vigente recoge la mejor tradición democrática, cuenta con apoyo mayoritario y modela las instituciones. Por otro lado, las recurrentes crisis económicas y el desequilibrio en el reparto de la riqueza habilitan perpetuamente un mensaje populista reivindicativo.
La democracia recuperada en 1983 luce impotente para destrabar el empate entre las fuerzas políticas y sociales argentinas. El kirchnerismo, con su populismo plebiscitario, agrava el problema, y las diversas expresiones opositoras están despertando recién ahora de su sueño dogmático. El desencuentro tiene, sin embargo, atenuantes: todos los actores rechazan la violencia; los conflictos siguen dirimiéndose en los tribunales a pesar del cuestionamiento a la Justicia; la libertad de expresión, aun asediada, está en vigencia; el Gobierno ensaya una revolución sin fuerza armada.
Es cierto: gritamos, no nos matamos. El peligro es otro: alumbrar, a fuerza de discordias, una democracia que se bifurca, como los senderos borgianos. Una democracia bicéfala, conflictiva, impedida de crecer. El rumor del combate confunde a muchos. Pero esto no es una dictadura, es apenas un país trabado, demorado irracionalmente en un conflicto adolescente sobre su identidad.
© LA NACION.
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La intención del Gobierno de introducir cambios en la Justicia, con el objetivo, según su terminología, de democratizarla, condujo al debate político a cuestiones de fondo, inherentes a la propia naturaleza del sistema democrático. Es una controversia dura y difícil de desentrañar por muchos motivos, entre los que deben distinguirse cuestiones histórico-culturales e intereses candentes de poder. En ese marco, la administración de justicia se convierte en el objeto de la batalla inmediata y la interpretación de la historia, en el trasfondo de una lucha de largo plazo, donde los adversarios buscan dirimir la identidad de la nación.
El debate se formula en estos términos: para unos, la esencia de la democracia pasa por la división y autonomía de los poderes del Estado; para otros, se cifra exclusivamente en la voluntad popular, cuyo veredicto, expresado en el voto, no admite limitaciones. Quizá los argumentos de la jueza Servini de Cubría y de los representantes del oficialismo, vertidos esta semana, resulten paradigmáticos de las posiciones divergentes. Para el Gobierno se trata de un fallo parcial, que encubre intereses corporativos y desconoce el derecho del «pueblo» de elegir magistrados. «La jueza decidió alejarse del pueblo»; «La Justicia debe perder su temor frente al pueblo»; «Estamos discutiendo quién es el verdadero dueño de la voluntad política, y es la voluntad popular», clamaron los funcionarios.
En otra sintonía, en respuesta a una demanda específica, la jueza consideró la elección popular de los miembros del Consejo de la Magistratura reñida con el artículo 114 de la Constitución, que rige su funcionamiento y conformación. Según el fallo, se contradice el sentido de la ley, restando independencia a los jueces al politizar su designación, y se quiebra el equilibrio de los estamentos que componen el Consejo. Además, el dictamen recordó algo que merece la atención de un gobierno que a veces actúa a contrapelo del mundo: «No se han encontrado a nivel local ni a nivel latinoamericano antecedentes respecto de la elección de los miembros del Consejo de la Magistratura a través del voto popular. Menos aún, que dicha elección popular para elegir a las personas encargadas de integrar los Consejos en representación de los Jueces sean realizadas a través de listas de candidatos propuestas por los partidos políticos».
A algunos observadores y participantes les parece esencial este debate; otros, en cambio, se preguntan azorados por qué la Argentina se detiene periódicamente a analizar su identidad y la de sus instituciones, como si viviera en un perpetuo concilio, mientras la mayoría de las naciones busca con pragmatismo aprovechar las ventajas del progreso y disminuir sus efectos nocivos. Acaso se puedan apuntar brevemente algunas razones para tratar de explicar, una vez más, ese rasgo de la excepcionalidad argentina.
Al buscar el trasfondo de estas disputas fundacionales, se constata que el populismo y el liberalismo político permanecen en una situación de empate que lleva décadas. Con el tiempo, las posiciones se han reforzado y parecen insalvables. En este desencuentro histórico, pueblo y justicia social quedaron de un lado e instituciones republicanas del otro. La fisura de la identidad democrática argentina tiene un alto costo económico y político que ninguna fuerza está en condiciones de saldar.
El conflicto muestra distintas caras. Por un lado, la cultura democrático-liberal no termina de fortalecerse a pesar de tres décadas de democracia. Basta constatar la tolerancia popular a la corrupción, la falta de respeto a las normas de convivencia y el desinterés por las cuestiones cívicas. Sin embargo, la Constitución vigente recoge la mejor tradición democrática, cuenta con apoyo mayoritario y modela las instituciones. Por otro lado, las recurrentes crisis económicas y el desequilibrio en el reparto de la riqueza habilitan perpetuamente un mensaje populista reivindicativo.
La democracia recuperada en 1983 luce impotente para destrabar el empate entre las fuerzas políticas y sociales argentinas. El kirchnerismo, con su populismo plebiscitario, agrava el problema, y las diversas expresiones opositoras están despertando recién ahora de su sueño dogmático. El desencuentro tiene, sin embargo, atenuantes: todos los actores rechazan la violencia; los conflictos siguen dirimiéndose en los tribunales a pesar del cuestionamiento a la Justicia; la libertad de expresión, aun asediada, está en vigencia; el Gobierno ensaya una revolución sin fuerza armada.
Es cierto: gritamos, no nos matamos. El peligro es otro: alumbrar, a fuerza de discordias, una democracia que se bifurca, como los senderos borgianos. Una democracia bicéfala, conflictiva, impedida de crecer. El rumor del combate confunde a muchos. Pero esto no es una dictadura, es apenas un país trabado, demorado irracionalmente en un conflicto adolescente sobre su identidad.
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Peligra la propiedad privada en Argentina?
Soy de Córdoba, vivo en España por traslado de trabajo.
Aquí nos preguntamos si la reforma de la justicia
y la de la constitución aferctará el derecho de la propiedad.
Es decir, si tenes dos casas o si tu casa es grande, una o media se la queda el Estado,
si tenes un negocio que funciona , se lo queda el estado…
Espero volver a mi tierra y espero volver a mi casa.
¿La pregunta es en serio?