El martes, el Movimiento Evita se movilizó a la embajada de Gran Bretaña. Foto: Marcelo Gómez
La reaparición de la presidenta Cristina Kirchner trajo dos buenas noticias. La primera fue la reafirmación de una voluntad de diálogo pacífico con Gran Bretaña sobre la cuestión Malvinas. La segunda, la difusión, por primera vez pública, del Informe Rattenbach. Frente a lo que podría haber sido una escalada verbal, se adoptó el más firme y modesto camino de la sensatez. ¿Por qué se ha tardado treinta años para que el Estado diera a conocer el Informe Rattenbach? Malvinas es un absceso envenenado de la sensibilidad patriótica nacional. Hagamos un poco de historia.
En abril de 1982, el país consumía el alucinógeno del patriotismo despótico, cuya visión era «Ya ganamos», en la que se mezclaban la bravata y el desconocimiento. Celebrityland estaba a sus anchas. Después de años de entonar el estribillo de la dictadura -«los argentinos somos derechos y humanos»-, muchos «famosos» (periodistas incluidos) se emocionaban por una causa buena. En las kermeses televisivas se donaban joyas para la gran guerra en la que «nuestro ejército» (el mismo que había exterminado a miles) se cubría de gloria en el Atlántico Sur. Alrededor del Obelisco, pacíficas mujeres tejían para los soldados. En las escuelas, los chicos escribían conmovedoras cartitas, destinadas a los paquetes de provisiones y de regalos (muchos de esos paquetes se encontraron luego en la reventa). En Plaza de Mayo, Galtieri, rodeado de una multitud, se entregaba con desparpajo a la exaltación del machismo belicista. Fue una borrachera: «Si quieren venir que vengan -dijo-, les presentaremos batalla». Parecía una novela latinoamericana de dictadores. Aunque, si pensamos en la literatura, fue la novela de Fogwill, Los pichiciegos , la que dio la versión más realista de la guerra. Para leer hoy en el colegio secundario.
Flamearon los pañuelos blancos de las Madres con la curiosa leyenda «Las Malvinas son argentinas, los desaparecidos también». Casi sin excepciones, lo que quedaba del peronismo setentista y la izquierda se hizo malvinero, con la descarrilada ilusión de que se ganaba la guerra y, acto seguido, se cambiaba el fusil de hombro y se pasaba a desalojar a la dictadura. Muchos exiliados querían participar y hubo para todos los gustos, desde documentos y foros hasta planes para embarcarse hacia las islas desde algún aeropuerto latinoamericano, como si eso fuera posible. En Plaza de Mayo se agitaron más banderas argentinas que durante el Mundial del 78, un récord difícil de empatar y que también está esperando un análisis crítico.
Los políticos de la multipartidaria desvariaban, y sólo Raúl Alfonsín se animó a llamar a la guerra «un cepo patriótico». Contadas excepciones dentro del territorio argentino: el marxista Carlos Brocato, y un grupo casi invisible de intelectuales que hicieron circular sus ideas como pudieron, ya que la prensa no publicaba posiciones contrarias a la guerra.
En San Telmo, Adolfo Pérez Esquivel hablaba con unos pocos, y organizaba con músicos jóvenes un concierto por la paz. Graciela Fernández Meijide recuerda que la Asamblea Permanente por los Derechos Humanos no pudo lograr una posición única. El triunfalismo fue el hipnótico sueño de casi todos: se podía derrotar a Gran Bretaña; Estados Unidos abandonaba a su aliado del Atlántico Norte, y los militares, que hasta ese momento sólo habían demostrado ser diligentes ejecutores de gente mayormente en cautiverio o derrotada, tenían cualidades para organizar una guerra de verdad.
El Informe, que el ejército encargó al respetado general Benjamín Rattenbach, fue abiertamente crítico de la preparación militar y diplomática, la estrategia y la conducción de la guerra. Es una pieza fundamental de la historia militar de Malvinas. Sin embargo, no se difundió. En 2006, este diario publicó una entrevista con su hijo, el músico y coronel Augusto Rattenbach, quien sostuvo que al Informe se le arrancaron páginas. Los treinta años de la guerra son una gran oportunidad y la Presidenta lo ha comprendido. El Informe caracteriza a la guerra como «aventura». Esto no complica solamente a los responsables sino que obliga a revisar el sentimiento nacionalista malvinero de los civiles.
En la Argentina, el gobierno y muchas organizaciones sociales han abierto un nuevo capítulo de «políticas de la memoria». No es el primero, como se pretende, pero es el más extenso y detallado. El deber de recordar ha sido defendido con tanta fuerza como el derecho a recordar. El gobierno reivindica las políticas de la memoria como articulación central de su política de derechos humanos. No se clausura el pasado y, en ese sentido, hay razón, porque el pasado fue demasiado terrible como para desplazarlo de la conciencia del presente. Desde el Nunca más hasta hoy, el conocimiento y la condena se han extendido. No muchos países en el mundo pueden presentar tal récord de juicios y condenas, realizados en democracia, en tribunales locales, con jueces locales.
Sin embargo, la memoria de la guerra de Malvinas hasta ahora ha seguido siendo inabordable como mito nacional. En un reportaje reciente, el canciller Timerman cuenta que, hace muchos años, en un primer diálogo con Cristina Kirchner, tanto lo impresionó su posición respecto de las islas que le dijo: «Sos muy malvinera». Era una comprobación, no una crítica. Pero el adjetivo «malvinero» no es neutro.
En 1982, la Argentina cometió un error gigantesco que llevó a la muerte a cientos de conscriptos y afectó la vida de miles, atropellando el principio de que los conflictos territoriales no deben abordarse jamás por medios armados. Y desestimando que la población de las islas parece tener una opinión adversa a vivir bajo soberanía argentina. Ese error es parte de la memoria reconquistada por la democracia, sobre todo porque la acción de la dictadura fue apoyada por amplias mayorías.
La difusión del Informe Rattenbach rompe oficialmente un tabú. Ese tabú existe porque, en el caso Malvinas, no es posible adjudicar todo el mal a los militares. También la sociedad argentina tiene que revisar su historia de entusiasmo frenético. También los políticos, que en su mayoría apoyaron la invasión, deben mencionar explícitamente que esa acción errónea e injusta fue un abalorio de la política interior, y que las islas fueron usadas del mismo modo por Thatcher, y ahora por David Cameron, que por Galtieri. Cameron acusó a la Argentina de ser una potencia colonialista. Dicho por un británico, la frase es absurda. Tan absurda que no provoca en el gobierno una escalada, ni siquiera verbal. En su discurso del miércoles, la Presidenta ha dado señas de comprender que el tema Malvinas exige un discurso tranquilo, no patriotismo de agitación. Hace pocas horas se designó a Alicia Castro como embajadora en Gran Bretaña. Castro viene del mismo cargo en Venezuela y su chavismo es ardiente. Los símbolos pesan en la diplomacia. Sin embargo, confiemos en que, como sucede con los funcionarios kirchneristas que quieren retener su cargo, no abrirá la boca fuera del guión presidencial.
El martes pasado, en un acto a metros de la embajada de Gran Bretaña, los asistentes, organizados por la Juventud Peronista del Movimiento Evita, gritaban «fuera ingleses de las Malvinas, fuera yanquis de América latina», tal el lema de la convocatoria. En ese clima, la consigna más exaltante era un clásico futbolero: «el que no salta?». Sobre el palco, que compartía con Emilio Pérsico, Fernando «Chino» Navarro mostró más prudencia. «Esta iniciativa -dijo- tiene que ver con la paz; le reclamamos a Gran Bretaña que negocie racionalmente. Lo queremos hacer en el marco de la paz y el diálogo. Le decimos a la Presidenta: cuente con nosotros en el marco de la paz y la legalidad, para que las Malvinas sean argentinas, pero también cuente con nosotros para que, en la patria, no haya un solo pobre». De algún modo, en las frases citadas hay una advertencia. En cinco minutos exactos, se repite «paz y diálogo» unas diez veces. Y también se pone un horizonte: el presente no culmina en una reivindicación territorial sino social. Por eso el acto comenzó con el Himno y terminó con la marcha peronista transmitida desde los equipos de sonido del palco.
En efecto, es una pobre identidad la que se sostiene como identidad territorial, sobre todo en el caso de una nación como la Argentina que, lejos de lo que se piensa en círculos donde el irredentismo es una mística, no padeció una historia de despojos en sus fronteras, sino de despojos fronteras adentro: pueblos originarios, viejos y nuevos pobres de todo origen, recursos naturales, depredación del medio ambiente, ésos son los temas abiertos. Los otros quedan para un museo razonado del desvarío nacionalista sin principios y para los tiempos lentos del diálogo en los foros internacionales.
La Presidenta tiró toda la responsabilidad sobre la locura malvinera a los militares. Es una verdad a medias, exculpatoria de una sociedad que se dejó arrebatar y aceptó que la dictadura se travistiera con un neblinoso manto patriótico. En un país que quiere una memoria completa del pasado, es necesario reconocer estos hechos, entre otras razones para honrar a los caídos y hacer justicia a los veteranos. No para convalidar el nacionalismo malvinero, sino para ofrecerles un lugar como víctimas, separado de los jefes que los condujeron a la aventura.
© LA NACION.
La reaparición de la presidenta Cristina Kirchner trajo dos buenas noticias. La primera fue la reafirmación de una voluntad de diálogo pacífico con Gran Bretaña sobre la cuestión Malvinas. La segunda, la difusión, por primera vez pública, del Informe Rattenbach. Frente a lo que podría haber sido una escalada verbal, se adoptó el más firme y modesto camino de la sensatez. ¿Por qué se ha tardado treinta años para que el Estado diera a conocer el Informe Rattenbach? Malvinas es un absceso envenenado de la sensibilidad patriótica nacional. Hagamos un poco de historia.
En abril de 1982, el país consumía el alucinógeno del patriotismo despótico, cuya visión era «Ya ganamos», en la que se mezclaban la bravata y el desconocimiento. Celebrityland estaba a sus anchas. Después de años de entonar el estribillo de la dictadura -«los argentinos somos derechos y humanos»-, muchos «famosos» (periodistas incluidos) se emocionaban por una causa buena. En las kermeses televisivas se donaban joyas para la gran guerra en la que «nuestro ejército» (el mismo que había exterminado a miles) se cubría de gloria en el Atlántico Sur. Alrededor del Obelisco, pacíficas mujeres tejían para los soldados. En las escuelas, los chicos escribían conmovedoras cartitas, destinadas a los paquetes de provisiones y de regalos (muchos de esos paquetes se encontraron luego en la reventa). En Plaza de Mayo, Galtieri, rodeado de una multitud, se entregaba con desparpajo a la exaltación del machismo belicista. Fue una borrachera: «Si quieren venir que vengan -dijo-, les presentaremos batalla». Parecía una novela latinoamericana de dictadores. Aunque, si pensamos en la literatura, fue la novela de Fogwill, Los pichiciegos , la que dio la versión más realista de la guerra. Para leer hoy en el colegio secundario.
Flamearon los pañuelos blancos de las Madres con la curiosa leyenda «Las Malvinas son argentinas, los desaparecidos también». Casi sin excepciones, lo que quedaba del peronismo setentista y la izquierda se hizo malvinero, con la descarrilada ilusión de que se ganaba la guerra y, acto seguido, se cambiaba el fusil de hombro y se pasaba a desalojar a la dictadura. Muchos exiliados querían participar y hubo para todos los gustos, desde documentos y foros hasta planes para embarcarse hacia las islas desde algún aeropuerto latinoamericano, como si eso fuera posible. En Plaza de Mayo se agitaron más banderas argentinas que durante el Mundial del 78, un récord difícil de empatar y que también está esperando un análisis crítico.
Los políticos de la multipartidaria desvariaban, y sólo Raúl Alfonsín se animó a llamar a la guerra «un cepo patriótico». Contadas excepciones dentro del territorio argentino: el marxista Carlos Brocato, y un grupo casi invisible de intelectuales que hicieron circular sus ideas como pudieron, ya que la prensa no publicaba posiciones contrarias a la guerra.
En San Telmo, Adolfo Pérez Esquivel hablaba con unos pocos, y organizaba con músicos jóvenes un concierto por la paz. Graciela Fernández Meijide recuerda que la Asamblea Permanente por los Derechos Humanos no pudo lograr una posición única. El triunfalismo fue el hipnótico sueño de casi todos: se podía derrotar a Gran Bretaña; Estados Unidos abandonaba a su aliado del Atlántico Norte, y los militares, que hasta ese momento sólo habían demostrado ser diligentes ejecutores de gente mayormente en cautiverio o derrotada, tenían cualidades para organizar una guerra de verdad.
El Informe, que el ejército encargó al respetado general Benjamín Rattenbach, fue abiertamente crítico de la preparación militar y diplomática, la estrategia y la conducción de la guerra. Es una pieza fundamental de la historia militar de Malvinas. Sin embargo, no se difundió. En 2006, este diario publicó una entrevista con su hijo, el músico y coronel Augusto Rattenbach, quien sostuvo que al Informe se le arrancaron páginas. Los treinta años de la guerra son una gran oportunidad y la Presidenta lo ha comprendido. El Informe caracteriza a la guerra como «aventura». Esto no complica solamente a los responsables sino que obliga a revisar el sentimiento nacionalista malvinero de los civiles.
En la Argentina, el gobierno y muchas organizaciones sociales han abierto un nuevo capítulo de «políticas de la memoria». No es el primero, como se pretende, pero es el más extenso y detallado. El deber de recordar ha sido defendido con tanta fuerza como el derecho a recordar. El gobierno reivindica las políticas de la memoria como articulación central de su política de derechos humanos. No se clausura el pasado y, en ese sentido, hay razón, porque el pasado fue demasiado terrible como para desplazarlo de la conciencia del presente. Desde el Nunca más hasta hoy, el conocimiento y la condena se han extendido. No muchos países en el mundo pueden presentar tal récord de juicios y condenas, realizados en democracia, en tribunales locales, con jueces locales.
Sin embargo, la memoria de la guerra de Malvinas hasta ahora ha seguido siendo inabordable como mito nacional. En un reportaje reciente, el canciller Timerman cuenta que, hace muchos años, en un primer diálogo con Cristina Kirchner, tanto lo impresionó su posición respecto de las islas que le dijo: «Sos muy malvinera». Era una comprobación, no una crítica. Pero el adjetivo «malvinero» no es neutro.
En 1982, la Argentina cometió un error gigantesco que llevó a la muerte a cientos de conscriptos y afectó la vida de miles, atropellando el principio de que los conflictos territoriales no deben abordarse jamás por medios armados. Y desestimando que la población de las islas parece tener una opinión adversa a vivir bajo soberanía argentina. Ese error es parte de la memoria reconquistada por la democracia, sobre todo porque la acción de la dictadura fue apoyada por amplias mayorías.
La difusión del Informe Rattenbach rompe oficialmente un tabú. Ese tabú existe porque, en el caso Malvinas, no es posible adjudicar todo el mal a los militares. También la sociedad argentina tiene que revisar su historia de entusiasmo frenético. También los políticos, que en su mayoría apoyaron la invasión, deben mencionar explícitamente que esa acción errónea e injusta fue un abalorio de la política interior, y que las islas fueron usadas del mismo modo por Thatcher, y ahora por David Cameron, que por Galtieri. Cameron acusó a la Argentina de ser una potencia colonialista. Dicho por un británico, la frase es absurda. Tan absurda que no provoca en el gobierno una escalada, ni siquiera verbal. En su discurso del miércoles, la Presidenta ha dado señas de comprender que el tema Malvinas exige un discurso tranquilo, no patriotismo de agitación. Hace pocas horas se designó a Alicia Castro como embajadora en Gran Bretaña. Castro viene del mismo cargo en Venezuela y su chavismo es ardiente. Los símbolos pesan en la diplomacia. Sin embargo, confiemos en que, como sucede con los funcionarios kirchneristas que quieren retener su cargo, no abrirá la boca fuera del guión presidencial.
El martes pasado, en un acto a metros de la embajada de Gran Bretaña, los asistentes, organizados por la Juventud Peronista del Movimiento Evita, gritaban «fuera ingleses de las Malvinas, fuera yanquis de América latina», tal el lema de la convocatoria. En ese clima, la consigna más exaltante era un clásico futbolero: «el que no salta?». Sobre el palco, que compartía con Emilio Pérsico, Fernando «Chino» Navarro mostró más prudencia. «Esta iniciativa -dijo- tiene que ver con la paz; le reclamamos a Gran Bretaña que negocie racionalmente. Lo queremos hacer en el marco de la paz y el diálogo. Le decimos a la Presidenta: cuente con nosotros en el marco de la paz y la legalidad, para que las Malvinas sean argentinas, pero también cuente con nosotros para que, en la patria, no haya un solo pobre». De algún modo, en las frases citadas hay una advertencia. En cinco minutos exactos, se repite «paz y diálogo» unas diez veces. Y también se pone un horizonte: el presente no culmina en una reivindicación territorial sino social. Por eso el acto comenzó con el Himno y terminó con la marcha peronista transmitida desde los equipos de sonido del palco.
En efecto, es una pobre identidad la que se sostiene como identidad territorial, sobre todo en el caso de una nación como la Argentina que, lejos de lo que se piensa en círculos donde el irredentismo es una mística, no padeció una historia de despojos en sus fronteras, sino de despojos fronteras adentro: pueblos originarios, viejos y nuevos pobres de todo origen, recursos naturales, depredación del medio ambiente, ésos son los temas abiertos. Los otros quedan para un museo razonado del desvarío nacionalista sin principios y para los tiempos lentos del diálogo en los foros internacionales.
La Presidenta tiró toda la responsabilidad sobre la locura malvinera a los militares. Es una verdad a medias, exculpatoria de una sociedad que se dejó arrebatar y aceptó que la dictadura se travistiera con un neblinoso manto patriótico. En un país que quiere una memoria completa del pasado, es necesario reconocer estos hechos, entre otras razones para honrar a los caídos y hacer justicia a los veteranos. No para convalidar el nacionalismo malvinero, sino para ofrecerles un lugar como víctimas, separado de los jefes que los condujeron a la aventura.
© LA NACION.
primera vez que B.S.se modera y hasta habla bien de Cris!
¿Con ese título? No me animo a hacer click.
en este caso,interpreto que el patriotismo despotico lo atribuye a la dictadura militar y a quienes,por fanatismo,prefieren la recuparcion por las armas…