Massa estuvo en condiciones de elegir un camino relativamente autónomo, por sus propios méritos, por la expectativa que creó su equipo de imagen y por la desesperación de conocidos dirigentes que temieron quedar guachos, ya que no podían ni querían volver reculando a las tiendas kirchneristas. No ha mostrado entre sus enseres de campaña armas agresivas (no cuentan los insultos proferidos por la señora Malena Galmarini de Massa en los pasillos de un canal, porque después se disculpó por televisión). Su estilo es completamente no cristinista. Se limita a embolsar intendentes y políticos que fueron oficialistas hasta ayer o que, hasta ayer, andaban de casa en casa. Ahora lo esperan trabajos más difíciles, pero que requieren viveza y conocimiento del paño, no grandes concepciones.
Massa tiene una mirada fija y dura mientras pronuncia palabras sencillas. La cara partida en dos: frente lisa y ojos sin expresión, arriba; boca laxa, siempre dispuesta a la sonrisa, abajo. Como si lo hubiera modelado un retratista psicólogo, Massa muestra dos rostros. La cara que pondrá frente a Mario Ishii, ex intendente kirchnerista de José C. Paz, cuando un día de éstos toque a su puerta, debe parecerse más a la seriedad de Duhalde que a la afabilidad de un protector de las familias. Usará sus ojos o su boca, según corresponda. No se llega tan rápido si no se tiene esa habilidad.
El político que ha ganado una elección primaria al kirchnerismo debe esconder mucho más de lo que muestra. No en vano lo siguen Alberto Fernández, jefe de Gabinete de 2003 a 2009, y Felipe Solá, veterano de todas las guerras justicialistas, que aprenderá a moderar el tono irónico (parece que se lo comunicaron en plena campaña). Ambos confían en que el armado político, que a ellos les falló, se lo construya Massa. No hay que llamar a esto necesariamente oportunismo, sino criterio realista.
Verbitsky juzga que Massa encarna el duhaldismo residual. No hay que olvidar que, antes, Kirchner fue el heredero de ese duhaldismo sin Duhalde, que después se transfirió a su esposa. Con Massa (para usar las metáforas que últimamente selecciona la Presidenta) se abrió el libro de pases. Lindo ejemplo el del veloz De Mendiguren, un dirigente empresario que aplaudió a la Presidenta y, antes, a Duhalde. Lo acompaña Lavagna, el ministro que le dio a Kirchner varias soluciones a los embrollos de la deuda, un hombre a quien no le tiembla el pulso para anotarse bien alto en cualquier tabla de posiciones. Y una corte de empresarios y banqueros, hasta ayer frecuentadores asiduos de las inauguraciones, teleconferencias y actos presidenciales. El friso de los poderes fácticos.
O sea que Massa es un peronista pura cepa, no por sus ideas (que, hasta que los técnicos no vayan entregándole sus papers , son tan generales como una lista de buenos deseos), sino por la forma de juntar apoyos y, sobre todo, olvidar los currículums de quienes se le acercan. Éstos, a su vez, olvidan la parte incómoda de su pasado reciente, cuando, como el mismo Massa o el entusiasta Cariglino, trotaban detrás de Kirchner en la campaña de 2009.
Una prueba adicional, si fuera necesaria, de que el peronismo puede reorganizarse bajo las consignas más diversas. Massa no habla sólo para esta elección, sino que además se presenta como un hombre capaz de poner en orden el reino peronista por venir: el nuevo príncipe, cuyos electores (además de los ciudadanos) son antes y principalmente los intendentes y los empresarios. El paso dado por Eduardo Amadeo y Lavagna (que son más cuidadosos con su imagen que las líneas de técnicos ya fichados) sugiere buenas oportunidades de progreso en ese portaaviones. Hay pista de aterrizaje para todos los colores: radicales, macristas, incluso alguno que llegó a la política con Carrió. «No pregunto de ande salen, sino que vayan viniendo», podría cantar Massa, inspirado en un par de versos del Martín Fierro .
Para organizar el pan-peronismo no hay que hablar claro, sino que es necesario hacer gestos verbales. El primero de Massa fue una cinta de lugares comunes, encabezados por el mantra «la seguridad». A la gente que le duele la cabeza le asegura: «Por supuesto, a usted la cabeza le duele un montón; déjeme que lo mire con esta camarita y que les demos perpetua a algunos delitos». Quiero creer que Massa sabe que ésta no es una solución para el dolor de cabeza. Pero el demagogo no diagnostica. Repite la palabra que escucha. Palabra gemela a la del votante que, a diferencia del político, no tiene la responsabilidad de diagnosticar aquello que le duele.
El demagogo clásico es mimético. Le dice a su audiencia lo que ella quiere escuchar: «El mayor problema de la provincia de Buenos Aires es la inseguridad» (textual a Joaquín Morales Solá). Si dijera el mayor problema de la provincia de Buenos Aires es la indigencia, el hacinamiento, el desempleo juvenil, el narcotráfico y las policías corruptas, estaría definiendo un diagnóstico. Si machaca «la inseguridad» como un conjuro, sus audiencias escuchan exactamente lo que ellas dicen todos los días. Se ajusta a las encuestas.
En esas fórmulas sucintas Massa es igual a Scioli. Ambos tienen un discurso que no está organizado por argumentos, sino por repeticiones y cadenas de temas. Dicen cosas con las que no se puede estar ni a favor ni en contra. Hay que ser muy desalmado o muy cínico para anunciar que se gobernará sin escuchar a la gente y sin atender a sus necesidades. Hay que ser muy indiferente al «cariño» para dejar un momento de reproducir el sentido común y eludir el peligro de la demagogia. Massa quiere triunfar y, a falta de otra cosa, tiene que demostrar incansablemente que entre su pensamiento y el de «la gente» no hay ninguna incómoda diferencia. La demagogia es una de las formas retóricas del populismo.
© LA NACION .
Massa tiene una mirada fija y dura mientras pronuncia palabras sencillas. La cara partida en dos: frente lisa y ojos sin expresión, arriba; boca laxa, siempre dispuesta a la sonrisa, abajo. Como si lo hubiera modelado un retratista psicólogo, Massa muestra dos rostros. La cara que pondrá frente a Mario Ishii, ex intendente kirchnerista de José C. Paz, cuando un día de éstos toque a su puerta, debe parecerse más a la seriedad de Duhalde que a la afabilidad de un protector de las familias. Usará sus ojos o su boca, según corresponda. No se llega tan rápido si no se tiene esa habilidad.
El político que ha ganado una elección primaria al kirchnerismo debe esconder mucho más de lo que muestra. No en vano lo siguen Alberto Fernández, jefe de Gabinete de 2003 a 2009, y Felipe Solá, veterano de todas las guerras justicialistas, que aprenderá a moderar el tono irónico (parece que se lo comunicaron en plena campaña). Ambos confían en que el armado político, que a ellos les falló, se lo construya Massa. No hay que llamar a esto necesariamente oportunismo, sino criterio realista.
Verbitsky juzga que Massa encarna el duhaldismo residual. No hay que olvidar que, antes, Kirchner fue el heredero de ese duhaldismo sin Duhalde, que después se transfirió a su esposa. Con Massa (para usar las metáforas que últimamente selecciona la Presidenta) se abrió el libro de pases. Lindo ejemplo el del veloz De Mendiguren, un dirigente empresario que aplaudió a la Presidenta y, antes, a Duhalde. Lo acompaña Lavagna, el ministro que le dio a Kirchner varias soluciones a los embrollos de la deuda, un hombre a quien no le tiembla el pulso para anotarse bien alto en cualquier tabla de posiciones. Y una corte de empresarios y banqueros, hasta ayer frecuentadores asiduos de las inauguraciones, teleconferencias y actos presidenciales. El friso de los poderes fácticos.
O sea que Massa es un peronista pura cepa, no por sus ideas (que, hasta que los técnicos no vayan entregándole sus papers , son tan generales como una lista de buenos deseos), sino por la forma de juntar apoyos y, sobre todo, olvidar los currículums de quienes se le acercan. Éstos, a su vez, olvidan la parte incómoda de su pasado reciente, cuando, como el mismo Massa o el entusiasta Cariglino, trotaban detrás de Kirchner en la campaña de 2009.
Una prueba adicional, si fuera necesaria, de que el peronismo puede reorganizarse bajo las consignas más diversas. Massa no habla sólo para esta elección, sino que además se presenta como un hombre capaz de poner en orden el reino peronista por venir: el nuevo príncipe, cuyos electores (además de los ciudadanos) son antes y principalmente los intendentes y los empresarios. El paso dado por Eduardo Amadeo y Lavagna (que son más cuidadosos con su imagen que las líneas de técnicos ya fichados) sugiere buenas oportunidades de progreso en ese portaaviones. Hay pista de aterrizaje para todos los colores: radicales, macristas, incluso alguno que llegó a la política con Carrió. «No pregunto de ande salen, sino que vayan viniendo», podría cantar Massa, inspirado en un par de versos del Martín Fierro .
Para organizar el pan-peronismo no hay que hablar claro, sino que es necesario hacer gestos verbales. El primero de Massa fue una cinta de lugares comunes, encabezados por el mantra «la seguridad». A la gente que le duele la cabeza le asegura: «Por supuesto, a usted la cabeza le duele un montón; déjeme que lo mire con esta camarita y que les demos perpetua a algunos delitos». Quiero creer que Massa sabe que ésta no es una solución para el dolor de cabeza. Pero el demagogo no diagnostica. Repite la palabra que escucha. Palabra gemela a la del votante que, a diferencia del político, no tiene la responsabilidad de diagnosticar aquello que le duele.
El demagogo clásico es mimético. Le dice a su audiencia lo que ella quiere escuchar: «El mayor problema de la provincia de Buenos Aires es la inseguridad» (textual a Joaquín Morales Solá). Si dijera el mayor problema de la provincia de Buenos Aires es la indigencia, el hacinamiento, el desempleo juvenil, el narcotráfico y las policías corruptas, estaría definiendo un diagnóstico. Si machaca «la inseguridad» como un conjuro, sus audiencias escuchan exactamente lo que ellas dicen todos los días. Se ajusta a las encuestas.
En esas fórmulas sucintas Massa es igual a Scioli. Ambos tienen un discurso que no está organizado por argumentos, sino por repeticiones y cadenas de temas. Dicen cosas con las que no se puede estar ni a favor ni en contra. Hay que ser muy desalmado o muy cínico para anunciar que se gobernará sin escuchar a la gente y sin atender a sus necesidades. Hay que ser muy indiferente al «cariño» para dejar un momento de reproducir el sentido común y eludir el peligro de la demagogia. Massa quiere triunfar y, a falta de otra cosa, tiene que demostrar incansablemente que entre su pensamiento y el de «la gente» no hay ninguna incómoda diferencia. La demagogia es una de las formas retóricas del populismo.
© LA NACION .
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