La inexistente interna kirchnerista podría haber reunido algo más del 40%. «Todos unidos triunfaremos», dice la ya algo en desuso marcha peronista, implicando que en la división está la derrota. Podría entonces atribuirse la debacle partidaria a la falta de capacidad de sus líderes para concertar alianzas y dirimir candidaturas internamente. No faltan ahora los peronistas notables que recorren los programas de televisión atribuyendo el fracaso al narcisismo y a la falta de humildad de sus candidatos. No es fácil impugnar la descripción, pero las causas podrían tener raíces más profundas que ciertas características humanas que, en todo caso, no son patrimonio exclusivo de los peronistas. Existe una grieta ideológica sobre la que se monta una pirotecnia verbal, pero bajo esa grieta subyace una fractura social que afecta especialmente al peronismo.
El conurbano, escenario de la contienda más importante de estas elecciones, presenta la peor tasa de desocupación (12%) entre los 31 centros urbanos del país que mide la Encuesta Permanente de Hogares (EPH). Concentra 5.500.000 ocupados, pero casi el 45% de éstos son informales. Estructuralmente, un abismo separa a los trabajadores formales de los informales y desocupados. Los que pierden un trabajo formal no sólo pierden los beneficios de la formalidad laboral -como obra social o jubilación-, sino también autoestima y horizonte de realización. Para muchos, perder el trabajo es caer en un precipicio; no es «tan fácil como comer y descomer». El problema del peronismo no se reduce a que el partido esté dividido: sus bases tradicionales lo están y forman dos mundos aparte. El taxista que despotrica contra el piquete que le impide circular y el desempleado en el piquete no son fácilmente asimilables en la misma expresión política, aunque ambos se digan peronistas. El obrero que viaja dos horas en tren desde el conurbano profundo para llegar a su trabajo mira con recelo a su vecino que pertenece a una cuadrilla liderada por un puntero, por más que tenga una foto de Perón en la pared.
El peronismo sufre su grieta propia. Los trabajadores formales reclaman la infraestructura que no llegó. El trabajador informal que sobrevive gracias a los subsidios de los años kirchneristas tiene otras urgencias. Tal vez ya no exista una representación política única de todos los sectores que antes se referenciaban en el peronismo, no por un problema de sus líderes, sino por la imposibilidad de liderarlos al unísono. Algunos trabajadores de la clase social que fue el núcleo del peronismo hoy son receptivos al discurso meritocrático y luminoso de Pro y cometen el «sacrilegio» de votar a Cambiemos. A Unidad Ciudadana le quedó el sector social que lucha por la supervivencia, al que los reclamos por la infraestructura todavía le quedan lejos. Prueba de esta nueva configuración social es el magro rol electoral del sindicalismo.
Este conurbano fragmentado, que sufre deficiencias pavorosas de infraestructura e ingresos en descenso, no atribuye de manera monocorde sus desgracias al gobierno actual. El kirchnerismo asumió que los pobres que votaron a Macri en 2015, en vista de su menesteroso presente, llegarían a la conclusión de que su fiebre amarilla fue un error y volverían al redil. Si algunos bonaerenses recordaron los años felices de consumo, a no pocos de ellos les pareció plausible que en los largos períodos de conducción peronista (del país y de la provincia) pudiera también estar la causa de las falencias estructurales que sufren. En la poderosa tercera sección electoral, que concentra más de 4.200.000 votantes en 19 municipios del sur del conurbano pobre, Cristina Kirchner obtuvo su mejor resultado: casi 1.300.000 votos. Sin embargo, la cosecha de votos de Cambiemos en esa misma sección no fue escasa: casi 900.000. En 2007, la brecha en la tercera sección entre Cristina Kirchner y su oponente más cercano había sido de 30 puntos porcentuales y en 2011, de 50. Ahora, sólo de 13.
En este escenario de fragmentación social que el peronismo encuentra difícil articular políticamente, cobra importancia la coalición de los poderes territoriales. Pero ahí hoy el peronismo no logra coordinar a sus intendentes y Cambiemos consigue hacer pie. En 2011 Cambiemos apenas tenía un intendente de los 33 que gobiernan en el conurbano. Actualmente tiene 12. En los 19 municipios liderados por peronistas, Cristina Kirchner obtuvo 1.600.000 votos, contra 1.000.000 de Esteban Bullrich. Importante diferencia. Pero en los 12 municipios con intendentes de Cambiemos Bullrich aventajó a Cristina Kirchner por 200.000 votos.
Además de los más prósperos municipios del Norte, otros que supieron de hegemonías de barones peronistas, como Lanús, Tres de Febrero, San Miguel, La Plata y Morón, aportaron victorias o, al menos, empates al oficialismo. En el conurbano los intendentes mueven votos y fiscales. En estos municipios sus intendentes comprendieron la importancia de los referentes y asumieron, incluso, a aquellos que venían del peronismo. Un puntero de la zona oeste, histórico peronista, festejaba el triunfo de Cambiemos repartiendo choripanes mientras explicaba: «Vidal es de las nuestras, es de Desarrollo Social…es peronista». La estructura territorial ya no es patrimonio exclusivo del peronismo, algunos otros han aprendido.
Cambiemos, como partido nacional con posibilidades de gobernar por ocho años, es el hecho más relevante de estas elecciones, pero debemos ser cuidadosos en su lectura. Cambiemos es un partido nacional en cuanto ostenta el Estado, tanto como lo fue el FPV mientras lo tuvo. En la fragmentación social actual, los partidos parecieran impotentes para articular propuestas nacionales; sólo el Estado lo logra y, por propiedad transitiva, el partido que lo administra. Si los pobres que hoy apoyan a Cambiemos no ven mejoras en el tiempo, pivotearán de nuevo hacia al arco peronista, y una derrota electoral podría devolver a Pro a la ciudad de Buenos Aires. De todos modos, el riesgo hoy está más en que, a la cabeza del Estado, Cambiemos se vaya transformando en el sistema, como ocurrió con el peronismo, sin que haya verdadero balance partidario. Claro, la responsabilidad de construir una oposición seria no le cabe al Presidente. En todo caso, debería aprender de la historia y ser cuidadoso antes de desafiar a que armen un partido y ganen las elecciones.
Sacerdote jesuita, doctor en Ciencia Política y director del CIAS (Centro de Investigación y Acción Social)
El conurbano, escenario de la contienda más importante de estas elecciones, presenta la peor tasa de desocupación (12%) entre los 31 centros urbanos del país que mide la Encuesta Permanente de Hogares (EPH). Concentra 5.500.000 ocupados, pero casi el 45% de éstos son informales. Estructuralmente, un abismo separa a los trabajadores formales de los informales y desocupados. Los que pierden un trabajo formal no sólo pierden los beneficios de la formalidad laboral -como obra social o jubilación-, sino también autoestima y horizonte de realización. Para muchos, perder el trabajo es caer en un precipicio; no es «tan fácil como comer y descomer». El problema del peronismo no se reduce a que el partido esté dividido: sus bases tradicionales lo están y forman dos mundos aparte. El taxista que despotrica contra el piquete que le impide circular y el desempleado en el piquete no son fácilmente asimilables en la misma expresión política, aunque ambos se digan peronistas. El obrero que viaja dos horas en tren desde el conurbano profundo para llegar a su trabajo mira con recelo a su vecino que pertenece a una cuadrilla liderada por un puntero, por más que tenga una foto de Perón en la pared.
El peronismo sufre su grieta propia. Los trabajadores formales reclaman la infraestructura que no llegó. El trabajador informal que sobrevive gracias a los subsidios de los años kirchneristas tiene otras urgencias. Tal vez ya no exista una representación política única de todos los sectores que antes se referenciaban en el peronismo, no por un problema de sus líderes, sino por la imposibilidad de liderarlos al unísono. Algunos trabajadores de la clase social que fue el núcleo del peronismo hoy son receptivos al discurso meritocrático y luminoso de Pro y cometen el «sacrilegio» de votar a Cambiemos. A Unidad Ciudadana le quedó el sector social que lucha por la supervivencia, al que los reclamos por la infraestructura todavía le quedan lejos. Prueba de esta nueva configuración social es el magro rol electoral del sindicalismo.
Este conurbano fragmentado, que sufre deficiencias pavorosas de infraestructura e ingresos en descenso, no atribuye de manera monocorde sus desgracias al gobierno actual. El kirchnerismo asumió que los pobres que votaron a Macri en 2015, en vista de su menesteroso presente, llegarían a la conclusión de que su fiebre amarilla fue un error y volverían al redil. Si algunos bonaerenses recordaron los años felices de consumo, a no pocos de ellos les pareció plausible que en los largos períodos de conducción peronista (del país y de la provincia) pudiera también estar la causa de las falencias estructurales que sufren. En la poderosa tercera sección electoral, que concentra más de 4.200.000 votantes en 19 municipios del sur del conurbano pobre, Cristina Kirchner obtuvo su mejor resultado: casi 1.300.000 votos. Sin embargo, la cosecha de votos de Cambiemos en esa misma sección no fue escasa: casi 900.000. En 2007, la brecha en la tercera sección entre Cristina Kirchner y su oponente más cercano había sido de 30 puntos porcentuales y en 2011, de 50. Ahora, sólo de 13.
En este escenario de fragmentación social que el peronismo encuentra difícil articular políticamente, cobra importancia la coalición de los poderes territoriales. Pero ahí hoy el peronismo no logra coordinar a sus intendentes y Cambiemos consigue hacer pie. En 2011 Cambiemos apenas tenía un intendente de los 33 que gobiernan en el conurbano. Actualmente tiene 12. En los 19 municipios liderados por peronistas, Cristina Kirchner obtuvo 1.600.000 votos, contra 1.000.000 de Esteban Bullrich. Importante diferencia. Pero en los 12 municipios con intendentes de Cambiemos Bullrich aventajó a Cristina Kirchner por 200.000 votos.
Además de los más prósperos municipios del Norte, otros que supieron de hegemonías de barones peronistas, como Lanús, Tres de Febrero, San Miguel, La Plata y Morón, aportaron victorias o, al menos, empates al oficialismo. En el conurbano los intendentes mueven votos y fiscales. En estos municipios sus intendentes comprendieron la importancia de los referentes y asumieron, incluso, a aquellos que venían del peronismo. Un puntero de la zona oeste, histórico peronista, festejaba el triunfo de Cambiemos repartiendo choripanes mientras explicaba: «Vidal es de las nuestras, es de Desarrollo Social…es peronista». La estructura territorial ya no es patrimonio exclusivo del peronismo, algunos otros han aprendido.
Cambiemos, como partido nacional con posibilidades de gobernar por ocho años, es el hecho más relevante de estas elecciones, pero debemos ser cuidadosos en su lectura. Cambiemos es un partido nacional en cuanto ostenta el Estado, tanto como lo fue el FPV mientras lo tuvo. En la fragmentación social actual, los partidos parecieran impotentes para articular propuestas nacionales; sólo el Estado lo logra y, por propiedad transitiva, el partido que lo administra. Si los pobres que hoy apoyan a Cambiemos no ven mejoras en el tiempo, pivotearán de nuevo hacia al arco peronista, y una derrota electoral podría devolver a Pro a la ciudad de Buenos Aires. De todos modos, el riesgo hoy está más en que, a la cabeza del Estado, Cambiemos se vaya transformando en el sistema, como ocurrió con el peronismo, sin que haya verdadero balance partidario. Claro, la responsabilidad de construir una oposición seria no le cabe al Presidente. En todo caso, debería aprender de la historia y ser cuidadoso antes de desafiar a que armen un partido y ganen las elecciones.
Sacerdote jesuita, doctor en Ciencia Política y director del CIAS (Centro de Investigación y Acción Social)