Cristina Kirchner prometió anteayer, en La Matanza, que seguirá junto a sus admiradores como un homenaje a su esposo. «Siempre voy a estar al lado de ustedes; lo importante es haber logrado lo que él logró», gritó, con la voz quebrada. Esas palabras, que podrían ser sólo un arrebato de altruismo, fueron leídas por muchos observadores como un guiño favorable a una continuidad más consistente: la permanencia en el poder a través de otra reelección.
Hay un rasgo central del discurso presidencial que habilita esa interpretación. Cuando ella se ufana de los prodigios que tuvieron lugar desde 2003, los atribuye a la acción visionaria de su esposo, que persiste a través de ella en una misteriosa simbiosis. El negro de la viudez, en este caso, se extiende más allá del duelo privado y se convierte en la marca de una herencia política. Esta narrativa deja poco lugar a que la saga sobreviva en un tercero.
Es posible que la inflexión familiar sea nada más que un detalle. Por tercera vez en su historia el peronismo se enfrenta al problema de la sucesión. En 1974, cuando Juan Domingo Perón le regaló un bastón de mando, Carlos Pedro Blaquier se resistió diciendo: «General, ¿cómo le va a regalar este símbolo a alguien que, como yo, no es peronista?». Perón contestó: «Por eso mismo; un peronista jamás le da el bastón de mando a otro peronista, salvo que se trate de la esposa».
Como Perón en 1950 y Carlos Menem en 1995, el kirchnerismo ensaya una reforma constitucional para resolver esta ecuación. Pero esta recurrencia es sólo aparente. El ensayo de la señora de Kirchner es mucho más audaz que el de sus precursores. La defensa de la reelección viene esta vez acompañada de un intento de remodelación del peronismo. Es una diferencia crucial con las experiencias anteriores. Cuando Perón y Menem pelearon por seguir en el Gobierno, sus seguidores se sentían beneficiarios de esa prórroga. Cada gobernador o intendente entendía que la supervivencia del líder garantizaba la propia.
Cristina Kirchner está inaugurando otra dinámica. Muchos peronistas presienten que la reelección traería consigo la salida de ellos mismos de la escena. La Presidenta ratifica esa sospecha. Todos los días se encarga de hacer notar que entre ella y la ciudadanía no existe mediación institucional alguna. Su vínculo con la gente es personal.
Esta forma de entender la representación, consustancial al populismo, es muy evidente en el campo de la comunicación. Hace una semana, la señora de Kirchner justificó que utiliza la cadena nacional «para explicar a los argentinos las cosas que les quieren ocultar». Ella no se propone, entonces, manipular a las audiencias. Al contrario, pretende emanciparlas de un engaño. La tiranía está en los medios.
El 25 de mayo pasado, en Bariloche, extremó esta descripción al confesar que envidiaba a Mariano Moreno porque, además de gobernar, «escribía el diario, afortunadamente». Esta propuesta por la cual el periodismo debe ser ejercido por el gobernante rige toda la política del kirchnerismo hacia la prensa.
La sociología de la Presidenta también puede prescindir de los sindicatos. El último 10 de mayo, en la Casa Rosada, desafió a su audiencia a preguntar quién era el secretario general de la CGT durante los primeros gobiernos peronistas. «La inmensa mayoría le dirá que no sabe (?), porque todos saben por qué vivieron mejor». Por Perón y Evita, claro. O, dicho de otro modo, por Cristina y Néstor.
Esta visión bonapartista del progreso social está en la raíz de las dificultades de la CGT-Balcarce para cubrir la secretaría general. Los dirigentes compiten por no ser el nuevo jefe. Saben que quien ocupe esa silla eléctrica no sólo deberá aceptar que en el país se puede comer por seis pesos al día. También tendrá que tolerar la desaparición del unicato sindical y la absorción de las obras sociales en un seguro nacional de salud. Las señales del futuro están muy claras. La principal gestora de la reforma constitucional es la CTA, que pretende la personería gremial y la representación de las minorías en los sindicatos. La corporación tradicional mira la reelección como quien ve llegar la noche.
Hugo Moyano vio la amenaza del eslogan «Eterna Cristina» bien temprano. Astuto, intenta ponerse a salvo bajo el alero del radicalismo. La visita de la conducción de ese partido a la Federación de Camioneros no podría ser más oportuna para un sindicalista atemorizado ante una nueva ley Mucci y un seguro nacional de salud. Es decir, ante iniciativas de inconfundible cuño alfonsinista. Si faltaba algo para completar la paradoja, la entrevista se produjo el mismo día en que el ministro de Trabajo del último gobierno de la UCR, Alberto Flamarique, juraba que jamás había hablado de una «Banelco». Fue la acusación de Moyano.
La creencia romántica en un vínculo inmediato entre el líder y la gente es peyorativa también para el PJ. Para los talibanes de la Presidenta, con Gabriel Mariotto a la cabeza, ella es la única dueña de los votos. El partido, en consecuencia, es ignorado como intercesor. A partir de esta premisa, la Casa Rosada se reserva la confección de las listas.
En 2011 sobraron los conflictos entre Cristina Kirchner y la dirigencia peronista. La mendocina Patricia Fadel, que era un engranaje crucial del bloque de diputados nacionales, fue desplazada por una ignota militante de La Cámpora. Alejandro Rossi, el hermano del presidente de esa bancada, también fue postergado. A otro santafecino, Gustavo Marconatto, se lo confinó a un cargo en Aerolíneas Argentinas que ni siquiera pudo asumir.
La acumulación de poder presidencial no margina al PJ clásico. Como toda revolución, se traga a sus hijos. El plan de Daniel Scioli para el año que viene es alimentar las listas de Francisco de Narváez y Roberto Lavagna con amigos de Kirchner. Los intendentes bonaerenses se mortifican pensando que deberán llevar en la boleta de concejales a los jóvenes camporistas que, en los comicios municipales de 2015, los mandarán a la jubilación.
El duelo más delicado se libra entre la Presidenta y los gobernadores. Esta semana habrá un adelanto de esa competencia cuando llegue al Congreso el proyecto de presupuesto. Será interesante ver los artículos sobre financiamiento federal. Cristina Kirchner se vanagloria de llevar adelante una gestión heterodoxa, mientras impone a las provincias los «ajustes neoliberales» que se practican en Europa. Que lo diga, si no, Scioli. O el santacruceño Daniel Peralta, que se ve a sí mismo como un Fernando Lugo.
La frontera estratégica de esta tensión son las candidaturas a senador para el año que viene. El día que la Presidenta consiga el control absoluto del peronismo del Senado, los gobernadores habrán perdido toda posibilidad de condicionarla.
Los dirigentes oficialistas que caen bajo la aplanadora de su jefa tienen un espejo: Julio De Vido. ¿Con qué argumento se puede negar que él también ganó las elecciones con el 54% de los votos? Sin embargo, no llegó a disfrutar del triunfo. Desde que comenzó el nuevo mandato debió ceder más y más funciones ante muchachos que sólo conocieron a un Kirchner disfrazado de Eternauta. En su drama individual, De Vido es la metáfora de un peronismo que pide la reelección con el temor de estar cavando su propia sepultura..
Hay un rasgo central del discurso presidencial que habilita esa interpretación. Cuando ella se ufana de los prodigios que tuvieron lugar desde 2003, los atribuye a la acción visionaria de su esposo, que persiste a través de ella en una misteriosa simbiosis. El negro de la viudez, en este caso, se extiende más allá del duelo privado y se convierte en la marca de una herencia política. Esta narrativa deja poco lugar a que la saga sobreviva en un tercero.
Es posible que la inflexión familiar sea nada más que un detalle. Por tercera vez en su historia el peronismo se enfrenta al problema de la sucesión. En 1974, cuando Juan Domingo Perón le regaló un bastón de mando, Carlos Pedro Blaquier se resistió diciendo: «General, ¿cómo le va a regalar este símbolo a alguien que, como yo, no es peronista?». Perón contestó: «Por eso mismo; un peronista jamás le da el bastón de mando a otro peronista, salvo que se trate de la esposa».
Como Perón en 1950 y Carlos Menem en 1995, el kirchnerismo ensaya una reforma constitucional para resolver esta ecuación. Pero esta recurrencia es sólo aparente. El ensayo de la señora de Kirchner es mucho más audaz que el de sus precursores. La defensa de la reelección viene esta vez acompañada de un intento de remodelación del peronismo. Es una diferencia crucial con las experiencias anteriores. Cuando Perón y Menem pelearon por seguir en el Gobierno, sus seguidores se sentían beneficiarios de esa prórroga. Cada gobernador o intendente entendía que la supervivencia del líder garantizaba la propia.
Cristina Kirchner está inaugurando otra dinámica. Muchos peronistas presienten que la reelección traería consigo la salida de ellos mismos de la escena. La Presidenta ratifica esa sospecha. Todos los días se encarga de hacer notar que entre ella y la ciudadanía no existe mediación institucional alguna. Su vínculo con la gente es personal.
Esta forma de entender la representación, consustancial al populismo, es muy evidente en el campo de la comunicación. Hace una semana, la señora de Kirchner justificó que utiliza la cadena nacional «para explicar a los argentinos las cosas que les quieren ocultar». Ella no se propone, entonces, manipular a las audiencias. Al contrario, pretende emanciparlas de un engaño. La tiranía está en los medios.
El 25 de mayo pasado, en Bariloche, extremó esta descripción al confesar que envidiaba a Mariano Moreno porque, además de gobernar, «escribía el diario, afortunadamente». Esta propuesta por la cual el periodismo debe ser ejercido por el gobernante rige toda la política del kirchnerismo hacia la prensa.
La sociología de la Presidenta también puede prescindir de los sindicatos. El último 10 de mayo, en la Casa Rosada, desafió a su audiencia a preguntar quién era el secretario general de la CGT durante los primeros gobiernos peronistas. «La inmensa mayoría le dirá que no sabe (?), porque todos saben por qué vivieron mejor». Por Perón y Evita, claro. O, dicho de otro modo, por Cristina y Néstor.
Esta visión bonapartista del progreso social está en la raíz de las dificultades de la CGT-Balcarce para cubrir la secretaría general. Los dirigentes compiten por no ser el nuevo jefe. Saben que quien ocupe esa silla eléctrica no sólo deberá aceptar que en el país se puede comer por seis pesos al día. También tendrá que tolerar la desaparición del unicato sindical y la absorción de las obras sociales en un seguro nacional de salud. Las señales del futuro están muy claras. La principal gestora de la reforma constitucional es la CTA, que pretende la personería gremial y la representación de las minorías en los sindicatos. La corporación tradicional mira la reelección como quien ve llegar la noche.
Hugo Moyano vio la amenaza del eslogan «Eterna Cristina» bien temprano. Astuto, intenta ponerse a salvo bajo el alero del radicalismo. La visita de la conducción de ese partido a la Federación de Camioneros no podría ser más oportuna para un sindicalista atemorizado ante una nueva ley Mucci y un seguro nacional de salud. Es decir, ante iniciativas de inconfundible cuño alfonsinista. Si faltaba algo para completar la paradoja, la entrevista se produjo el mismo día en que el ministro de Trabajo del último gobierno de la UCR, Alberto Flamarique, juraba que jamás había hablado de una «Banelco». Fue la acusación de Moyano.
La creencia romántica en un vínculo inmediato entre el líder y la gente es peyorativa también para el PJ. Para los talibanes de la Presidenta, con Gabriel Mariotto a la cabeza, ella es la única dueña de los votos. El partido, en consecuencia, es ignorado como intercesor. A partir de esta premisa, la Casa Rosada se reserva la confección de las listas.
En 2011 sobraron los conflictos entre Cristina Kirchner y la dirigencia peronista. La mendocina Patricia Fadel, que era un engranaje crucial del bloque de diputados nacionales, fue desplazada por una ignota militante de La Cámpora. Alejandro Rossi, el hermano del presidente de esa bancada, también fue postergado. A otro santafecino, Gustavo Marconatto, se lo confinó a un cargo en Aerolíneas Argentinas que ni siquiera pudo asumir.
La acumulación de poder presidencial no margina al PJ clásico. Como toda revolución, se traga a sus hijos. El plan de Daniel Scioli para el año que viene es alimentar las listas de Francisco de Narváez y Roberto Lavagna con amigos de Kirchner. Los intendentes bonaerenses se mortifican pensando que deberán llevar en la boleta de concejales a los jóvenes camporistas que, en los comicios municipales de 2015, los mandarán a la jubilación.
El duelo más delicado se libra entre la Presidenta y los gobernadores. Esta semana habrá un adelanto de esa competencia cuando llegue al Congreso el proyecto de presupuesto. Será interesante ver los artículos sobre financiamiento federal. Cristina Kirchner se vanagloria de llevar adelante una gestión heterodoxa, mientras impone a las provincias los «ajustes neoliberales» que se practican en Europa. Que lo diga, si no, Scioli. O el santacruceño Daniel Peralta, que se ve a sí mismo como un Fernando Lugo.
La frontera estratégica de esta tensión son las candidaturas a senador para el año que viene. El día que la Presidenta consiga el control absoluto del peronismo del Senado, los gobernadores habrán perdido toda posibilidad de condicionarla.
Los dirigentes oficialistas que caen bajo la aplanadora de su jefa tienen un espejo: Julio De Vido. ¿Con qué argumento se puede negar que él también ganó las elecciones con el 54% de los votos? Sin embargo, no llegó a disfrutar del triunfo. Desde que comenzó el nuevo mandato debió ceder más y más funciones ante muchachos que sólo conocieron a un Kirchner disfrazado de Eternauta. En su drama individual, De Vido es la metáfora de un peronismo que pide la reelección con el temor de estar cavando su propia sepultura..