«Peor, Mauricio, mucho peor -dijo el más importante empresario argentino, enmendándole la plana al presidente de la Nación, que comparaba al Estado con un coche destartalado y ruinoso-. Te dejaron un auto con gomas pero sin motor. Y la gente dice: pero si rueda. ¡Claro que rueda, porque va deslizándose por la pendiente, barranca abajo!» Los hombres de negocios están ávidos por entender cuál es el plan financiero y antiinflacionario, y por qué el Gobierno no lo comunica. «Lo haremos después del arreglo con los holdouts -les responden-. Sin arreglo no hay país.» Piensan en Balcarce 50 que el «círculo rojo» está demasiado ansioso y que su-bestima una vez más el manejo de los tiempos políticos. Una encuestadora líder acaba de anticiparle al jefe de Gabinete algo asombroso: lejos de seguir cayendo, la imagen del oficialismo no sólo se estabilizó, sino que hasta recuperó cinco puntos en marzo. El apoyo social, a pesar de los disgustos de la normalización económica, es por ahora más consistente de lo que parecía. Las escandalosas revelaciones sobre la gestión anterior, el reconocimiento de que Macri ejerce «un liderazgo sensato», el comienzo de las clases, la inminente devolución de ganancias sumada a otros beneficios anunciados y a los sueldos nuevos que ya se descuentan pueden ser algunas de las razones de este insólito repunte. El sondeo marca, como contrapartida, la creciente preocupación por el empleo y la inflación.
El Plan A que Cambiemos se niega a explicitar, pero que ya está en operaciones, comienza por los números de la inflación, que según Elipsis y Bein están más cerca de la medición de la Ciudad que del IPC Congreso. Hay en esa cifra inquietante (cercana al 4% para febrero) por lo menos dos puntos que corresponden al inevitable aumento de las tarifas eléctricas, algo estrictamente coyuntural, aunque admiten que como habrá en el futuro cercano otras rectificaciones (gas, agua) se vivirán todavía algunos meses más de distorsión. Todos los ministerios están llevando a cabo recortes del llamado «gasto flexible», algo que no implica despido de empleados, como recomienda la ortodoxia y denuncia el cristinismo, pero sí tijeretazos a contratos, viajes y remesas suntuarias. El ahorro anual sería de 100.000 millones de pesos, y equivale al 0,7% del PBI. A eso se agrega la merma de subsidios a la energía, que significa un 1,7% de ese déficit astronómico. Aun sumando esos dos ahorros, queda todavía un 4,8% heredado que no es posible reducir drásticamente, sino con gradualismo y deuda, y que se financiaba con emisión. El Gobierno bajó del 50% al 25% la tasa de crecimiento de la base monetaria: la máquina de imprimir billetes pegó un frenazo, pero se calcula que el efecto tardará seis meses más en notarse. Todos creen que en el segundo trimestre descenderá la fiebre, primero por cuestiones estacionales, luego por la crisis brasileña, después porque las empresas bajarán algunos precios por presión del mercado (pocas compras) y finalmente por una leve recesión que impone las tasas altas. Si estos pronósticos se verifican, en seis meses tal vez no hablaremos de inflación sino de baja del consumo, suspensiones y falta de empleo. El antídoto que tienen para estas secuelas son los créditos de infraestructura que entrarían inmediatamente después de que se firme al acuerdo con los bonistas: hay muchas obras paradas y otras autorizadas y listas para comenzar. Calculan entonces que el impacto será rápido y que en dos meses la obra pública podría sacudir la modorra. El Gobierno tiene detectados además 20.000 millones de dólares en inversiones latentes de compañías extranjeras y nacionales que ya están trabajando en la Argentina, que tenían los estudios terminados y el visto bueno, pero que postergaban su ejecución hasta que se clarificara el rumbo y se saliera del default técnico.
¿Resulta razonable, es voluntarista, será eficiente? Lo cierto es que así luce el Plan A que Mauricio Macri prefiere no comunicar todavía. «Y no tenemos Plan B», asegura Marcos Peña. Porque el Plan B implicaría un ajuste fiscal del 30% y un dólar a 25 pesos, con lo cual quedarían 500.000 personas en la calle y los salarios de todos los argentinos experimentarían una abrupta e irreparable contracción del 30%. Los ortodoxos aconsejan esta opción con sólidas razones técnicas e históricas. Y el kirchnerismo sueña también con ese escenario, porque es inviable políticamente, dejaría por el suelo la popularidad del Gobierno, provocaría convulsión social y cohesionaría a todos los peronismos contra Cambiemos: la tormenta perfecta. Por eso la desesperación para hundir el acuerdo con los holdouts no debe leerse desde la óptica del principismo ideológico, sino como simple estrategia destituyente: el cristinismo salvaje fantasea con que Macri se convierta en De la Rúa. Carlos Pagni reveló esta misma semana que Oscar Parrilli está llamando a los intendentes bonaerenses del palo: «La inflación y los despidos harán que el Gobierno se caiga a pedazos -les dice-. El año que viene llevemos a la jefa como candidata a senadora por la provincia, como hizo Duhalde en el año 2001, y sanseacabó». Clarísimo. Apostar al desastre y regresar como salvadores de la patria.
Como Macri se niega por ahora a ser Menem y De la Rúa, y los otros peronismos se alejan de los cristinistas delirantes como de la lepra, los campeones de la batalla cultural intentan instalar mientras tanto la idea del «revanchismo». Reciclaron el setentismo infantil, construyeron la revolución retórica, pasaron a la resistencia ridícula y hoy quieren hacernos creer que estamos en 1955. Los argumentos del «revanchismo» son los siguientes: despiden a los militantes rentados y a los ñoquis (caza de brujas); un juez mantiene presa por varias causas a Milagro Sala (persiguen a los luchadores sociales); la justicia avanza en casos de corrupción contra ex funcionarios (acoso judicial contra los valerosos gladiadores del pueblo); quitan de los edificios públicos propaganda del Frente para la Victoria y algunas obscenas mitificaciones personalistas (persecución ideológica y partidaria), y dejan de sostener con el erario a medios privados (atentado contra la libertad de expresión). La Nueva Revolución Libertadora recibe, escucha y acuerda a diario con dirigentes peronistas y sindicalistas de peso que hasta hace tres meses no podían pisar la Casa Rosada, que eran ninguneados y amenazados, o que en el mejor de los casos recibían órdenes sin derecho a réplica. ¿Cuál de los dos gobiernos les parece más gorila, compañeros?
El punto G de esta excitación militante es la delicada coyuntura que la arquitecta egipcia enfrenta en los tribunales. Pero este asunto no compete únicamente a los talibanes de Cristina: es una verdadera papa caliente para todo el sistema político. Sin entrar en consideraciones éticas o morales, se da la curiosa paradoja de que si la economía de Cambiemos y la renovación peronista lograran encauzarse este año, el liderazgo de la señora tendería paralelamente a derrumbarse y a fenecer por inanición política, a menos que la Justicia le permita victimizarse y ocupar de nuevo el centro de la escena. Ni al Gobierno ni a los otros peronismos les conviene esa circunstancia, que a la vez no pueden ni deben conjurar. Distraídos todos en detener el deslizamiento del coche sin motor por la peligrosa pendiente argentina, no deberían olvidar ese accidente geográfico que los aguarda justo en el medio de esta agenda envenenada.
El Plan A que Cambiemos se niega a explicitar, pero que ya está en operaciones, comienza por los números de la inflación, que según Elipsis y Bein están más cerca de la medición de la Ciudad que del IPC Congreso. Hay en esa cifra inquietante (cercana al 4% para febrero) por lo menos dos puntos que corresponden al inevitable aumento de las tarifas eléctricas, algo estrictamente coyuntural, aunque admiten que como habrá en el futuro cercano otras rectificaciones (gas, agua) se vivirán todavía algunos meses más de distorsión. Todos los ministerios están llevando a cabo recortes del llamado «gasto flexible», algo que no implica despido de empleados, como recomienda la ortodoxia y denuncia el cristinismo, pero sí tijeretazos a contratos, viajes y remesas suntuarias. El ahorro anual sería de 100.000 millones de pesos, y equivale al 0,7% del PBI. A eso se agrega la merma de subsidios a la energía, que significa un 1,7% de ese déficit astronómico. Aun sumando esos dos ahorros, queda todavía un 4,8% heredado que no es posible reducir drásticamente, sino con gradualismo y deuda, y que se financiaba con emisión. El Gobierno bajó del 50% al 25% la tasa de crecimiento de la base monetaria: la máquina de imprimir billetes pegó un frenazo, pero se calcula que el efecto tardará seis meses más en notarse. Todos creen que en el segundo trimestre descenderá la fiebre, primero por cuestiones estacionales, luego por la crisis brasileña, después porque las empresas bajarán algunos precios por presión del mercado (pocas compras) y finalmente por una leve recesión que impone las tasas altas. Si estos pronósticos se verifican, en seis meses tal vez no hablaremos de inflación sino de baja del consumo, suspensiones y falta de empleo. El antídoto que tienen para estas secuelas son los créditos de infraestructura que entrarían inmediatamente después de que se firme al acuerdo con los bonistas: hay muchas obras paradas y otras autorizadas y listas para comenzar. Calculan entonces que el impacto será rápido y que en dos meses la obra pública podría sacudir la modorra. El Gobierno tiene detectados además 20.000 millones de dólares en inversiones latentes de compañías extranjeras y nacionales que ya están trabajando en la Argentina, que tenían los estudios terminados y el visto bueno, pero que postergaban su ejecución hasta que se clarificara el rumbo y se saliera del default técnico.
¿Resulta razonable, es voluntarista, será eficiente? Lo cierto es que así luce el Plan A que Mauricio Macri prefiere no comunicar todavía. «Y no tenemos Plan B», asegura Marcos Peña. Porque el Plan B implicaría un ajuste fiscal del 30% y un dólar a 25 pesos, con lo cual quedarían 500.000 personas en la calle y los salarios de todos los argentinos experimentarían una abrupta e irreparable contracción del 30%. Los ortodoxos aconsejan esta opción con sólidas razones técnicas e históricas. Y el kirchnerismo sueña también con ese escenario, porque es inviable políticamente, dejaría por el suelo la popularidad del Gobierno, provocaría convulsión social y cohesionaría a todos los peronismos contra Cambiemos: la tormenta perfecta. Por eso la desesperación para hundir el acuerdo con los holdouts no debe leerse desde la óptica del principismo ideológico, sino como simple estrategia destituyente: el cristinismo salvaje fantasea con que Macri se convierta en De la Rúa. Carlos Pagni reveló esta misma semana que Oscar Parrilli está llamando a los intendentes bonaerenses del palo: «La inflación y los despidos harán que el Gobierno se caiga a pedazos -les dice-. El año que viene llevemos a la jefa como candidata a senadora por la provincia, como hizo Duhalde en el año 2001, y sanseacabó». Clarísimo. Apostar al desastre y regresar como salvadores de la patria.
Como Macri se niega por ahora a ser Menem y De la Rúa, y los otros peronismos se alejan de los cristinistas delirantes como de la lepra, los campeones de la batalla cultural intentan instalar mientras tanto la idea del «revanchismo». Reciclaron el setentismo infantil, construyeron la revolución retórica, pasaron a la resistencia ridícula y hoy quieren hacernos creer que estamos en 1955. Los argumentos del «revanchismo» son los siguientes: despiden a los militantes rentados y a los ñoquis (caza de brujas); un juez mantiene presa por varias causas a Milagro Sala (persiguen a los luchadores sociales); la justicia avanza en casos de corrupción contra ex funcionarios (acoso judicial contra los valerosos gladiadores del pueblo); quitan de los edificios públicos propaganda del Frente para la Victoria y algunas obscenas mitificaciones personalistas (persecución ideológica y partidaria), y dejan de sostener con el erario a medios privados (atentado contra la libertad de expresión). La Nueva Revolución Libertadora recibe, escucha y acuerda a diario con dirigentes peronistas y sindicalistas de peso que hasta hace tres meses no podían pisar la Casa Rosada, que eran ninguneados y amenazados, o que en el mejor de los casos recibían órdenes sin derecho a réplica. ¿Cuál de los dos gobiernos les parece más gorila, compañeros?
El punto G de esta excitación militante es la delicada coyuntura que la arquitecta egipcia enfrenta en los tribunales. Pero este asunto no compete únicamente a los talibanes de Cristina: es una verdadera papa caliente para todo el sistema político. Sin entrar en consideraciones éticas o morales, se da la curiosa paradoja de que si la economía de Cambiemos y la renovación peronista lograran encauzarse este año, el liderazgo de la señora tendería paralelamente a derrumbarse y a fenecer por inanición política, a menos que la Justicia le permita victimizarse y ocupar de nuevo el centro de la escena. Ni al Gobierno ni a los otros peronismos les conviene esa circunstancia, que a la vez no pueden ni deben conjurar. Distraídos todos en detener el deslizamiento del coche sin motor por la peligrosa pendiente argentina, no deberían olvidar ese accidente geográfico que los aguarda justo en el medio de esta agenda envenenada.