El acuerdo con el Club de París colmó el límite tolerado por la oposición, fue demasiado para los teóricos del fin de siglo que salieron desaforados.
La Plaza de Mayo colmada por entusiastas familias, jóvenes unidos y organizados, y cohesionados militantes del proyecto político en curso desde 2003, fue demasiado para los teóricos del «fin de ciclo». El acuerdo con el Club de París, por el que la oposición política y su voz mediática (¿o es al revés?) apostaron todo su capital que nunca jamás se alcanzaría, colmó el límite de lo tolerable, encendió todas las alarmas, y motivó un contragolpe tan previsible como atolondrado: el llamado a indagatoria de Amado Boudou. Del intento por judicializar la política –viejo vicio de las derechas más rústicas de la Argentina– se sale con más política. Nunca tan obvia, jamás tan evidente, pocas veces vista semejante sincronización en la operación mediática y judicial más sostenida en el tiempo desde que fuera reiniciada la democracia, hace 31 años. ¿Cómo interpretar si no la intimación judicial al segundo hombre en la institucionalidad republicana si esta coincide con el viaje a Brasil de la presidenta, justamente cuando el vice debería estar al mando de la primera magistratura nacional? Para que no queden dudas, Boudou no invocó razones de Estado ni se excusó en el ejercicio de la presidencia, y pidió adelantar la audiencia, pero eso, ¿quién lo tiene en cuenta a la hora de operar contra el gobierno? La publicación en el sitio de prensa de la Corte Suprema de la citación a Comodoro Py (antes de que la notificación formal al declarante a través de sus abogados), vino acompañada de una operación aun más grosera, tendiente a instalar la idea de que la Cámara Federal apartaría al juez Ariel Lijo de la instrucción de la causa. Qué baja continúa siendo la calidad institucional de la justicia. Ese rumor impuesto a propósito en la agenda de los medios opositores, filtrado al Grupo Clarín por uno de los camaristas –como lo reveló Tiempo Argentino el lunes pasado–, buscaba desteñir lo que se supo casi simultáneamente a la convocatoria judicial: el beneficioso acuerdo con el foro de acreedores externos celebrado en París tras 17 horas de negociación, y la invitación a Cristina para que Argentina participe de la cumbre de los países miembros del BRICS, que componen las economías más pujantes entre las naciones emergentes: Brasil, Rusia, India, China y Sudáfrica. Demasiadas sutilezas. Desde luego, no fue Jorge Lanata el único que padeció por esas horas un fuerte brote psicótico. Hace rato que la ruptura temporal de todo lazo con la realidad se volvió endémica para algunos. Lo suyo fue apenas la exteriorización de un trauma, una culpa, una imposibilidad que exceden al frontman televisivo y aquejan desde hace años a la variopinta derecha criolla: terminar de una vez por todas, sin muchos considerandos, el ciclo kirchnerista. Lanata, definitivamente, no es el problema. El capocómico expresa de un modo visceral lo mismo que otros, al fin y al cabo más dañinos, dicen de una manera más elegante y retorcida. El bidón con nafta en la entrega de los Martín Fierro es su manera de militar por un fallo a favor de los fondos buitre en la Corte norteamericana. Mientras se burla, incita al odio y llama a «que se vayan», otros fugan dólares, promueven el eterno default y buscan entregarles el país a los destituyentes seriales. A la provocación en la noche de la premiación radial y televisiva le siguió el llamado al escarnio público para los hijos de los jueces que no dictaminan como él desea. Esto no es todo: cuando pidió disculpas por la barbaridad que había dicho, no tuvo mejor idea que pedir «terminar con el aparato de propaganda del gobierno». ¿Qué no dirían los periodistas-Pitman que viajan a Washington para defender la libertad de expresión ante la OEA si algún funcionario del gobierno hiciera una declaración pública semejante? ¿Cuántas tapas de diario, programas de chimentos y sesiones especiales pero sin quórum en el Congreso tendríamos que soportar si algún dirigente del FPV dijera que hay que «terminar con el aparato de propaganda de Magnetto», con los justificadores del procesado jefe de gobierno porteño, con el sistema de comunicación que sostiene los argumentos de la Sociedad Rural en todas y cada una de sus pujas con el Estado y el interés público? Eduardo Duhalde también dice querer «terminar» con la cultura kirchnerista. Es un verbo que se volvió sustantivo: obsesión. La virtud democrática de la Ley de Medios y la capacidad del Estado por garantizar pluralidad de voces en el espectro audiovisual son la única garantía para que los más grandes actores económicos no se salgan con la suya y no alcancen su deseo más oculto: que sólo sobrevivan económicamente los medios apoyados por capitales como Techint o Shell, o antes Repsol, que pagaba a Joaquín Morales Solá, Marcelo Bonelli y Alberto Fernández cuantiosas sumas de dinero bajo la mesa en concepto de «asesoría comunicacional». ¿O ya se olvidaron de eso? Beatriz Sarlo, en cambio, es más sutil a la hora de formular exactamente el mismo planteo, tan brutal como las vísceras de Lanata. Hace dos semanas, en un programa de televisión de la señal TN, dijo que no imagina al «kirchnerismo duro y puro 18 años fuera del poder», como sí lo estuvo en su momento el peronismo, porque esta «década se va a olvidar rápidamente». ¿Acaso alguno cree casual relacionar el final del gobierno de Cristina con el golpe militar de 1955 y la resistencia peronista que le siguió después? No hay ninguna ingenuidad en el paralelismo. La comparación es el mensaje. No hay mucha distancia entre «terminar con el aparato de propaganda del gobierno» y prohibir a partir de 2015 (o antes) las palabras kirchnerismo, Cristina, Ley de Medios, Derechos Humanos, y citar la figura de la presidenta de costado, con culpa y cargo, llamándola «tirana prófuga», o similar. Hubiera sido bueno escuchar a los periodistas que tanto se quejan cuando deben ceder minutos de sus programas a la cadena oficial de radio y televisión, protestar al aire por tener que suspender la información sobre el estado del tiempo y el tránsito, para escuchar en la mañana del lunes, en vivo desde Madrid, las explicaciones del Rey Juan Carlos. Imposible: sólo les está permitido rebelarse ante el Estado, no contra el gran monarca de estos tiempos, el capital que les paga el sueldo, al que le juran lealtad y patriotismo, y que jamás ha de abdicar solo. Para eso hace falta mucho gobierno nacional, popular y democrático todavía. – <dl
La Plaza de Mayo colmada por entusiastas familias, jóvenes unidos y organizados, y cohesionados militantes del proyecto político en curso desde 2003, fue demasiado para los teóricos del «fin de ciclo». El acuerdo con el Club de París, por el que la oposición política y su voz mediática (¿o es al revés?) apostaron todo su capital que nunca jamás se alcanzaría, colmó el límite de lo tolerable, encendió todas las alarmas, y motivó un contragolpe tan previsible como atolondrado: el llamado a indagatoria de Amado Boudou. Del intento por judicializar la política –viejo vicio de las derechas más rústicas de la Argentina– se sale con más política. Nunca tan obvia, jamás tan evidente, pocas veces vista semejante sincronización en la operación mediática y judicial más sostenida en el tiempo desde que fuera reiniciada la democracia, hace 31 años. ¿Cómo interpretar si no la intimación judicial al segundo hombre en la institucionalidad republicana si esta coincide con el viaje a Brasil de la presidenta, justamente cuando el vice debería estar al mando de la primera magistratura nacional? Para que no queden dudas, Boudou no invocó razones de Estado ni se excusó en el ejercicio de la presidencia, y pidió adelantar la audiencia, pero eso, ¿quién lo tiene en cuenta a la hora de operar contra el gobierno? La publicación en el sitio de prensa de la Corte Suprema de la citación a Comodoro Py (antes de que la notificación formal al declarante a través de sus abogados), vino acompañada de una operación aun más grosera, tendiente a instalar la idea de que la Cámara Federal apartaría al juez Ariel Lijo de la instrucción de la causa. Qué baja continúa siendo la calidad institucional de la justicia. Ese rumor impuesto a propósito en la agenda de los medios opositores, filtrado al Grupo Clarín por uno de los camaristas –como lo reveló Tiempo Argentino el lunes pasado–, buscaba desteñir lo que se supo casi simultáneamente a la convocatoria judicial: el beneficioso acuerdo con el foro de acreedores externos celebrado en París tras 17 horas de negociación, y la invitación a Cristina para que Argentina participe de la cumbre de los países miembros del BRICS, que componen las economías más pujantes entre las naciones emergentes: Brasil, Rusia, India, China y Sudáfrica. Demasiadas sutilezas. Desde luego, no fue Jorge Lanata el único que padeció por esas horas un fuerte brote psicótico. Hace rato que la ruptura temporal de todo lazo con la realidad se volvió endémica para algunos. Lo suyo fue apenas la exteriorización de un trauma, una culpa, una imposibilidad que exceden al frontman televisivo y aquejan desde hace años a la variopinta derecha criolla: terminar de una vez por todas, sin muchos considerandos, el ciclo kirchnerista. Lanata, definitivamente, no es el problema. El capocómico expresa de un modo visceral lo mismo que otros, al fin y al cabo más dañinos, dicen de una manera más elegante y retorcida. El bidón con nafta en la entrega de los Martín Fierro es su manera de militar por un fallo a favor de los fondos buitre en la Corte norteamericana. Mientras se burla, incita al odio y llama a «que se vayan», otros fugan dólares, promueven el eterno default y buscan entregarles el país a los destituyentes seriales. A la provocación en la noche de la premiación radial y televisiva le siguió el llamado al escarnio público para los hijos de los jueces que no dictaminan como él desea. Esto no es todo: cuando pidió disculpas por la barbaridad que había dicho, no tuvo mejor idea que pedir «terminar con el aparato de propaganda del gobierno». ¿Qué no dirían los periodistas-Pitman que viajan a Washington para defender la libertad de expresión ante la OEA si algún funcionario del gobierno hiciera una declaración pública semejante? ¿Cuántas tapas de diario, programas de chimentos y sesiones especiales pero sin quórum en el Congreso tendríamos que soportar si algún dirigente del FPV dijera que hay que «terminar con el aparato de propaganda de Magnetto», con los justificadores del procesado jefe de gobierno porteño, con el sistema de comunicación que sostiene los argumentos de la Sociedad Rural en todas y cada una de sus pujas con el Estado y el interés público? Eduardo Duhalde también dice querer «terminar» con la cultura kirchnerista. Es un verbo que se volvió sustantivo: obsesión. La virtud democrática de la Ley de Medios y la capacidad del Estado por garantizar pluralidad de voces en el espectro audiovisual son la única garantía para que los más grandes actores económicos no se salgan con la suya y no alcancen su deseo más oculto: que sólo sobrevivan económicamente los medios apoyados por capitales como Techint o Shell, o antes Repsol, que pagaba a Joaquín Morales Solá, Marcelo Bonelli y Alberto Fernández cuantiosas sumas de dinero bajo la mesa en concepto de «asesoría comunicacional». ¿O ya se olvidaron de eso? Beatriz Sarlo, en cambio, es más sutil a la hora de formular exactamente el mismo planteo, tan brutal como las vísceras de Lanata. Hace dos semanas, en un programa de televisión de la señal TN, dijo que no imagina al «kirchnerismo duro y puro 18 años fuera del poder», como sí lo estuvo en su momento el peronismo, porque esta «década se va a olvidar rápidamente». ¿Acaso alguno cree casual relacionar el final del gobierno de Cristina con el golpe militar de 1955 y la resistencia peronista que le siguió después? No hay ninguna ingenuidad en el paralelismo. La comparación es el mensaje. No hay mucha distancia entre «terminar con el aparato de propaganda del gobierno» y prohibir a partir de 2015 (o antes) las palabras kirchnerismo, Cristina, Ley de Medios, Derechos Humanos, y citar la figura de la presidenta de costado, con culpa y cargo, llamándola «tirana prófuga», o similar. Hubiera sido bueno escuchar a los periodistas que tanto se quejan cuando deben ceder minutos de sus programas a la cadena oficial de radio y televisión, protestar al aire por tener que suspender la información sobre el estado del tiempo y el tránsito, para escuchar en la mañana del lunes, en vivo desde Madrid, las explicaciones del Rey Juan Carlos. Imposible: sólo les está permitido rebelarse ante el Estado, no contra el gran monarca de estos tiempos, el capital que les paga el sueldo, al que le juran lealtad y patriotismo, y que jamás ha de abdicar solo. Para eso hace falta mucho gobierno nacional, popular y democrático todavía. – <dl