El Foro Económico Mundial fue la primera reunión «normal» de Davos en cinco años. Desde la caída de Lehman Brothers, en septiembre de 2008, una sensación de crisis se ha cernido sobre la cumbre anual.
La naturaleza de los temores del hombre -y la mujer- de Davos se modificaron ligeramente año tras año, a medida que las preocupaciones sobre el colapso del sistema financiero mundial daban paso al temor de otra Gran Depresión y luego a preocupaciones más específicas sobre la crisis de la eurozona.
Este año, sin embargo, las nubes se disiparon, el terror desapareció y regresó un genuino optimismo. La amenaza de una crisis financiera ahora parece remota. La economía estadounidense se está fortaleciendo y podría crecer un 3% este año. El Reino Unido también se recupera con fuerza. Y la eurozona y Japón también crecerán este año, aunque a un ritmo más lento.
El repunte económico también dio lugar a una modesta recuperación en la confianza política. Hablar de la «decadencia de Occidente», tema que se volvió omnipresente en los últimos años, es menos común. En cambio, se está poniendo de moda sostener que los mercados emergentes están listos para una corrección y resaltar los problemas políticos de potencias emergentes como China, India y Brasil.
La genuina inestabilidad económica y política de los países BRIC y otros mercados emergentes sería un motivo de profunda preocupación. Pero una corrección modesta, combinada con un renacimiento occidental, no es suficiente para alterar la ola de «buenas noticias» para este año.
No obstante, si bien el optimismo volvió a los banqueros, empresarios, políticos y celebridades que les agrada reunirse en el Foro Económico Mundial, la historia mundial sobre la forma en que funciona el mundo es ahora más complicada que antes de la crisis.
Antes de la crisis financiera, Davos era esencialmente un festival dedicado a la celebración de las virtudes de la globalización. Si bien ocasionalmente se daba a los manifestantes anti-globalización la posibilidad de expresarse (o más frecuentemente se los confinaba al «Foro Abierto», bien lejos de los hoteles de lujo), sus argumentos acerca de la desigualdad se consideraban bastante marginales.
En 2014, sin embargo, la sensación de que algo no funcionaba bien en la forma de distribución de los beneficios de la globalización empezó a ser objeto de debate general.
Una tendencia común en los últimos años -que une a las economías ricas de Occidente con las potencias emergentes- fueron los episodios de protesta social a gran escala, que pusieron de relieve la desigualdad y la corrupción.
Los ejemplos son cada vez más: el movimiento «Occupy Wall Street», los Indignados en Madrid, las protestas contra la corrupción en Delhi, las manifestaciones masivas en las ciudades brasileñas el verano pasado, el movimiento Gezi Park en Turquía y las manifestaciones posteriores al golpe del año pasado en Egipto: todos parecen demostrar lo rápido que el sentimiento anti-establishment puede avivarse en la era de los medios sociales.
Dado que el FEM es, esencialmente, un encuentro de la élite mundial, sus delegados se preocuparán por las pruebas evidentes del crecimiento del «populismo» (para usar un término favorito de Davos). Esas preocupaciones ya se ven reflejadas en el mundo, más allá de las pistas de esquí de Suiza, a medida que los líderes políticos, que operan en sistemas muy diferentes, tratan de responder a la ira anti-elitista. En China, el presidente Xi Jinping dio inicio a una cruzada anti-corrupción de alto perfil e intentó restringir el consumo ostentoso por parte de funcionarios. En India, la nueva fuerza política en ascenso es el partido Aam Aadmi, cuyo símbolo es una escoba, y que ya barrió con todo en las elecciones municipales de Delhi.
En Estados Unidos, incluso los políticos republicanos hablan más sobre la desigualdad y las presiones económicas sobre la clase media, una reacción tardía al hecho de que, en términos reales, la familia estadounidense promedio ahora gana menos que en 1989.
Una cuestión central para la política en el año venidero es si los líderes políticos actuales serán capaces de responder con eficacia a este sentimiento anti-establishment o si surgirán nuevas fuerzas políticas más radicales.
Es probable que en las elecciones del Parlamento Europeo en mayo surja una ola de apoyo a los partidos políticos «de afuera», muchos de los cuales seguramente se opongan a la UE y los temas centrales de inmigración y a la vez aumenten la presión sobre el nivel de vida de la clase trabajadora.
La mayor sorpresa podría venir de Francia, donde el Frente Nacional (FN), considerado durante mucho tiempo como un partido de extrema derecha vinculado con el fascismo, puede dar un paso decisivo al emerger como el partido más votado en las elecciones europeas.
Una baja participación, un sistema de votación proporcional, la profunda falta de popularidad del presidente François Hollande y los intentos del FN para limpiar su imagen ayudaron a fortalecer su atractivo.
Sin embargo, independientemente de las circunstancias atenuantes, un muy buen resultado del FN seguiría enviando ondas de choque a través del sistema francés.
El efecto europeo más amplio será amplificado porque otros partidos marginales, entre ellos el Partido por la Independencia del Reino Unido de Gran Bretaña y el Partido de la Libertad de los Países Bajos, también pueden liderar las elecciones de sus respectivos países.
En total, los partidos marginales podrían llevarse hasta un 30% de los escaños del nuevo Parlamento Europeo.
La cuestión para el establishment europeo será cómo se adapta. ¿Habrá posibilidad de que los partidos tradicionales se recuperaren en elecciones nacionales más importantes? ¿O una gran actuación populista en las elecciones europeas causará pánico y llevará a un replanteamiento radical de las funciones y políticas de la UE, como la libre circulación de personas dentro del bloque?
Una oleada política populista en Europa también podría tener graves efectos económicos y perjudicar la frágil confianza de los mercados en que la crisis del euro está finalmente bajo control.
La radicalización política también podría hacerse sentir en Estados Unidos. Allí, la gran pregunta política para 2014 es si el Partido Republicano va a tomar el control del Congreso tras las elecciones legislativas de noviembre y, de ser así, si va a ser un partido que esté cada vez más bajo el control de los radicales del Tea Party. Una victoria republicana y un resurgimiento del Tea Party serían la pesadilla de Barack Obama, y harían flaquear eficazmente sus dos últimos años de mandato.
Pero existe la posibilidad de que el presidente se beneficie de un escenario más benigno, en el que un fortalecimiento de la economía, unido a una mejora en la imagen de sus distintivas reformas de salud, asegure que los demócratas mantengan el control de al menos una cámara del Congreso.
En materia de asuntos internacionales, la principal cuestión será si una modesta mejoría en la suerte económica de Estados Unidos va a cambiar la impresión de que Estados Unidos ya no es la fuerza mundial que supo ser.
La sensación de que Estados Unidos está tirando hacia atrás se fortalecerá en el transcurso del año, por el espectáculo de la retirada aliada de Afganistán. La continua carnicería en Siria y un empeoramiento de la situación en Irak -ambas situaciones bastante probables- reforzarían la impresión de que la gran región de Oriente Medio está sufriendo de un vacío de poder, dado que los fundadores de la diplomacia liderados por Estados Unidos y la nación miran cada vez más hacia adentro.
Pero hay otra posibilidad, más positiva. Si Obama y su equipo logran negociar un acuerdo que congele el programa nuclear de Irán -y debilite la amenaza de guerra- el énfasis del presidente en la diplomacia y la renuencia a utilizar la fuerza militar sería visto como una fortaleza, no una debilidad. Un logro con Irán significaría que los argumentos económicos para sostener el optimismo en 2014 también se sostuvieron en sucesos positivos en materia de geopolítica.
Los partidos marginales podrían llevarse hasta un 30% de los escaños del nuevo Parlamento Europeo.
Traducción: Viviana L. Fernández