La salida de Darío Lopérfido del Ministerio de Cultura porteño estuvo precedida por una serie de hechos que, una vez más, nos mueven a reflexionar sobre la cerrazón de algunos sectores, más fanáticos que racionales, a debatir sobre datos extremadamente dolorosos del pasado reciente. Los dichos del ahora ex ministro -quien seguirá al frente del Teatro Colón- respecto de que no fueron 30.000 los desaparecidos durante el último gobierno militar y que «la historia dice que los Montoneros construyeron la democracia cuando en realidad la atacaron» desataron una dura embestida contra Lopérfido tanto de sectores del kirchnerismo, que consideran el tema de los derechos humanos de su exclusiva propiedad y no admiten disensos ni dudas, como de representantes del oficialismo, que prefirieron ampararse en una supuesta «corrección política» antes que defender el derecho de todos a poder expresarse libremente.
Hasta la propia Graciela Fernández Meijide, de quien no podrá nunca negarse su enorme tarea en defensa de los derechos humanos, ha dicho en su momento, respecto de las críticas al funcionario renunciante, que era un «chiquitaje llenar de mentiras, como con los 30.000 desaparecidos». Y agregó quien, además de miembro de la Asamblea Permanente por los Derechos Humanos, fue una de las integrantes de la Conadep: «¿Con qué derecho cuando había un conteo de 9000?».
Con la claridad que lo caracteriza, el historiador Luis Alberto Romero decía sobre el mismo tema: «En nombre de los derechos humanos, los franquiciados (quienes agitan la mayor de las cifras) reivindicaron a los héroes de la lucha armada, se convirtieron en jueces universales de conductas ajenas y hasta se animaron a exculpar al general Milani».
Lopérfido también denunció un fraude audiovisual multimillonario durante el kirchnerismo, triangulando dineros del Estado con universidades para favorecer a productoras y comprar voluntades. Como era de esperar, muchos de quienes por estas horas deberían estar dando explicaciones sobre sus abultados negocios con el gobierno anterior prefirieron sentirse agraviados y agraviar al mensajero. Lo mismo sucedió con declaraciones de Javier González Fraga en el sentido de que el kirchnerismo alentó el sobreconsumo, atrasando tarifas y haciéndole creer a un empleado medio que su sueldo «servía para comprar celulares, plasmas, autos, motos e irse al exterior». Las imputaciones que recibió de los defensores del «modelo» no alcanzaron nunca a explicar el fondo de los dichos del economista ni dónde está la verdadera inclusión que aquéllos promovían, sino que, nuevamente, estuvieron dirigidas al ataque personal más artero.
Son las mismas personas que nada decían cuando Cristina Fernández de Kirchner violaba secretos fiscales escrachando a contribuyentes en cadena nacional y utilizaba información reservada para atacar a sus opositores. Menos cuando inauguraba una obra varias veces o apañaba a funcionarios a los que ahora se quiere mostrar como excepciones y no reglas de una década signada por la corrupción.
El kirchnerismo ha pretendido imponer la verdad: la propia como única. La de los demás carecía y carece, por lo visto, de todo valor.
Las atrocidades cometidas por el terrorismo de Estado no están en discusión. Lo dicho tanto por Lopérfido como por González Fraga en materia económica fue poner en palabras opiniones que son compartidas por muchísima gente, aunque en público no se expresen por temor a ser estigmatizados, por aparecer abordando cuestiones «impolíticas» a los ojos de algunos. Permitirse dudar no es ir en contra de nadie ni es razonable que haya que pagar un precio por expresarse libremente.
Volviendo a los dichos de Romero, hay que comprender que el peor enemigo del mito es la investigación crítica y que es riesgoso transformar el mito en historia.
Hasta la propia Graciela Fernández Meijide, de quien no podrá nunca negarse su enorme tarea en defensa de los derechos humanos, ha dicho en su momento, respecto de las críticas al funcionario renunciante, que era un «chiquitaje llenar de mentiras, como con los 30.000 desaparecidos». Y agregó quien, además de miembro de la Asamblea Permanente por los Derechos Humanos, fue una de las integrantes de la Conadep: «¿Con qué derecho cuando había un conteo de 9000?».
Con la claridad que lo caracteriza, el historiador Luis Alberto Romero decía sobre el mismo tema: «En nombre de los derechos humanos, los franquiciados (quienes agitan la mayor de las cifras) reivindicaron a los héroes de la lucha armada, se convirtieron en jueces universales de conductas ajenas y hasta se animaron a exculpar al general Milani».
Lopérfido también denunció un fraude audiovisual multimillonario durante el kirchnerismo, triangulando dineros del Estado con universidades para favorecer a productoras y comprar voluntades. Como era de esperar, muchos de quienes por estas horas deberían estar dando explicaciones sobre sus abultados negocios con el gobierno anterior prefirieron sentirse agraviados y agraviar al mensajero. Lo mismo sucedió con declaraciones de Javier González Fraga en el sentido de que el kirchnerismo alentó el sobreconsumo, atrasando tarifas y haciéndole creer a un empleado medio que su sueldo «servía para comprar celulares, plasmas, autos, motos e irse al exterior». Las imputaciones que recibió de los defensores del «modelo» no alcanzaron nunca a explicar el fondo de los dichos del economista ni dónde está la verdadera inclusión que aquéllos promovían, sino que, nuevamente, estuvieron dirigidas al ataque personal más artero.
Son las mismas personas que nada decían cuando Cristina Fernández de Kirchner violaba secretos fiscales escrachando a contribuyentes en cadena nacional y utilizaba información reservada para atacar a sus opositores. Menos cuando inauguraba una obra varias veces o apañaba a funcionarios a los que ahora se quiere mostrar como excepciones y no reglas de una década signada por la corrupción.
El kirchnerismo ha pretendido imponer la verdad: la propia como única. La de los demás carecía y carece, por lo visto, de todo valor.
Las atrocidades cometidas por el terrorismo de Estado no están en discusión. Lo dicho tanto por Lopérfido como por González Fraga en materia económica fue poner en palabras opiniones que son compartidas por muchísima gente, aunque en público no se expresen por temor a ser estigmatizados, por aparecer abordando cuestiones «impolíticas» a los ojos de algunos. Permitirse dudar no es ir en contra de nadie ni es razonable que haya que pagar un precio por expresarse libremente.
Volviendo a los dichos de Romero, hay que comprender que el peor enemigo del mito es la investigación crítica y que es riesgoso transformar el mito en historia.