El ranking de los ladrones

13 de Diciembre de 2014
A propósito del affaire de las cuentas en Suiza
Quienes más tienen emergen violando groseramente las normas legales, evadiendo inmensas fortunas que no sólo dejaron de pagar impuestos sino que además fueron sacadas del circuito productivo argentino.
Desde siempre la vida en comunidad ha reconocido la existencia de algunos con más derechos y otros con más obligaciones. La diferencia ha surgido de la capacidad guerrera para defender a la tribu, de los mitos religiosos, de mil razones que instalaron en la conciencia colectiva la legitimidad que algunos tuvieran más poder que otros y usaran ese poder en parte o en mucho en beneficio propio.
El capitalismo moderno es simplemente la etapa que nos toca vivir de esa evolución, donde la acumulación patrimonial es un valor superior, por encima de la satisfacción de necesidades básicas de las personas o las comunidades. Quien más tiene más puede. Tener más es ser más y detrás de ese axioma se ha ido estructurando toda sociedad, con la interminable secuencia de relaciones causa efecto que se derivan de esa idea primaria. Como no se trata de una evolución lineal donde todos crezcan, sólo que a distinta velocidad, sino que unos acumulan en buena medida a expensas de otros, aparece allí el Estado, como responsable de atenuar la inequidad y contener a los que pierden en esa competencia.
Una meta expresada y valorada tan crudamente –tener más– se ha llevado por delante, en los últimos 200 años, todos los frenos morales o éticos imaginables. Ese alud también ha socavado primero y destruido después todos los diques que algunos Estados quisieron construir, culminando en guerras que masacraron millones de personas disfrazando los intereses económicos o más recientemente organizando invasiones como la de Estados Unidos en Irak, que fue enteramente privatizada desde su ejecución misma, en beneficio de un puñado de grandes corporaciones.
La posesión de patrimonio se ha concentrado sin cesar y sin aparente límite y de un modo u otro, en paralelo también se ha concentrado el protagonismo en las instituciones públicas creadas para controlar y regular la vida económica y social, no sólo por la postulación y elección reiterada de pequeños grupos de dirigentes, sino incluso por su sucesión generacional pseudo hereditaria. La suma de unos y otros –el poder económico y el poder político– representa una proporción muy pequeña de la población en su conjunto.
El grueso de los ciudadanos, mientras tanto, transita por un escenario que con frecuencia olvidamos, lleno de contradicciones. Por un lado, vive embebido en los valores capitalistas, aspirando o soñando con tener más. Por otro lado, delega en los funcionarios públicos electivos la responsabilidad de controlar los abusos y dar una moderada asistencia a los excluidos.
Con el primer sombrero, nos enfrentamos a cada segundo con la seducción de transgredir códigos escritos o no, de cualquier naturaleza, para lograr tener más de algo. Con el segundo sombrero, esperamos y reclamamos que los funcionarios se hagan cargo de mantener la función en marcha, persiguiendo y sancionando a quienes nos amenazan de manera más directa y sin beneficiarse por el ejercicio del poder.
Se trata, convengamos, de un modo de vida comunitario muy tensionado, donde la probabilidad de insatisfacción es alta y la asignación de responsabilidades para esa insatisfacción es bien complicada.
Como simplificación, los ciudadanos hemos elegido, desde hace mucho tiempo, tomar sólo una parte de la novela: admitimos el sistema como está, imaginamos que se puede vivir con él y aspiramos que haya funcionarios que apliquen su vida de manera irreprochable a gestionarlo del mejor modo posible, sin beneficiarse personalmente. Cuando esto falla –casi siempre– cargamos contra los funcionarios y su corrupción. En la gran mayoría de los casos, además, no asociamos la corrupción del responsable político con la acción corruptora de la inevitable contraparte, como si se tratara de un hecho con una sola parte protagonista. De tal modo, ejercemos un reclamo ni incorrecto ni injusto, ya que no elegimos personas para que nos roben. Sólo que eludimos el análisis estructural, que llevado a fondo nos mostraría un problema de mucha mayor densidad.
En estos momentos, aparece una situación incómoda para la cultura imperante. Los ganadores del torneo por tener más y más emergen a la luz pública violando groseramente las normas legales, evadiendo inmensas fortunas que no sólo dejaron de pagar impuestos sino que además –tal vez hasta más importante– fueron sacadas del circuito productivo argentino, en el que si se hubieran invertido, hubieran generado bienes y servicios que podríamos haber compartido entre todos. ¿Quienes los descubrieron y los acusan? Una parte de esos funcionarios que estamos acostumbrados a desconfiar y repudiar. ¿Qué pasará con esto?
No sabemos. Es nuevo como hecho y es nuevo como valor social. Más allá que lo imagináramos o no, resulta que el banco que te financia tu tarjeta de crédito, la empresa que te suministra la energía eléctrica o el cable, quien procesa los alimentos que consumís, retacea sus aportes a financiar los bienes comunes e incluso deja de invertir, llevado por la avaricia de esconder beneficios creyendo que de ese modo se tiene más.
Los caminos por delante son pocos. Uno, primario, buscará explicar esas conductas a partir de «climas de negocios» construidos por la clase política, responsable de todos los males. En caso de tener éxito esa justificación, las paredes alrededor de las propiedades de los poderosos deberán ser cada vez más altas; habrá que instalar muchas cárceles adicionales y enseñar a nuestros hijos a usar armas. Porque si todo vale, eso se aplica para todas las conductas.
Otro, mucho más difícil, pero al menos esperanzador, es discutir masivamente como parte esencial de la militancia política, cuales son las responsabilidades de la pequeña fracción con poder decisivo en la sociedad, tanto económico como político. Establecidas que sean esas responsabilidades, definir las formas de control más participativas y transparentes y las sanciones que correspondan a quienes se aparten de su obligación, sin límite de dureza. Para unos y otros.
Dejar ocultos a los delincuentes de guante blanco nos conduce a la disolución. Admitir que la dirigencia política siempre robará con impunidad no sólo es torpe sino que además protege a los poderes económicos que en definitiva son quienes ponen el dinero. El affaire del HSBC y sus amiguitos nos da una nueva oportunidad de entenderlo. – <dl
* Titular del Instituto para la Producción Popular.
www.produccionpopular.org.ar

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