Finalmente se produjo el esperado regreso de la Presidenta. En una secuencia, cuidadosamente preparada, Cristina reapareció en escena, dirigiéndose a públicos diversos, con intenciones diferentes, aunque empleando un hilo conductor y una simbología característica. Puedan distinguirse tres fases en este retorno. En primer lugar, el video grabado por su hija, difundido informalmente a través de las redes sociales; en segundo lugar, el discurso a los militantes reunidos en el patio de las palmeras de la Casa de Gobierno; en tercer lugar, la reorganización del Gabinete y la entrega de la cabeza de su funcionario más polémico, Guillermo Moreno .
Si nos atenemos a los sondeos, el retorno de la Presidenta resultó exitoso: su imagen positiva se reforzó, el cambio de Gabinete tuvo buena recepción y el despido de Moreno fue acompañado por un apoyo estruendoso. Pero, por sobre todo, Cristina logró una vez más atraer la atención excluyente sobre su figura. Las personas comunes y los factores de poder volvieron a hablar de ella, a enfatizar su recuperación, a especular sobre su capacidad para gobernar; a comentar, con complicidad o con sorna, su vestimenta y sus gestos. Alcanzó en pocas horas el monopolio del interés público. Se la amó y se la odió, se la aclamó y se la rechazó, como en sus mejores momentos.
El primer paso del menú elegido para retornar fue un video doméstico. Puede considerárselo una pieza maestra de la privatización de la política. El episodio de una saga sentimental que pone por delante las emociones, los enseres de uso cotidiano y el hogar, dejando en segundo plano las cuestiones públicas, vinculadas a la administración del Estado.
La frase «A mí me pasó de todo», aludiendo a su enfermedad, a la muerte de su marido, a las alternativas de su profesión, buscó y logró la identificación masiva. El público no advertido, que seguía la escena, sintió: esto también me ocurrió a mí, o a mi vecino, o a algún amigo. Ella es como nosotros, es una más de la familia. De soslayo, los regalos recibidos -un perro, un ramo de rosas, un pingüinito de peluche- aparecieron como significantes políticos, pero más propios de un ama de casa que de una presidenta. Contó que el perro, al que bautizó Simón, por Bolívar, se lo trajo un hermano de Hugo Chávez, que bien podría ser un pariente, un tío o un primo, que vive en otro país. Agregó que las rosas se las regaló Hebe de Bonafini, que, si no fuera quien es, podría pasar por una vecina que se acercó a saludarla.
El siguiente episodio transcurrió en un balcón de la Casa Rosada. Se trató de música de cámara más que de un gran concierto. Pero está emparentada con la larga tradición populista. La Presidenta no se dirigió a multitudes ubicadas en la Plaza de Mayo, como lo hacían Perón y Evita, sino a un grupo de militantes juveniles concentrados en el patio interior de la Casa de Gobierno. Cristina abandonó al ama de casa convaleciente, para transformarse en una líder, que saluda y es aclamada por sus seguidores. Ya no juega con un perro faldero buscando la complicidad sentimental del desprevenido votante medio, ahora exhorta a sus partidarios a no bajar las banderas, a seguir profundizando el camino emprendido.
Con estos gestos se completó el aspecto personal del regreso. La fase carismática que la tuvo como protagonista excluyente. El resto transcurrió por vía administrativa: cambiar parte del Gabinete y despedir a un funcionario desgastado y controvertido. A partir de las novedades se desataron especulaciones, hipótesis, comentarios favorables y rechazos rotundos. El mundo de la política tomó la palabra, los nuevos funcionarios amagaron explicaciones, estrenaron escritorios, madrugaron, ensayaron una apertura pluralista y racional, que contrasta con las obsesiones y el fervor militante de su jefa.
A pesar de semejante despliegue, acaso el regreso presidencial sea encubridor y poco novedoso. Encubridor, porque disimula o niega las preocupaciones que acosan al Gobierno y lo desesperan: la inflación, los desequilibrios fiscales, la pérdida de divisas, el déficit energético, la inseguridad. Y poco novedoso, porque encierra un fatalismo reiterado a lo largo de nuestra historia política reciente: cuando les va mal, los gobiernos que fueron exitosos tienden a repetir la misma partitura, con variaciones, hasta el final. En la caída, el austral de Alfonsín, la convertibilidad de Menem y el modelo de Cristina se parecen más a mortajas que a remedios eficientes.
Más allá de todo esto, la centralidad de la Presidenta es el dato por considerar. El éxito de su regreso se cifra en haber recuperado ese lugar, aunque no esté clara la capacidad de conducción que conserva. Los recursos desplegados superan a los de sus adversarios y los desplazan, por ahora, a segundo plano. Le costó poco a Cristina: con un video casero, un discurso previsible y un recambio módico de funcionarios, retomó el poder. Aun en su crepúsculo, acariciando un perrito y repitiendo consignas, se puso a la política otra vez en el bolsillo.
© LA NACION .
Si nos atenemos a los sondeos, el retorno de la Presidenta resultó exitoso: su imagen positiva se reforzó, el cambio de Gabinete tuvo buena recepción y el despido de Moreno fue acompañado por un apoyo estruendoso. Pero, por sobre todo, Cristina logró una vez más atraer la atención excluyente sobre su figura. Las personas comunes y los factores de poder volvieron a hablar de ella, a enfatizar su recuperación, a especular sobre su capacidad para gobernar; a comentar, con complicidad o con sorna, su vestimenta y sus gestos. Alcanzó en pocas horas el monopolio del interés público. Se la amó y se la odió, se la aclamó y se la rechazó, como en sus mejores momentos.
El primer paso del menú elegido para retornar fue un video doméstico. Puede considerárselo una pieza maestra de la privatización de la política. El episodio de una saga sentimental que pone por delante las emociones, los enseres de uso cotidiano y el hogar, dejando en segundo plano las cuestiones públicas, vinculadas a la administración del Estado.
La frase «A mí me pasó de todo», aludiendo a su enfermedad, a la muerte de su marido, a las alternativas de su profesión, buscó y logró la identificación masiva. El público no advertido, que seguía la escena, sintió: esto también me ocurrió a mí, o a mi vecino, o a algún amigo. Ella es como nosotros, es una más de la familia. De soslayo, los regalos recibidos -un perro, un ramo de rosas, un pingüinito de peluche- aparecieron como significantes políticos, pero más propios de un ama de casa que de una presidenta. Contó que el perro, al que bautizó Simón, por Bolívar, se lo trajo un hermano de Hugo Chávez, que bien podría ser un pariente, un tío o un primo, que vive en otro país. Agregó que las rosas se las regaló Hebe de Bonafini, que, si no fuera quien es, podría pasar por una vecina que se acercó a saludarla.
El siguiente episodio transcurrió en un balcón de la Casa Rosada. Se trató de música de cámara más que de un gran concierto. Pero está emparentada con la larga tradición populista. La Presidenta no se dirigió a multitudes ubicadas en la Plaza de Mayo, como lo hacían Perón y Evita, sino a un grupo de militantes juveniles concentrados en el patio interior de la Casa de Gobierno. Cristina abandonó al ama de casa convaleciente, para transformarse en una líder, que saluda y es aclamada por sus seguidores. Ya no juega con un perro faldero buscando la complicidad sentimental del desprevenido votante medio, ahora exhorta a sus partidarios a no bajar las banderas, a seguir profundizando el camino emprendido.
Con estos gestos se completó el aspecto personal del regreso. La fase carismática que la tuvo como protagonista excluyente. El resto transcurrió por vía administrativa: cambiar parte del Gabinete y despedir a un funcionario desgastado y controvertido. A partir de las novedades se desataron especulaciones, hipótesis, comentarios favorables y rechazos rotundos. El mundo de la política tomó la palabra, los nuevos funcionarios amagaron explicaciones, estrenaron escritorios, madrugaron, ensayaron una apertura pluralista y racional, que contrasta con las obsesiones y el fervor militante de su jefa.
A pesar de semejante despliegue, acaso el regreso presidencial sea encubridor y poco novedoso. Encubridor, porque disimula o niega las preocupaciones que acosan al Gobierno y lo desesperan: la inflación, los desequilibrios fiscales, la pérdida de divisas, el déficit energético, la inseguridad. Y poco novedoso, porque encierra un fatalismo reiterado a lo largo de nuestra historia política reciente: cuando les va mal, los gobiernos que fueron exitosos tienden a repetir la misma partitura, con variaciones, hasta el final. En la caída, el austral de Alfonsín, la convertibilidad de Menem y el modelo de Cristina se parecen más a mortajas que a remedios eficientes.
Más allá de todo esto, la centralidad de la Presidenta es el dato por considerar. El éxito de su regreso se cifra en haber recuperado ese lugar, aunque no esté clara la capacidad de conducción que conserva. Los recursos desplegados superan a los de sus adversarios y los desplazan, por ahora, a segundo plano. Le costó poco a Cristina: con un video casero, un discurso previsible y un recambio módico de funcionarios, retomó el poder. Aun en su crepúsculo, acariciando un perrito y repitiendo consignas, se puso a la política otra vez en el bolsillo.
© LA NACION .