A lo largo de sus 30 años, la nueva democracia argentina ha atravesado situaciones críticas. Sin embargo, en ningún momento estuvo en cuestión su supervivencia. No sólo por el firme apoyo de la ciudadanía, sino, también, por la capacidad que han tenido sus dirigentes para superar las contingencias por medio de la innovación política. Las novedades de esta semana son un ejemplo.
El nombramiento de Jorge Capitanich como jefe de Gabinete inaugura de facto una experiencia inédita: el semipresidencialismo a la argentina. Como forma de gobierno, el semipresidencialismo se distingue de otras por tener dos Ejecutivos: un presidente elegido popularmente y con mandato fijo, y un primer ministro que no es de origen popular y que puede ser reemplazado en cualquier momento. Existe una amplia gama de semipresidencialismos en el mundo; además del clásico ejemplo de Francia, ha sido la forma de gobierno preferida por las nuevas democracias de Europa del Este.
La gran variedad de semipresidencialismos se origina en su estructura de autoridad que, al ser dual, admite distintos balances de poder entre los dos Ejecutivos. Así, hay presidentes con fuertes atribuciones, como, por ejemplo, en Rusia, o más débiles, como en Finlandia. Asimismo, el semipresidencialismo puede dar lugar a arquitecturas variadas dentro de un mismo país. El ejemplo para tener en cuenta es Francia. Cuando el presidente y la mayoría en el Parlamento son del mismo partido o coalición, tiende a sobresalir la figura presidencial. En cambio, cuando son de distinto partido, lo que en Francia se conoce como «cohabitación», el primer ministro cobra preponderancia.
Nuestro semipresidencialismo es singular por dos razones. En primer lugar, el Congreso no interviene en la designación del jefe de Gabinete, como ocurre con los primeros ministros de los sistemas semipresidenciales; lo nombra el presidente de la Nación. En cambio, la permanencia en el cargo del jefe de Gabinete no necesariamente depende del apoyo presidencial. El Congreso puede removerlo a través del voto de censura de la mayoría absoluta de los miembros de cada una de las cámaras. En segundo lugar, sus funciones dependen de la voluntad del presidente y no de disposiciones constitucionales. Es cierto que la Constitución define las tareas del jefe de Gabinete, pero sus responsabilidades de gobierno son parte del poder discrecional del presidente de la Nación. El inc. 4 del art. 100 de la Constitución señala que le corresponde al jefe de Gabinete «ejercer las funciones y atribuciones que le delegue el presidente de la Nación?».
Cuando la Constitución de 1994 creó ese cargo con atribuciones tan inciertas, se sostuvo que, de desempeñar algún papel, sólo lo haría en situaciones de crisis. Los cuidados de salud de la Presidenta demostraron ser una de esas situaciones. Se recurrió, entonces, a una virtualidad inscripta en nuestro diseño constitucional: su flexibilidad para acercar nuestro presidencialismo al semipresidencialismo. Bastaron dos movimientos de la Presidenta: la elección de una figura con peso propio y una delegación de atribuciones. El impacto es doble. Descomprime las presiones sobre el cargo presidencial al tiempo que conserva el rol de árbitro y le da nuevo impulso a la gestión de gobierno luego del veredicto de las urnas.
La Argentina cuenta ahora con dos figuras que comparten el Poder Ejecutivo: la presidenta de la Nación y el jefe de Gabinete. La salida política para enfrentar la coyuntura muestra que es posible atenuar la concentración del poder tan propia de la práctica hiperpresidencialista que conocemos. Muestra, también, que se trata de una fórmula por ahora transitoria, fácilmente reversible.
© LA NACION .
El nombramiento de Jorge Capitanich como jefe de Gabinete inaugura de facto una experiencia inédita: el semipresidencialismo a la argentina. Como forma de gobierno, el semipresidencialismo se distingue de otras por tener dos Ejecutivos: un presidente elegido popularmente y con mandato fijo, y un primer ministro que no es de origen popular y que puede ser reemplazado en cualquier momento. Existe una amplia gama de semipresidencialismos en el mundo; además del clásico ejemplo de Francia, ha sido la forma de gobierno preferida por las nuevas democracias de Europa del Este.
La gran variedad de semipresidencialismos se origina en su estructura de autoridad que, al ser dual, admite distintos balances de poder entre los dos Ejecutivos. Así, hay presidentes con fuertes atribuciones, como, por ejemplo, en Rusia, o más débiles, como en Finlandia. Asimismo, el semipresidencialismo puede dar lugar a arquitecturas variadas dentro de un mismo país. El ejemplo para tener en cuenta es Francia. Cuando el presidente y la mayoría en el Parlamento son del mismo partido o coalición, tiende a sobresalir la figura presidencial. En cambio, cuando son de distinto partido, lo que en Francia se conoce como «cohabitación», el primer ministro cobra preponderancia.
Nuestro semipresidencialismo es singular por dos razones. En primer lugar, el Congreso no interviene en la designación del jefe de Gabinete, como ocurre con los primeros ministros de los sistemas semipresidenciales; lo nombra el presidente de la Nación. En cambio, la permanencia en el cargo del jefe de Gabinete no necesariamente depende del apoyo presidencial. El Congreso puede removerlo a través del voto de censura de la mayoría absoluta de los miembros de cada una de las cámaras. En segundo lugar, sus funciones dependen de la voluntad del presidente y no de disposiciones constitucionales. Es cierto que la Constitución define las tareas del jefe de Gabinete, pero sus responsabilidades de gobierno son parte del poder discrecional del presidente de la Nación. El inc. 4 del art. 100 de la Constitución señala que le corresponde al jefe de Gabinete «ejercer las funciones y atribuciones que le delegue el presidente de la Nación?».
Cuando la Constitución de 1994 creó ese cargo con atribuciones tan inciertas, se sostuvo que, de desempeñar algún papel, sólo lo haría en situaciones de crisis. Los cuidados de salud de la Presidenta demostraron ser una de esas situaciones. Se recurrió, entonces, a una virtualidad inscripta en nuestro diseño constitucional: su flexibilidad para acercar nuestro presidencialismo al semipresidencialismo. Bastaron dos movimientos de la Presidenta: la elección de una figura con peso propio y una delegación de atribuciones. El impacto es doble. Descomprime las presiones sobre el cargo presidencial al tiempo que conserva el rol de árbitro y le da nuevo impulso a la gestión de gobierno luego del veredicto de las urnas.
La Argentina cuenta ahora con dos figuras que comparten el Poder Ejecutivo: la presidenta de la Nación y el jefe de Gabinete. La salida política para enfrentar la coyuntura muestra que es posible atenuar la concentración del poder tan propia de la práctica hiperpresidencialista que conocemos. Muestra, también, que se trata de una fórmula por ahora transitoria, fácilmente reversible.
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