Foto: LA NACION
¿Que es una persona progresista? Una persona que cree en valores. Valores de solidaridad, de libertad, igualdad y justicia. ¿Qué es una persona progresista? Es una que cree en valores. Valores como la ciencia, la educación y el progreso. ¿Qué es una persona progresista? Una que cree en los derechos humanos, los derechos de los ciudadanos, los derechos de los niños, la igualdad de género. ¿Qué es una persona progresista? La que cree en valores como el pluralismo, la tolerancia, el diálogo, el consenso y la participación. ¿Qué es una persona progresista? Es aquella que cree en la inocencia de los niños, la madurez del adulto y la sabiduría de los ancianos.
Bien, una vez enumerados algunos de los valores de los que es portador un ciudadano progresista, pido que pase al frente aquel que no crea en estos valores. Por favor, dije que pase al frente. ¿Nadie? Espero un minuto más, no tengo toda la tarde. ¿Cómo que nadie? ¡No puede ser que todos crean en lo mismo!
Veo que nos encontramos con un problema. Si todos creen en los mismos valores, todos los hombres son iguales. Pero no son iguales, son todos diferentes por la misma definición de individuo, y de persona. Doble etimología de persona, del latín: per se una , y per sonare . Unicidad, por un lado, y máscara con embudo invertido que amplifica la voz, por el otro. Se es uno por singularidad, y siempre la misma persona por disfraz y ampulosidad.
¿Y si ser progresista no fuera una creencia ni una indentidad? ¿Si, por el contrario, nadie fuera progresista? ¿Si, como decía Hegel, «sólo en la noche todos los gatos son negros» y todos los hombres son progresistas?
El progresismo es una creencia, y como toda creencia es un placebo. Nos permite ser políticamente correctos, moralmente intachables, psicológicamente equilibrados, intelectualmente? intelectualmente?intel? dormidos.
Hay gente que se queja -por lo general son progresistas- de que hoy los valores están en subasta. Más de un martillero amoral los ha rematado. Hasta donde nos permite alcanzar nuestra vista, sólo vemos tierra arrasada. Jaurías de posmodernos, nihilistas y cínicos roen los restos de cadáveres progresistas desparramados por cancha rayada. Nada vale, todo tiene un precio. El reino de los fines ha sido asaltado por las hordas de pragmáticos a los que sólo le importan los resultados. Nadie cree en nada, salvo los progresistas.
«Tú crees, tú puedes», me dicen. Y respondo: no creo, quiero. Y no sé si puedo. La correspondencia entre creencia y entusiasmo no se establece, como algunos sostienen, de una manera tan clara. Lo que provoca entusiasmo es difícil de diagnosticar. A lo mejor hacer pogo entusiasme. Quizás una combinación de camaradería, festival musical y participación en una campaña para juntar dinero para construir viviendas, entusiasme.
Los curas de parroquia siempre supieron entusiasmar a la juventud; hoy los de La Cámpora aprendieron el libreto.
Hace un tiempo se decía que si Dios no existe o si no se creyera en él, todo estaría permitido. Otros dicen que la existencia de Dios es la que permite todo, desde un cuadro con las deformidades de El Greco, la literatura fantástica de Leibniz hasta un atentado en una estación de tren.
Pero como el progresismo es laico, lo que temen es que desaparezcan los valores. ¿Qué seríamos sin valores? Nada, puro cuerpo, deseo sin límites.
El progresismo sabe poco de erotismo. Por lo general los progresistas no tienen swing . Les falta un poco de charleston y bastante de murga. Transmiten una bondad que apabulla. Y se ven afectados de un espíritu de seriedad que nos evoca a Jean Paul Sartre, cuya filosofía y literatura se concentraba en esa actitud que se justifica a sí misma en «los valores».
Si de valores se trata, estoy obligado a creer en todos los que me hablan de ellos, o de contratar a un agente de investigaciones morales para saber si los mismos valores han moldeado la «subjetividad» del predicador con la coherencia debida. Debería creer en la autenticidad del macrismo, en el alfonsinismo padre y en el alfonsinismo hijo, en el kirchnerismo, en el socialismo tradicional, el peronismo, el cristianismo, el judaísmo, el islamismo, y no sigo porque voy a terminar en la literatura de autoestima.
¿Cómo diferenciarlos? ¿Me alcanzará -ya que el aspecto positivo los iguala- el sistema de odios que cada uno elabora y los enemigos destacados por sus pasiones negativas, para decidirme por uno de ellos? Evidentemente, no.
Por eso mi adhesión a la candidatura presidencial de Hermes Binner no se basa en que es el líder político de un movimiento que se dice amplio y también progresista. Con que sea amplio y socialista me basta. Y los valores que transmite no duermen para mí en el limbo a la espera de bajar e iluminar con sus virtudes al militante virginal.
No es la primera vez que una práctica política novedosa se piensa a sí misma con un vocabulario viejo y gastado. En la historia de las ciencias, Louis Althusser nos había enseñado la frecuencia de estos defases en los que el propio creador de un nuevo sistema carecía del lenguaje que pudiera describir la novedad de su descubrimiento. Estimo -después de lo que escribí ya no me permito decir «creo»- que el socialismo popular y federal que asume el poder hace veinte años en Santa Fe es la única novedad en el panorama político nacional en muchos años, y que esta novedad está en estado práctico. Le faltan las palabras que den cuenta de ello. En el programa que presentaron el 22 del mes pasado se leen algunas de estas innovaciones que deberán explicitar a todo el país y enriquecer en el futuro próximo y en el no tan cercano, que se agregará a la conocida honestidad que ha caracterizado su gestión.
Fortalecimiento del Estado a través de una organización descentralizada con relaciones en red. Las experiencias realizadas hasta la fecha de formas de democracia «semidirecta». La idea de un gobierno «abierto». La naturalización del control como política de Estado. El rediseño organizacional del Estado nacional en función de la regionalización y la descentralización. La creación de consejos sectoriales de gestión y seguimiento de políticas públicas. El modelo de salud pública como sistema gratuito con tres niveles de complejidad.
Hay una experiencia de veinte años de un pensamiento socialista municipal en acción, que hace una nueva experiencia a nivel provincial y que se propone a todos los argentinos. Llevará tiempo «ampliarla» a los problemas nacionales y crear los cuadros políticos y técnicos para pensar concretamente al país.
La gestión no es un asunto de tecnócratas. La dicotomía ideología-técnica es propia de una concepción arcaica y moralista de la política. La democracia no es un «valor» sino un dispositivo que combina distintas formas de construcción y distribución del poder, y una serie de procedimientos.
Los valores no son sustancias, sino modos en que apreciamos, rechazamos, repelemos o admiramos en circunstancias de la vida de todos los días. Los valores son acciones, y no son siempre conscientes. Es usual el caso de quien ostenta un valor en salones de recepción y en púlpitos, y que en la cocina de su vida se conduce como Mr. Hyde. Pero no por «hipocresía», sino porque la ética es una cuestión de sensibilidad y de lo que los filósofos llaman sentimientos morales. El «asco», por ejemplo, es un gesto moral y se lo siente con el cuerpo. La envidia lo mismo. Hasta la ignorancia lo es. «La ignorancia es una pasión», pensaban los moralistas franceses.
Por supuesto que la honestidad de la gestión socialista es una característica totalmente anormal en la sociedad argentina. Es un rasgo de «locura», hasta tal punto que parece una extravagancia. Nos gusta más que nos gobiernen personajes corruptos para poder así dormir en paz con nuestra propia corrupción bajo la almohada. La transparencia de la que da ejemplo Binner se vuelve un superyó demasiado exigente para una sociedad que se administra a sí misma con ilegalismos que ya se han transmitido metódicamente de padres a hijos.
La denuncia a la corrupción no rinde -lo han mostrado las últimas elecciones-, no se ve en qué puede beneficiar a la sociedad un socialismo popular y federal que además es decente. Pero eso ya no sólo depende de Binner sino, fundamentalmente, de nosotros.
© La Nacion .
¿Que es una persona progresista? Una persona que cree en valores. Valores de solidaridad, de libertad, igualdad y justicia. ¿Qué es una persona progresista? Es una que cree en valores. Valores como la ciencia, la educación y el progreso. ¿Qué es una persona progresista? Una que cree en los derechos humanos, los derechos de los ciudadanos, los derechos de los niños, la igualdad de género. ¿Qué es una persona progresista? La que cree en valores como el pluralismo, la tolerancia, el diálogo, el consenso y la participación. ¿Qué es una persona progresista? Es aquella que cree en la inocencia de los niños, la madurez del adulto y la sabiduría de los ancianos.
Bien, una vez enumerados algunos de los valores de los que es portador un ciudadano progresista, pido que pase al frente aquel que no crea en estos valores. Por favor, dije que pase al frente. ¿Nadie? Espero un minuto más, no tengo toda la tarde. ¿Cómo que nadie? ¡No puede ser que todos crean en lo mismo!
Veo que nos encontramos con un problema. Si todos creen en los mismos valores, todos los hombres son iguales. Pero no son iguales, son todos diferentes por la misma definición de individuo, y de persona. Doble etimología de persona, del latín: per se una , y per sonare . Unicidad, por un lado, y máscara con embudo invertido que amplifica la voz, por el otro. Se es uno por singularidad, y siempre la misma persona por disfraz y ampulosidad.
¿Y si ser progresista no fuera una creencia ni una indentidad? ¿Si, por el contrario, nadie fuera progresista? ¿Si, como decía Hegel, «sólo en la noche todos los gatos son negros» y todos los hombres son progresistas?
El progresismo es una creencia, y como toda creencia es un placebo. Nos permite ser políticamente correctos, moralmente intachables, psicológicamente equilibrados, intelectualmente? intelectualmente?intel? dormidos.
Hay gente que se queja -por lo general son progresistas- de que hoy los valores están en subasta. Más de un martillero amoral los ha rematado. Hasta donde nos permite alcanzar nuestra vista, sólo vemos tierra arrasada. Jaurías de posmodernos, nihilistas y cínicos roen los restos de cadáveres progresistas desparramados por cancha rayada. Nada vale, todo tiene un precio. El reino de los fines ha sido asaltado por las hordas de pragmáticos a los que sólo le importan los resultados. Nadie cree en nada, salvo los progresistas.
«Tú crees, tú puedes», me dicen. Y respondo: no creo, quiero. Y no sé si puedo. La correspondencia entre creencia y entusiasmo no se establece, como algunos sostienen, de una manera tan clara. Lo que provoca entusiasmo es difícil de diagnosticar. A lo mejor hacer pogo entusiasme. Quizás una combinación de camaradería, festival musical y participación en una campaña para juntar dinero para construir viviendas, entusiasme.
Los curas de parroquia siempre supieron entusiasmar a la juventud; hoy los de La Cámpora aprendieron el libreto.
Hace un tiempo se decía que si Dios no existe o si no se creyera en él, todo estaría permitido. Otros dicen que la existencia de Dios es la que permite todo, desde un cuadro con las deformidades de El Greco, la literatura fantástica de Leibniz hasta un atentado en una estación de tren.
Pero como el progresismo es laico, lo que temen es que desaparezcan los valores. ¿Qué seríamos sin valores? Nada, puro cuerpo, deseo sin límites.
El progresismo sabe poco de erotismo. Por lo general los progresistas no tienen swing . Les falta un poco de charleston y bastante de murga. Transmiten una bondad que apabulla. Y se ven afectados de un espíritu de seriedad que nos evoca a Jean Paul Sartre, cuya filosofía y literatura se concentraba en esa actitud que se justifica a sí misma en «los valores».
Si de valores se trata, estoy obligado a creer en todos los que me hablan de ellos, o de contratar a un agente de investigaciones morales para saber si los mismos valores han moldeado la «subjetividad» del predicador con la coherencia debida. Debería creer en la autenticidad del macrismo, en el alfonsinismo padre y en el alfonsinismo hijo, en el kirchnerismo, en el socialismo tradicional, el peronismo, el cristianismo, el judaísmo, el islamismo, y no sigo porque voy a terminar en la literatura de autoestima.
¿Cómo diferenciarlos? ¿Me alcanzará -ya que el aspecto positivo los iguala- el sistema de odios que cada uno elabora y los enemigos destacados por sus pasiones negativas, para decidirme por uno de ellos? Evidentemente, no.
Por eso mi adhesión a la candidatura presidencial de Hermes Binner no se basa en que es el líder político de un movimiento que se dice amplio y también progresista. Con que sea amplio y socialista me basta. Y los valores que transmite no duermen para mí en el limbo a la espera de bajar e iluminar con sus virtudes al militante virginal.
No es la primera vez que una práctica política novedosa se piensa a sí misma con un vocabulario viejo y gastado. En la historia de las ciencias, Louis Althusser nos había enseñado la frecuencia de estos defases en los que el propio creador de un nuevo sistema carecía del lenguaje que pudiera describir la novedad de su descubrimiento. Estimo -después de lo que escribí ya no me permito decir «creo»- que el socialismo popular y federal que asume el poder hace veinte años en Santa Fe es la única novedad en el panorama político nacional en muchos años, y que esta novedad está en estado práctico. Le faltan las palabras que den cuenta de ello. En el programa que presentaron el 22 del mes pasado se leen algunas de estas innovaciones que deberán explicitar a todo el país y enriquecer en el futuro próximo y en el no tan cercano, que se agregará a la conocida honestidad que ha caracterizado su gestión.
Fortalecimiento del Estado a través de una organización descentralizada con relaciones en red. Las experiencias realizadas hasta la fecha de formas de democracia «semidirecta». La idea de un gobierno «abierto». La naturalización del control como política de Estado. El rediseño organizacional del Estado nacional en función de la regionalización y la descentralización. La creación de consejos sectoriales de gestión y seguimiento de políticas públicas. El modelo de salud pública como sistema gratuito con tres niveles de complejidad.
Hay una experiencia de veinte años de un pensamiento socialista municipal en acción, que hace una nueva experiencia a nivel provincial y que se propone a todos los argentinos. Llevará tiempo «ampliarla» a los problemas nacionales y crear los cuadros políticos y técnicos para pensar concretamente al país.
La gestión no es un asunto de tecnócratas. La dicotomía ideología-técnica es propia de una concepción arcaica y moralista de la política. La democracia no es un «valor» sino un dispositivo que combina distintas formas de construcción y distribución del poder, y una serie de procedimientos.
Los valores no son sustancias, sino modos en que apreciamos, rechazamos, repelemos o admiramos en circunstancias de la vida de todos los días. Los valores son acciones, y no son siempre conscientes. Es usual el caso de quien ostenta un valor en salones de recepción y en púlpitos, y que en la cocina de su vida se conduce como Mr. Hyde. Pero no por «hipocresía», sino porque la ética es una cuestión de sensibilidad y de lo que los filósofos llaman sentimientos morales. El «asco», por ejemplo, es un gesto moral y se lo siente con el cuerpo. La envidia lo mismo. Hasta la ignorancia lo es. «La ignorancia es una pasión», pensaban los moralistas franceses.
Por supuesto que la honestidad de la gestión socialista es una característica totalmente anormal en la sociedad argentina. Es un rasgo de «locura», hasta tal punto que parece una extravagancia. Nos gusta más que nos gobiernen personajes corruptos para poder así dormir en paz con nuestra propia corrupción bajo la almohada. La transparencia de la que da ejemplo Binner se vuelve un superyó demasiado exigente para una sociedad que se administra a sí misma con ilegalismos que ya se han transmitido metódicamente de padres a hijos.
La denuncia a la corrupción no rinde -lo han mostrado las últimas elecciones-, no se ve en qué puede beneficiar a la sociedad un socialismo popular y federal que además es decente. Pero eso ya no sólo depende de Binner sino, fundamentalmente, de nosotros.
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