Juan Carlos Torre, uno de los sociólogos en ejercicio más relevantes de la Argentina, escribió hace diez años un ensayo en el que explicaba el destino de una importante fracción del electorado argentino al que llamó «huérfanos de los partidos». La noche del jueves buena parte de esa masa se lanzó a las calles de las principales ciudades del país para manifestar su rechazo a la gestión del Gobierno.
Cuando Torre los describió, los huérfanos eran una abstracción, no contaban aún con la historia, los significantes, el equipamiento tecnológico y el poder de convocatoria que poseen hoy. Fue la crisis de principios de siglo que los dotó de entidad e identificación, convirtiéndolos en actores sociológicos de la política argentina.
¿Quiénes son estos huérfanos, de dónde provienen la inquietud y el malestar que exhiben? Torre contextualiza su argumento en la crisis de representación, un fenómeno ampliamente extendido en nuestra cultura política. Pero lo matiza con una certeza que, una década después, siguen avalando los sondeos: no se trata de un enfrentamiento de los ciudadanos con la democracia, sino de una enfermedad en el vínculo entre éstos y los partidos. Es más: la incipiente protesta, que ya se había advertido en la segunda parte de los 90, es caracterizada por Torre como una muestra de vitalidad democrática.
Otros politólogos rastrearon entonces la conformación de este nuevo segmento en torno a un movimiento que, a la luz de lo acontecido durante el kirchnerismo, adquiere particular relevancia ahora: los derechos humanos y la resistencia contra la corrupción. Torre habla de un nuevo malestar, asimilable a una innovación cultural, dirigido a sancionar el uso discrecional del poder público. Según esta interpretación, la experiencia del terrorismo de Estado se erigió para los huérfanos en el emblema de ese abuso. Una vez creado el reflejo defensivo, agrego, no es necesaria una matanza para reaccionar; la protesta surge ante la limitación de las libertades, el desprecio a los derechos, la estigmatización del que piensa distinto. Ciertos parecidos de familia angustian. La sabiduría popular describe esta vivencia con un refrán insuperable: «El que se quemó con leche ve una vaca y llora».
Para entender el surgimiento de los huérfanos hay que retroceder a la decadencia electoral de la UCR. La diáspora radical arrojó a la calle a un votante típico de clase media, relativamente educado, no peronista, particularmente sensible a los procedimientos democráticos. La desilusión llevó a esta masa al voto mutante, orientado a derecha e izquierda; finalmente, buena parte de ella encontró en la alianza entre el radicalismo y el Frepaso un hogar transitorio y contingente, hasta culminar en la masiva impugnación de las elecciones legislativas de 2001.
El estallido de la sociedad a fines de ese año catapultó a los huérfanos a la fama. Ellos, antes que otros, ocuparon las plazas, fantasearon con la democracia directa, recurrieron al canje, hicieron sonar las cacerolas y golpearon frenéticamente las cortinas metálicas de los bancos. A su inicial preocupación por los derechos humanos y la corrupción se sumó el horror económico. Ya no los movían sólo reivindicaciones políticas, sino una herida profunda en sus economías familiares. Lo habían perdido todo: ahorros, trabajo, autoestima y proyectos de vida.
La promesa de salvación de Néstor Kirchner de ir paso a paso del Infierno al Purgatorio, su preocupación por castigar el genocidio de Estado y la extraordinaria recuperación económica que presidió, llevó a los huérfanos otra vez al redil: tenían un líder, una hoja de ruta, un trabajo y dinero para consumir. El romance duró hasta 2008, se interrumpió con la crisis del campo, recomenzó en 2010, se potenció con la muerte de Néstor y culminó con la consagración de Cristina en octubre pasado.
Ahora las condiciones son otras : no hay mecanismo sucesorio, azotan la inflación y la inseguridad, se responde a las demandas con dogmatismo ideológico y servilismo cortesano.
Se puede poner cepo al dólar, pero no a Internet. No sabemos si la eficacia social y tecnológica de los huérfanos se convertirá en éxito político en el corto plazo, pero hay sensación de tiempo de descuento. Como está ocurriendo en otras latitudes, el matrimonio de lo ancestral con lo hipermoderno -de la cacerola y el Twitter al smartphone y la cuchara- acaso ponga límites a un gobierno prepotente que atrasa la historia.
© LA NACION.
Cuando Torre los describió, los huérfanos eran una abstracción, no contaban aún con la historia, los significantes, el equipamiento tecnológico y el poder de convocatoria que poseen hoy. Fue la crisis de principios de siglo que los dotó de entidad e identificación, convirtiéndolos en actores sociológicos de la política argentina.
¿Quiénes son estos huérfanos, de dónde provienen la inquietud y el malestar que exhiben? Torre contextualiza su argumento en la crisis de representación, un fenómeno ampliamente extendido en nuestra cultura política. Pero lo matiza con una certeza que, una década después, siguen avalando los sondeos: no se trata de un enfrentamiento de los ciudadanos con la democracia, sino de una enfermedad en el vínculo entre éstos y los partidos. Es más: la incipiente protesta, que ya se había advertido en la segunda parte de los 90, es caracterizada por Torre como una muestra de vitalidad democrática.
Otros politólogos rastrearon entonces la conformación de este nuevo segmento en torno a un movimiento que, a la luz de lo acontecido durante el kirchnerismo, adquiere particular relevancia ahora: los derechos humanos y la resistencia contra la corrupción. Torre habla de un nuevo malestar, asimilable a una innovación cultural, dirigido a sancionar el uso discrecional del poder público. Según esta interpretación, la experiencia del terrorismo de Estado se erigió para los huérfanos en el emblema de ese abuso. Una vez creado el reflejo defensivo, agrego, no es necesaria una matanza para reaccionar; la protesta surge ante la limitación de las libertades, el desprecio a los derechos, la estigmatización del que piensa distinto. Ciertos parecidos de familia angustian. La sabiduría popular describe esta vivencia con un refrán insuperable: «El que se quemó con leche ve una vaca y llora».
Para entender el surgimiento de los huérfanos hay que retroceder a la decadencia electoral de la UCR. La diáspora radical arrojó a la calle a un votante típico de clase media, relativamente educado, no peronista, particularmente sensible a los procedimientos democráticos. La desilusión llevó a esta masa al voto mutante, orientado a derecha e izquierda; finalmente, buena parte de ella encontró en la alianza entre el radicalismo y el Frepaso un hogar transitorio y contingente, hasta culminar en la masiva impugnación de las elecciones legislativas de 2001.
El estallido de la sociedad a fines de ese año catapultó a los huérfanos a la fama. Ellos, antes que otros, ocuparon las plazas, fantasearon con la democracia directa, recurrieron al canje, hicieron sonar las cacerolas y golpearon frenéticamente las cortinas metálicas de los bancos. A su inicial preocupación por los derechos humanos y la corrupción se sumó el horror económico. Ya no los movían sólo reivindicaciones políticas, sino una herida profunda en sus economías familiares. Lo habían perdido todo: ahorros, trabajo, autoestima y proyectos de vida.
La promesa de salvación de Néstor Kirchner de ir paso a paso del Infierno al Purgatorio, su preocupación por castigar el genocidio de Estado y la extraordinaria recuperación económica que presidió, llevó a los huérfanos otra vez al redil: tenían un líder, una hoja de ruta, un trabajo y dinero para consumir. El romance duró hasta 2008, se interrumpió con la crisis del campo, recomenzó en 2010, se potenció con la muerte de Néstor y culminó con la consagración de Cristina en octubre pasado.
Ahora las condiciones son otras : no hay mecanismo sucesorio, azotan la inflación y la inseguridad, se responde a las demandas con dogmatismo ideológico y servilismo cortesano.
Se puede poner cepo al dólar, pero no a Internet. No sabemos si la eficacia social y tecnológica de los huérfanos se convertirá en éxito político en el corto plazo, pero hay sensación de tiempo de descuento. Como está ocurriendo en otras latitudes, el matrimonio de lo ancestral con lo hipermoderno -de la cacerola y el Twitter al smartphone y la cuchara- acaso ponga límites a un gobierno prepotente que atrasa la historia.
© LA NACION.
Yo creo que no son (del todo) huérfanos. Hijos de Carrió, Mugricio, Pino, e anche Winner seguramente había a patadas. Que a nivel nacional sean un pedo en el viento es otra cosa, pero no es que «no tienen representación». La tienen, pero pierden. Por éso buscan «vias alternativas» para acceder al poder. Y por éso disfrazan de «No a la reforma constitucional» su verdadero objetivo, que es sacar de la cancha a quien NUNCA podrán vencer.
Pero tienen un representante más genuino aún: Mañeto. Deberían exigirle que se presente a elecciones. O que mande su pollo, Larrata. Que ponga su boletita en el cuarto. Y ahí sabremos cuántos pares son tres botines.
¿los huerfanos son los que tienen hambre en Recoleta?
Sugiero lean el post de Mendieta.