A 20 años de la reforma constitucional de 1994
Aunque sus normas fueron aplicadas en grado variable, el compromiso asumido por la clase política le dio legitimidad a un cambio que contribuyó a fortalecer las instituciones
Este domingo 24 de agosto, se cumplen veinte años de la sanción de la reforma constitucional de 1994. Son varias las razones que explican por qué sus contenidos han superado la prueba del tiempo, y recordarlas tiene que ver con lo que ocurre o falta en nuestros días.
La primera razón es que la reforma de 1994 goza de absoluta legitimidad, porque se han cumplido todos los procedimientos previstos en la Constitución histórica de 1853: el Congreso declaró la necesidad de la reforma con más de dos tercios de los miembros totales de ambas Cámaras, la Convención Constituyente fue elegida por el voto popular y estuvieron representadas todas las fuerzas políticas significativas. Allí se ampliaron los acuerdos previos celebrados entre el justicialismo y el radicalismo con muchos otros temas aprobados con el apoyo de distintos partidos. El texto final de la Constitución fue votado y jurado por unanimidad de los constituyentes.
En segundo término, la reforma fue fruto del diálogo y de consensos políticos construidos en estudios y debates durante casi diez años, desde que el ex presidente Alfonsín la impulsó en 1985, como una política de Estado que trascendiera la obra de un gobierno, ante la necesidad de consolidar una democracia todavía amenazada por los restos del partido militar. El justicialismo renovador, entonces conducido por Cafiero, aceptó afrontar también esa tarea.
El diálogo llevó a que todas las fuerzas participantes hicieran importantes concesiones en sus respectivas posiciones políticas, y ésta es una tercera razón. El justicialismo abandonó la pretensión de volver a implantar la Constitución de 1949, prosiguiendo un sendero abierto ya en 1975 por el propio Perón, mientras el radicalismo dejó de lado sus propuestas de avanzar hacia un régimen semiparlamentario, y las fuerzas de izquierda del Frente Grande aceptaron que no era posible implantar el sistema parlamentario; pero todos coincidieron en que el «presidencialismo fuerte» adoptado por la Constitución de 1853 había llegado a su punto máximo de degradación como consecuencia de los gobiernos de facto que asolaron el país durante gran parte del siglo XX.
La atenuación del presidencialismo fue la fórmula consensuada para combatir esos males; para ello se establecieron mayores controles internos y externos sobre el Poder Ejecutivo. En lo interno, se entendió que el Gabinete de Ministros no sólo jerarquizaba a éstos sino que debía transparentar la acción de gobierno; y se creó la figura de jefe de Gabinete, como encargado de la Administración del país, que debe dar cuentas mensuales de su gestión al Congreso y puede ser removido por un voto de censura. Se prohibieron o limitaron los decretos de necesidad y urgencia como la delegación legislativa, para evitar el desborde de los poderes presidenciales. Como controles externos se crearon el Defensor del Pueblo y la Auditoría General de la Nación, en el ámbito del Congreso; y el Ministerio Público. Se acrecentó la independencia del Poder Judicial, al restringir la facultad presidencial de elegir discrecionalmente a los jueces, mediante el accionar del Consejo de la Magistratura, y se derogó el juicio político a cargo del Congreso -excepto para los jueces de la Corte Suprema- reemplazándolo por jurados de enjuiciamiento. La acción de los jueces fue considerada muy valiosa, porque se incluyó el deber de la ética pública en la misma cláusula de defensa de la democracia y del orden constitucional.
En el orden económico y social se concibió el desarrollo basado en la iniciativa privada, porque se preservaron sin cambios, por ejemplo, las libertades de industria, comercio y el derecho a la propiedad, y se agregó la defensa de la competencia contra toda forma de distorsión de los mercados y el control de los monopolios. Ello se equilibró al prever un «desarrollo humano, al progreso económico con justicia social»; se ratificaron los derechos de los trabajadores y de los gremios como de los convenios colectivos de trabajo, y se mantuvo que el Estado garantizaba la seguridad social. A la vez, la reforma de 1994 reconoció el derecho al ambiente sano y el de consumidores o usuarios, adoptando previsiones para la eficacia y calidad de los servicios públicos, por controles de asociaciones especializadas.
Un importante número de convencionales constituyentes había sufrido, de una forma u otra, los horrores del último proceso militar, y ello motivó una actitud de apertura a los derechos humanos con lo que se le otorgó rango constitucional a las principales convenciones y tratados internacionales en esa materia. También se reconoció que no había sido bueno para el país haber vivido aislado del mundo, y se dio a los tratados jerarquía superior a nuestras leyes; privilegiando además la integración latinoamericana.
Se afirmó el federalismo de concertación, para lo que se corrigieron contenidos unitarios de la Constitución de 1853; se crearon regiones económico-sociales para proporcionar medios mayores para las provincias de menores recursos (para evitar transformarlas en satélites del gobierno nacional), disponiendo el derecho a sus recursos naturales, y ordenando dictar una ley de coparticipación federal aún no sancionada.
Se prestó especial atención a la educación y a los deberes del Estado en esa materia, a la formación de los trabajadores, al desarrollo científico y tecnológico. La libertad de prensa continuó siendo protegida en toda su extensión, y se agregó la defensa de los espacios culturales y audiovisuales.
Ésta es, a grandes rasgos, la Constitución argentina que resultó de la reforma de 1994, de los consensos y acuerdos, del diálogo entre las fuerzas políticas ?que la sustentaron.
Sus normas fueron aplicadas, en estos últimos veinte años, en grado variable. Se ha dictado una amplia legislación, se halla en estudio un nuevo código civil y comercial, acorde a los nuevos principios constitucionales. Progresivamente, la Corte Suprema declara la inconstitucionalidad de muchas normas que se apartan de la reforma.
Los mayores desvíos se han producido por el accionar del Ejecutivo, que se resiste a aplicar las normas constitucionales para mantener la hegemonía y no consensuar sus políticas.
Han aparecido nuevos peligros surgidos de doctrinas de radicalización de la democracia opuestas a los consensos. Los partidos políticos han visto dificultada su organización y la mejor representación de sus minorías por rigideces de las PASO -ley de internas abiertas- que habrá que corregir.
Pero la reforma de 1994 ha creado y fortalecido instituciones para luchar por su programa de país, complementario al de la Constitución de 1853, con raíces en la ciudadanía, que avaló con sus votos el freno a los avances sobre el Poder Judicial y descarta otras reformas constitucionales, no fundadas en diálogos y consensos políticos..
Aunque sus normas fueron aplicadas en grado variable, el compromiso asumido por la clase política le dio legitimidad a un cambio que contribuyó a fortalecer las instituciones
Este domingo 24 de agosto, se cumplen veinte años de la sanción de la reforma constitucional de 1994. Son varias las razones que explican por qué sus contenidos han superado la prueba del tiempo, y recordarlas tiene que ver con lo que ocurre o falta en nuestros días.
La primera razón es que la reforma de 1994 goza de absoluta legitimidad, porque se han cumplido todos los procedimientos previstos en la Constitución histórica de 1853: el Congreso declaró la necesidad de la reforma con más de dos tercios de los miembros totales de ambas Cámaras, la Convención Constituyente fue elegida por el voto popular y estuvieron representadas todas las fuerzas políticas significativas. Allí se ampliaron los acuerdos previos celebrados entre el justicialismo y el radicalismo con muchos otros temas aprobados con el apoyo de distintos partidos. El texto final de la Constitución fue votado y jurado por unanimidad de los constituyentes.
En segundo término, la reforma fue fruto del diálogo y de consensos políticos construidos en estudios y debates durante casi diez años, desde que el ex presidente Alfonsín la impulsó en 1985, como una política de Estado que trascendiera la obra de un gobierno, ante la necesidad de consolidar una democracia todavía amenazada por los restos del partido militar. El justicialismo renovador, entonces conducido por Cafiero, aceptó afrontar también esa tarea.
El diálogo llevó a que todas las fuerzas participantes hicieran importantes concesiones en sus respectivas posiciones políticas, y ésta es una tercera razón. El justicialismo abandonó la pretensión de volver a implantar la Constitución de 1949, prosiguiendo un sendero abierto ya en 1975 por el propio Perón, mientras el radicalismo dejó de lado sus propuestas de avanzar hacia un régimen semiparlamentario, y las fuerzas de izquierda del Frente Grande aceptaron que no era posible implantar el sistema parlamentario; pero todos coincidieron en que el «presidencialismo fuerte» adoptado por la Constitución de 1853 había llegado a su punto máximo de degradación como consecuencia de los gobiernos de facto que asolaron el país durante gran parte del siglo XX.
La atenuación del presidencialismo fue la fórmula consensuada para combatir esos males; para ello se establecieron mayores controles internos y externos sobre el Poder Ejecutivo. En lo interno, se entendió que el Gabinete de Ministros no sólo jerarquizaba a éstos sino que debía transparentar la acción de gobierno; y se creó la figura de jefe de Gabinete, como encargado de la Administración del país, que debe dar cuentas mensuales de su gestión al Congreso y puede ser removido por un voto de censura. Se prohibieron o limitaron los decretos de necesidad y urgencia como la delegación legislativa, para evitar el desborde de los poderes presidenciales. Como controles externos se crearon el Defensor del Pueblo y la Auditoría General de la Nación, en el ámbito del Congreso; y el Ministerio Público. Se acrecentó la independencia del Poder Judicial, al restringir la facultad presidencial de elegir discrecionalmente a los jueces, mediante el accionar del Consejo de la Magistratura, y se derogó el juicio político a cargo del Congreso -excepto para los jueces de la Corte Suprema- reemplazándolo por jurados de enjuiciamiento. La acción de los jueces fue considerada muy valiosa, porque se incluyó el deber de la ética pública en la misma cláusula de defensa de la democracia y del orden constitucional.
En el orden económico y social se concibió el desarrollo basado en la iniciativa privada, porque se preservaron sin cambios, por ejemplo, las libertades de industria, comercio y el derecho a la propiedad, y se agregó la defensa de la competencia contra toda forma de distorsión de los mercados y el control de los monopolios. Ello se equilibró al prever un «desarrollo humano, al progreso económico con justicia social»; se ratificaron los derechos de los trabajadores y de los gremios como de los convenios colectivos de trabajo, y se mantuvo que el Estado garantizaba la seguridad social. A la vez, la reforma de 1994 reconoció el derecho al ambiente sano y el de consumidores o usuarios, adoptando previsiones para la eficacia y calidad de los servicios públicos, por controles de asociaciones especializadas.
Un importante número de convencionales constituyentes había sufrido, de una forma u otra, los horrores del último proceso militar, y ello motivó una actitud de apertura a los derechos humanos con lo que se le otorgó rango constitucional a las principales convenciones y tratados internacionales en esa materia. También se reconoció que no había sido bueno para el país haber vivido aislado del mundo, y se dio a los tratados jerarquía superior a nuestras leyes; privilegiando además la integración latinoamericana.
Se afirmó el federalismo de concertación, para lo que se corrigieron contenidos unitarios de la Constitución de 1853; se crearon regiones económico-sociales para proporcionar medios mayores para las provincias de menores recursos (para evitar transformarlas en satélites del gobierno nacional), disponiendo el derecho a sus recursos naturales, y ordenando dictar una ley de coparticipación federal aún no sancionada.
Se prestó especial atención a la educación y a los deberes del Estado en esa materia, a la formación de los trabajadores, al desarrollo científico y tecnológico. La libertad de prensa continuó siendo protegida en toda su extensión, y se agregó la defensa de los espacios culturales y audiovisuales.
Ésta es, a grandes rasgos, la Constitución argentina que resultó de la reforma de 1994, de los consensos y acuerdos, del diálogo entre las fuerzas políticas ?que la sustentaron.
Sus normas fueron aplicadas, en estos últimos veinte años, en grado variable. Se ha dictado una amplia legislación, se halla en estudio un nuevo código civil y comercial, acorde a los nuevos principios constitucionales. Progresivamente, la Corte Suprema declara la inconstitucionalidad de muchas normas que se apartan de la reforma.
Los mayores desvíos se han producido por el accionar del Ejecutivo, que se resiste a aplicar las normas constitucionales para mantener la hegemonía y no consensuar sus políticas.
Han aparecido nuevos peligros surgidos de doctrinas de radicalización de la democracia opuestas a los consensos. Los partidos políticos han visto dificultada su organización y la mejor representación de sus minorías por rigideces de las PASO -ley de internas abiertas- que habrá que corregir.
Pero la reforma de 1994 ha creado y fortalecido instituciones para luchar por su programa de país, complementario al de la Constitución de 1853, con raíces en la ciudadanía, que avaló con sus votos el freno a los avances sobre el Poder Judicial y descarta otras reformas constitucionales, no fundadas en diálogos y consensos políticos..
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