Argentina
El voto progresista
El análisis de Sergio De Piero, politólogo Universidad de Buenos Aires – Facultad Latinoamericana de Ciencias Sociales (UBA/FLACSO).
Una periodista me señalaba su preocupación por la previsibilidad de la próxima elección y la consecuente dificultad para generar en la presente campaña noticias y debates. Salvo en las elecciones de 1983 y en las de 2003, siempre se supo quién sería el o la que ocuparía el sillón de Rivadavia, pero en esta ocasión la certeza aumenta por los datos que arrojan, no un encuesta, sino las elecciones primarias. Queda pues centrarse en comenzar a analizar las distintas aristas de esta puja.
Una de ellas es la discusión en torno del llamado voto progresista. Para quienes se referencian en ese espacio, difuso por cierto, se genera la tensión por definir donde se anclaría el «auténtico» voto de esta orientación. Decía difuso porque, efectivamente, la definición de lo que implica el progresismo puede partir de distintas fuentes. Así como no existe una sola derecha (pues tiene vertientes liberales, conservadoras, nacionalistas, etc.), de manera semejante sucede en este espacio. Sectores vinculados a Martín Sabbatella, Hermes Binner, Ricardo Alfonsín, Elisa Carrió y desde luego a Cristina Kirchner reclaman para sí el apoyo del voto progresista por ser quienes mejor lo encarnan. En esa cultura progresista convergen distintas tradiciones políticas, pero no sirve a la hora de identificar al electorado en la Argentina como única variable. Empecemos por el principio ¿qué es el progresismo? Imposible responder aquí, pero digamos para mayor comodidad que hay dos tradiciones latentes: quienes creen en la centralidad de las libertades individuales (tradicional liberal) y quienes están centralmente preocupados por la justicia social (tradición igualitaria). Ello explica, por ejemplo, que una considerable parte del progresismo se forjara en el antiperonismo, porque sus preocupaciones principales no giraban sobre el segundo aspecto. Ese sector es probable que nunca se acerque al peronismo, y no lo haga tampoco ahora en el modelo que encara Cristina Fernández porque sigue creyendo que en el fondo remite a una matriz autoritaria. Los increíbles argumentos de intelectuales y diversas figuras que hemos escuchado, han llegado a definir al actual gobierno como el inicio de una marcha hacia el totalitarismo, destruyendo la mínima tradición que pesan sobre los conceptos políticos. Está claro que si identifican su progresismo en esos términos, no habrá medidas vinculadas a la búsqueda de justicia social, que les parezca relevante a la hora de evaluar un gobierno. Ese progresismo que en términos electorales tal vez se incline por la propuesta radical o por el Frente Amplio Progresista, ha sumado además la incorporación de la honestidad como valor medular de la acción política. Entiéndase bien: no me refiero a la imprescindible honestidad como valor político, sino a una suerte de «honestismo» que parece prescindir de definiciones políticas sustantivas respecto al ejercicio del gobierno. Construcción en la que originalmente tuvieron mucho que ver los intentos políticos fallidos de la década del ’90, pero que tradicionalmente vio en el peronismo una fuente de corrupción. En ese pasaje parte del progresismo perdió su brújula y se levantó como autoridad moral de los honestos, antes que como un espacio creador y dinámico a favor de las libertades individuales y una atenta mirada a la justicia social. Ese tipo de camino, lo fue alejando de las construcciones populares. Es cierto que tanto Binner como Alfonsín dan cabida en sus discursos a elementos de la igualdad, pero el énfasis puesto en los anteriores aspectos señalados, parece dominar la escena. En esta cuestión, Martín Sabbatella ha preferido jugar dentro del esquema kirchnerista, al igual que otros espacios como la CTA o el Movimiento Evita, porque parecen asumir la importancia de la dimensión igualitaria en el progresismo como eje articulador. Desde luego, su crecimiento electoral propio es limitado frente a la notable performance electoral de Cristina, pero parece indicar que en la disputa por cuál tradición progresista logra imponerse, deja un nítido ganador, no sólo en términos electorales, sino en lo que hace a un debate político.
El voto progresista
El análisis de Sergio De Piero, politólogo Universidad de Buenos Aires – Facultad Latinoamericana de Ciencias Sociales (UBA/FLACSO).
Una periodista me señalaba su preocupación por la previsibilidad de la próxima elección y la consecuente dificultad para generar en la presente campaña noticias y debates. Salvo en las elecciones de 1983 y en las de 2003, siempre se supo quién sería el o la que ocuparía el sillón de Rivadavia, pero en esta ocasión la certeza aumenta por los datos que arrojan, no un encuesta, sino las elecciones primarias. Queda pues centrarse en comenzar a analizar las distintas aristas de esta puja.
Una de ellas es la discusión en torno del llamado voto progresista. Para quienes se referencian en ese espacio, difuso por cierto, se genera la tensión por definir donde se anclaría el «auténtico» voto de esta orientación. Decía difuso porque, efectivamente, la definición de lo que implica el progresismo puede partir de distintas fuentes. Así como no existe una sola derecha (pues tiene vertientes liberales, conservadoras, nacionalistas, etc.), de manera semejante sucede en este espacio. Sectores vinculados a Martín Sabbatella, Hermes Binner, Ricardo Alfonsín, Elisa Carrió y desde luego a Cristina Kirchner reclaman para sí el apoyo del voto progresista por ser quienes mejor lo encarnan. En esa cultura progresista convergen distintas tradiciones políticas, pero no sirve a la hora de identificar al electorado en la Argentina como única variable. Empecemos por el principio ¿qué es el progresismo? Imposible responder aquí, pero digamos para mayor comodidad que hay dos tradiciones latentes: quienes creen en la centralidad de las libertades individuales (tradicional liberal) y quienes están centralmente preocupados por la justicia social (tradición igualitaria). Ello explica, por ejemplo, que una considerable parte del progresismo se forjara en el antiperonismo, porque sus preocupaciones principales no giraban sobre el segundo aspecto. Ese sector es probable que nunca se acerque al peronismo, y no lo haga tampoco ahora en el modelo que encara Cristina Fernández porque sigue creyendo que en el fondo remite a una matriz autoritaria. Los increíbles argumentos de intelectuales y diversas figuras que hemos escuchado, han llegado a definir al actual gobierno como el inicio de una marcha hacia el totalitarismo, destruyendo la mínima tradición que pesan sobre los conceptos políticos. Está claro que si identifican su progresismo en esos términos, no habrá medidas vinculadas a la búsqueda de justicia social, que les parezca relevante a la hora de evaluar un gobierno. Ese progresismo que en términos electorales tal vez se incline por la propuesta radical o por el Frente Amplio Progresista, ha sumado además la incorporación de la honestidad como valor medular de la acción política. Entiéndase bien: no me refiero a la imprescindible honestidad como valor político, sino a una suerte de «honestismo» que parece prescindir de definiciones políticas sustantivas respecto al ejercicio del gobierno. Construcción en la que originalmente tuvieron mucho que ver los intentos políticos fallidos de la década del ’90, pero que tradicionalmente vio en el peronismo una fuente de corrupción. En ese pasaje parte del progresismo perdió su brújula y se levantó como autoridad moral de los honestos, antes que como un espacio creador y dinámico a favor de las libertades individuales y una atenta mirada a la justicia social. Ese tipo de camino, lo fue alejando de las construcciones populares. Es cierto que tanto Binner como Alfonsín dan cabida en sus discursos a elementos de la igualdad, pero el énfasis puesto en los anteriores aspectos señalados, parece dominar la escena. En esta cuestión, Martín Sabbatella ha preferido jugar dentro del esquema kirchnerista, al igual que otros espacios como la CTA o el Movimiento Evita, porque parecen asumir la importancia de la dimensión igualitaria en el progresismo como eje articulador. Desde luego, su crecimiento electoral propio es limitado frente a la notable performance electoral de Cristina, pero parece indicar que en la disputa por cuál tradición progresista logra imponerse, deja un nítido ganador, no sólo en términos electorales, sino en lo que hace a un debate político.