Foto: LA NACION
En marzo de 2001, acosado por un déficit infinanciable, el gobierno de De la Rúa nombró a Ricardo López Murphy ministro de Economía. Acto seguido, López Murphy se encerró dos semanas con un grupo de avezados economistas y reapareció el viernes 16 para anunciar un paquete de ajuste imposible, en una conferencia de prensa que marcaría el final de su breve mandato. Su sucesor, Domingo Cavallo, acosado por un déficit infinanciable, optó por una variante innovadora de la terapia de shock: la ley de déficit cero, que redujo en 13% los salarios públicos en su primer y único mes de vida, reducción que sería revertida en 2003 por la Corte Suprema.
A principios de 2002, acosado por la sangría de reservas, el Banco Central recibió a Anoop Singh, flamante jefe de la misión del FMI a la Argentina. La posición del Fondo era clara: teníamos que dejar de vender dólares (según la contabilidad del FMI, «sus» dólares), a riesgo de que un shock cambiario detonara una hiperinflación y paralizara el sistema de pagos y la economía. Hagan como en Indonesia, nos dijo Singh; dejen que el dólar encuentre su techo. No era el único que proponía esta destrucción creativa. Más «conservadores», preferimos tomarnos cuatro meses para estabilizar el dólar en 4 pesos, pero a mediados de 2002 la economía crecía y a fin de año el peso se apreciaba y la inflación era inferior al 4% anual.
La moraleja obvia es que una terapia de shock puede ser contraproducente en una realidad más compleja que el pizarrón. En política, la destrucción creativa suele ser más destructiva que creadora.
El gradualismo, en cambio, no es dejar para mañana lo que se puede decidir hoy; es decidir hoy un camino para llegar a mañana. Es secuenciar medidas que sean económica, política y administrativamente viables, sin jugarnos su éxito a la suerte ni menoscabar sus costos sobre el bienestar (el shock, se sabe, suele dejar secuelas).
Tomemos por caso el asunto de los subsidios. Las estimaciones de un estudio en elaboración de Cippec muestran que, para recortar subsidios por el equivalente al 1% del PBI, hay que por lo menos triplicar las tarifas de gas y luz. De acuerdo con el estudio, los hogares pobres podrían exceptuarse sobre la base de la información de la Anses sobre titulares de programas sociales o receptores de jubilaciones mínimas, a lo que se sumaría un registro de autoidentificación para que los que no puedan pagar reclamen el mantenimiento del subsidio. Aun así, una parte de los hogares más pobres quedarían excluidos del beneficio. Peor aún, muchos hogares de clase media baja recibirían todo el aumento, alimentando el malestar social y la probabilidad de amparos como los que detuvieron ajustes similares en el pasado.
¿Qué podemos esperar entonces de un ajuste de subsidios en 2016?
Todo, diría un terapeuta de shock mientras se calza el delantal blanco. Los subsidios son insostenibles y hay que recortarlos cuanto antes. Lo que no se hace rápido (de golpe, para que la sorpresa anestesie el dolor de la vacuna) no se hace nunca.
Muy poco, diría el terapeuta gradualista. Habrá que dejar que las tarifas suban con la inflación y, si contamos con un mecanismo de asignación que minimice el riesgo social y legal, aumentarlas moderadamente a quienes pueden pagarlas.
Otro ejemplo de esta coyuntura urgente: el trilema entre dólar, inflación y cepo.
El shock, en este caso, sería una apertura inmediata de los cepos (al ahorro, a las importaciones y a los dividendos corporativos) combinada con un dólar «que busque su techo» (dado que, al tipo de cambio actual, el Banco Central no tendría reservas para satisfacer la demanda verde). Sin nada que ordene las expectativas, la devaluación se iría en gran medida a los precios, obligando al futuro gobierno a elegir entre una inflación mayor que la que recibe y una recesión (un segundo shock) que contenga la inflación. Hacia fin de año, diría el terapeuta de shock, creceremos.
El gradualista, en cambio, invertiría la secuencia priorizando el crecimiento sin inflación. Empezaría con un programa monetario que oriente a la baja las expectativas de inflación. A cambio, iría por un ajuste gradual del dólar y una apertura selectiva de los cepos (primero importaciones, porque son insumos del crecimiento) y dividendos futuros (porque necesitamos inversión extranjera); después, ahorros; por último, dividendos pasados. Y dejaría el ajuste cambiario para 2017. Hacia fin de año, diría el gradualista, si el Banco Central es exitoso, la inflación se desacoplará del dólar y el traslado a precios en 2017 será menor. (Además, piensa, pero no dice el gradualista, ni la inflación ni la devaluación son populares en la Argentina; una devaluación inflacionaria es la peor combinación para un gobierno debutante en busca de apoyos.)
Las terapias de shock remiten a los ajustes draconianos de los 70, casi siempre de línea monetarista y pro mercado, impuestos con ayuda de gobiernos dictatoriales que reprimieron sus efectos sociales colaterales. En un contexto democrático, su viabilidad política se limita a situaciones de crisis terminal como la hiperinflación del 89 o la caída de la convertibilidad a fines de 2001, donde el shock se percibe no como obra de un gobierno, sino como un dato de la realidad. Ni siquiera la anticipación de la crisis crea espacio para estos ajustes, como lo demuestran los casos de Cavallo y López Murphy.
Pero la distinción entre shock y gradualismo puede plantearse en términos más generales. Mientras en el primero la solución del problema económico impone límites a la política (el economista le dice al político: imposible sostener los subsidios, habrá que manejar las consecuencias políticas de un aumento del 300%), en el segundo se invierte el enfoque: la política delimita el espacio de solución y le deja el trabajo a la economía (imposible aumentar 300% las tarifas, le dice el político al economista; habrá que conseguir dinero de otro lado).
Como las decisiones en una democracia son patrimonio del político electo y no del funcionario designado, el gradualismo tiende a predominar. Pero esto no es malo, en la medida en que este gradualismo no sea parálisis, sino un compromiso entre el zoom del funcionario y el gran angular del político. Además, un gobierno no debería apostar todo su capital político en la primera jugada. Sin ese capital, es difícil avanzar con el resto de las jugadas, muchas de ellas esenciales para el desarrollo. ¿Para qué sacrificar la reforma educativa con una devaluación apresurada?
El desafío de 2016, año de transición, es desandar los errores heredados y reencauzar el desarrollo con el menor costo social posible. La manera en que se desanden esos errores determinará en parte a los ganadores y perdedores de la transición. Y ahí es donde, más allá de consideraciones económicas y políticas, la disyuntiva entre shock y gradualismo se vuelve un problema moral..
En marzo de 2001, acosado por un déficit infinanciable, el gobierno de De la Rúa nombró a Ricardo López Murphy ministro de Economía. Acto seguido, López Murphy se encerró dos semanas con un grupo de avezados economistas y reapareció el viernes 16 para anunciar un paquete de ajuste imposible, en una conferencia de prensa que marcaría el final de su breve mandato. Su sucesor, Domingo Cavallo, acosado por un déficit infinanciable, optó por una variante innovadora de la terapia de shock: la ley de déficit cero, que redujo en 13% los salarios públicos en su primer y único mes de vida, reducción que sería revertida en 2003 por la Corte Suprema.
A principios de 2002, acosado por la sangría de reservas, el Banco Central recibió a Anoop Singh, flamante jefe de la misión del FMI a la Argentina. La posición del Fondo era clara: teníamos que dejar de vender dólares (según la contabilidad del FMI, «sus» dólares), a riesgo de que un shock cambiario detonara una hiperinflación y paralizara el sistema de pagos y la economía. Hagan como en Indonesia, nos dijo Singh; dejen que el dólar encuentre su techo. No era el único que proponía esta destrucción creativa. Más «conservadores», preferimos tomarnos cuatro meses para estabilizar el dólar en 4 pesos, pero a mediados de 2002 la economía crecía y a fin de año el peso se apreciaba y la inflación era inferior al 4% anual.
La moraleja obvia es que una terapia de shock puede ser contraproducente en una realidad más compleja que el pizarrón. En política, la destrucción creativa suele ser más destructiva que creadora.
El gradualismo, en cambio, no es dejar para mañana lo que se puede decidir hoy; es decidir hoy un camino para llegar a mañana. Es secuenciar medidas que sean económica, política y administrativamente viables, sin jugarnos su éxito a la suerte ni menoscabar sus costos sobre el bienestar (el shock, se sabe, suele dejar secuelas).
Tomemos por caso el asunto de los subsidios. Las estimaciones de un estudio en elaboración de Cippec muestran que, para recortar subsidios por el equivalente al 1% del PBI, hay que por lo menos triplicar las tarifas de gas y luz. De acuerdo con el estudio, los hogares pobres podrían exceptuarse sobre la base de la información de la Anses sobre titulares de programas sociales o receptores de jubilaciones mínimas, a lo que se sumaría un registro de autoidentificación para que los que no puedan pagar reclamen el mantenimiento del subsidio. Aun así, una parte de los hogares más pobres quedarían excluidos del beneficio. Peor aún, muchos hogares de clase media baja recibirían todo el aumento, alimentando el malestar social y la probabilidad de amparos como los que detuvieron ajustes similares en el pasado.
¿Qué podemos esperar entonces de un ajuste de subsidios en 2016?
Todo, diría un terapeuta de shock mientras se calza el delantal blanco. Los subsidios son insostenibles y hay que recortarlos cuanto antes. Lo que no se hace rápido (de golpe, para que la sorpresa anestesie el dolor de la vacuna) no se hace nunca.
Muy poco, diría el terapeuta gradualista. Habrá que dejar que las tarifas suban con la inflación y, si contamos con un mecanismo de asignación que minimice el riesgo social y legal, aumentarlas moderadamente a quienes pueden pagarlas.
Otro ejemplo de esta coyuntura urgente: el trilema entre dólar, inflación y cepo.
El shock, en este caso, sería una apertura inmediata de los cepos (al ahorro, a las importaciones y a los dividendos corporativos) combinada con un dólar «que busque su techo» (dado que, al tipo de cambio actual, el Banco Central no tendría reservas para satisfacer la demanda verde). Sin nada que ordene las expectativas, la devaluación se iría en gran medida a los precios, obligando al futuro gobierno a elegir entre una inflación mayor que la que recibe y una recesión (un segundo shock) que contenga la inflación. Hacia fin de año, diría el terapeuta de shock, creceremos.
El gradualista, en cambio, invertiría la secuencia priorizando el crecimiento sin inflación. Empezaría con un programa monetario que oriente a la baja las expectativas de inflación. A cambio, iría por un ajuste gradual del dólar y una apertura selectiva de los cepos (primero importaciones, porque son insumos del crecimiento) y dividendos futuros (porque necesitamos inversión extranjera); después, ahorros; por último, dividendos pasados. Y dejaría el ajuste cambiario para 2017. Hacia fin de año, diría el gradualista, si el Banco Central es exitoso, la inflación se desacoplará del dólar y el traslado a precios en 2017 será menor. (Además, piensa, pero no dice el gradualista, ni la inflación ni la devaluación son populares en la Argentina; una devaluación inflacionaria es la peor combinación para un gobierno debutante en busca de apoyos.)
Las terapias de shock remiten a los ajustes draconianos de los 70, casi siempre de línea monetarista y pro mercado, impuestos con ayuda de gobiernos dictatoriales que reprimieron sus efectos sociales colaterales. En un contexto democrático, su viabilidad política se limita a situaciones de crisis terminal como la hiperinflación del 89 o la caída de la convertibilidad a fines de 2001, donde el shock se percibe no como obra de un gobierno, sino como un dato de la realidad. Ni siquiera la anticipación de la crisis crea espacio para estos ajustes, como lo demuestran los casos de Cavallo y López Murphy.
Pero la distinción entre shock y gradualismo puede plantearse en términos más generales. Mientras en el primero la solución del problema económico impone límites a la política (el economista le dice al político: imposible sostener los subsidios, habrá que manejar las consecuencias políticas de un aumento del 300%), en el segundo se invierte el enfoque: la política delimita el espacio de solución y le deja el trabajo a la economía (imposible aumentar 300% las tarifas, le dice el político al economista; habrá que conseguir dinero de otro lado).
Como las decisiones en una democracia son patrimonio del político electo y no del funcionario designado, el gradualismo tiende a predominar. Pero esto no es malo, en la medida en que este gradualismo no sea parálisis, sino un compromiso entre el zoom del funcionario y el gran angular del político. Además, un gobierno no debería apostar todo su capital político en la primera jugada. Sin ese capital, es difícil avanzar con el resto de las jugadas, muchas de ellas esenciales para el desarrollo. ¿Para qué sacrificar la reforma educativa con una devaluación apresurada?
El desafío de 2016, año de transición, es desandar los errores heredados y reencauzar el desarrollo con el menor costo social posible. La manera en que se desanden esos errores determinará en parte a los ganadores y perdedores de la transición. Y ahí es donde, más allá de consideraciones económicas y políticas, la disyuntiva entre shock y gradualismo se vuelve un problema moral..