En la lucha antidroga, hay que aprender de los británicos

En medio de una incipiente y saludable deliberación en torno al fenómeno de las drogas van surgiendo declaraciones políticas, manifestaciones institucionales, comentarios académicos, proyectos legislativos y decisiones ejecutivas respecto al modo de responder al gradual pero elocuente avance del narcotráfico en la Argentina. Como suele ocurrir, cuando emerge un asunto de interés público respecto a la inseguridad, el delito y la violencia, la tentación inmediata es «hacer algo». Es también usual que lo primero que se haga sea poco útil o apenas promisorio. Predomina la eficacia simbólica de adoptar un conjunto de medidas que calman las demandas sociales, los reclamos mediáticos y los apuros políticos del momento, pero que escasamente contribuyen a resolver o mitigar el problema original. Las así denominadas leyes Blumberg que endurecieron las condenas por distintos delitos tuvieron un efecto disuasivo nulo. La tardía radarización del norte del país iniciada en 2011 se produce cuando hay datos evidentes de que las drogas entran a la Argentina por tierra y a través de los ríos. La recurrencia táctica y circunstancial a ciertas normas e iniciativas para enfrentar situaciones que son el producto de una larga, multifacética y compleja evolución se agotan en el corto plazo y sirven sólo para una efímera catarsis colectiva en la que el Estado y la sociedad parecen creer que, en breve, se recuperará la imaginada tranquilidad perdida.
Recientemente se conoció una decisión, inicialmente plausible, pero que corre el riesgo de repetir la lógica de la eficacia simbólica. Se anunció la creación de una Subsecretaría de Lucha contra el Narcotráfico en el seno del Ministerio de Seguridad. Hay cuestiones clave por considerar sobre su ubicación, su alcance y su formato. Por ejemplo, la dimensión presente y potencial del fenómeno de las drogas en el país pareciera indicar la necesidad de concebir una secretaría especial en el marco de la Presidencia o quizás en el Ministerio del Interior y no una subsecretaría en el marco del Ministerio de Seguridad. No se trata de caer en los extremos burocráticos típicos que han caracterizado las políticas públicas de otros países de la región respecto a las drogas -esto sería desconocer su significación o negar su auge. También es clave no olvidar que el control político del asunto es esencial, máxime cuando algunos sectores, aún minoritarios, desean involucrar a las Fuerzas Armadas en la lucha antinarcóticos. Además, los cuerpos de seguridad, en particular, la policía, están en mora de ser sometidos a una profunda revisión; algo que debiera ser el objetivo central del Ministerio de Seguridad.
Sin embargo, no parece conveniente crear un organismo dedicado sólo al tema de las drogas: debiera crearse una unidad consagrada al crimen organizado bajo la premisa de que ese fenómeno más amplio e inquietante vulnera la seguridad humana, las capacidades del Estado y la protección de la democracia. Por último, la creciente inclinación oficial a tender puentes con Estados Unidos puede llevar a pensar que el mejor modelo por replicar en el país es el del FBI; algo que podría ser una decisión equivocada.
Es en ese contexto que el Gobierno, los medios de comunicación, los políticos y los académicos haríamos bien en observar el esquema británico hoy representado por el National Crime Agency (NCA). Esta agencia es el producto de tres reformas de los últimos 15 años; lo que muestra, entre otras, la disposición al aprendizaje, la adaptación y la innovación de los británicos. Ya tiene identificados, vía estudios sistemáticos, unos 5500 grupos criminales (muy ligados a múltiples delitos como tráfico de drogas, de personas, de armas) que involucran a unas 37.000 personas; lo cual confirma la importancia de tener un mapa riguroso del delito y una estructura de inteligencia profesional. Asimismo, la agencia, reactualizada en 2013, procura incrementar la coordinación interinstitucional para combatir más eficazmente el crimen organizado y ser más transparente frente a la opinión pública; dos elementos clave si se pretende maximizar las capacidades estatales y, simultáneamente, asegurar la credibilidad y la confianza ciudadanas.
En suma, ojalá no se pierda la oportunidad de dotar al Estado de mejores instrumentos para afrontar los desafíos que genera el avance del crimen organizado.
© LA NACION .

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