¿En qué se parecen Cristina y Steve Jobs?

Foto: LA NACION
Cristina Fernández de Kirchner y Steve Jobs tienen en común mucho más de lo que parece. No porque la primera reparta netbooks a rolete, hable por teleconferencia y sea una habilidosa comunicadora audiovisual, ni porque el segundo haya sido un astuto estratega, conductor de equipos que disfrutaban (y sufrían) sus geniales (e impredecibles) embates, que alternaban triunfos notables con garrafales errores.
Lo que une al inspirado inventor de los más maravillosos dispositivos electrónicos de la era actual y a la presidenta más votada desde el regreso de la democracia en 1983 es lo que Walter Isaacson, biógrafo del primero en su voluminoso libro ( Steve Jobs , Editorial Debate, Buenos Aires, 2011), denomina «distorsión de la realidad».
Para la mayoría, dicha expresión tiene resonancias negativas por remitir sólo a un fabulador que construye castillos en el aire contra los que termina chocando cuando la verdad de los hechos impone sus más rígidas reglas.
Pero Jobs consiguió muchos de sus logros partiendo de alocadas distorsiones de la realidad que terminaron encaminándose inesperadamente hacia resultados espectaculares, como si de sus arbitrarias determinaciones emanase al mismo tiempo una cierta mágica energía psicológica que contagiaba a sus seguidores y terminaba volviendo posible lo que en un primer momento parecía inverosímil. Bastante de eso también motoriza el afilado instinto político de la máxima dirigente de este país.
Jobs solía repetir algo que ya Juan Domingo Perón había dicho 40 años atrás: «La única razón por la que yo me destacaba era que todos los demás eran muy malos». A la señora de Kirchner le pasa lo mismo: compáresela con la oferta electoral de bajas calorías que intentó competirle en las primarias de agosto y en los comicios generales de octubre.
Las descripciones que hacen distintos personajes del genio de los ordenadores personales en el libro que lo recuerda, bien podrían aplicarse aquí a nuestra reelecta mandataria: «Mezcla de intensidad y desapego», que oscila «entre lo carismático y lo inquietante», quizás «un ser iluminado y también cruel» y, seguramente, con una pizca «de farsante, seguro de sí mismo y algo dictatorial».
Resulta bien interesante cómo Isaacson despliega a lo largo de más de 700 páginas qué significa «distorsión de la realidad», algo así como estar determinado a llevar adelante una misión, aunque no se sepa bien cómo, por caminos azarosos.
Hay frases dedicadas a Jobs en ese libro que se adaptan como un guante a la jefa de Estado, «capaz de convertir su encanto en una fuerza llena de astucia, de engatusar e intimidar, alterando la realidad gracias al poder de su personalidad».
Agrega Isaacson en otro pasaje que «en su presencia, la realidad es algo maleable. Puede convencer a cualquiera de prácticamente cualquier cosa», pero que «el efecto se desvanece cuando ya no está». Más aún, describe «el campo de distorsión de la realidad como una confusa mezcla de estilo retórico y carismático, una voluntad indomable y una disposición a adaptar cualquier dato para que se adecue al propósito perseguido».
Impresiona leer en la monumental biografía de Jobs su inclinación a «tomar como desafío la adversidad y transformarla en algo a favor» y cómo eso exactamente fue lo que le pasó a Cristina Kirchner durante tres años consecutivos.
En efecto, el conflicto con el campo, en 2008, que pareció el momento de mayor debilidad institucional, terminó fortaleciendo al Gobierno que, por fin, encontró allí su razón de ser y una bandera para agitar (la lucha contra «las corporaciones» y los «medios hegemónicos» y la imprevista simpatía que a partir de ese momento comenzó a suscitar en vastos sectores juveniles); las elecciones legislativas perdidas de 2009 (que, lejos de derrumbarlo, retempló al oficialismo y que la oposición desaprovechó lastimosamente) y, en 2010, la muerte de Néstor Kirchner (asombrosamente un golpe más letal para la oposición, cuyo adversario principal se desvaneció, y no para el oficialismo que, a partir de ese momento, se reinventó al poner punto final a la dualidad del «doble comando» y «cristinizarse» paulatinamente).
«Lo más sorprendente es que el campo de distorsión de la realidad parecía dar resultado incluso si tú eras perfectamente consciente de su existencia», decían de Jobs, y la afirmación vuelve a ajustarse con precisión a la reelecta titular del Poder Ejecutivo nacional.
«Si la realidad no se amoldaba a su voluntad, se limitaba a ignorarla», así se describe al padre del iPad. A Cristina le ocurre otro tanto: al hablar de las corridas bancarias provocadas por «las corporaciones» ignora (o actúa que ignora) que la detonaron, en todo caso, los compradores minoristas. Cuando la Presidenta desea en voz alta que una mujer llegue en poco tiempo al generalato, desconoce (o representa que desconoce) que no hay ninguna representante de su sexo en posibilidad de acceder pronto a esa jerarquía, ya que antes deberá pasar por sucesivos ascensos. Al reiterar que su marido «dio la vida» por la política, en realidad prefiere olvidar las múltiples advertencias que le hicieron sus médicos para que morigerara un tanto su intenso tren de vida y de los que la «prensa hegemónica» advirtió reiteradamente, mientras las usinas obsecuentes lo desmentían rasgándose las vestiduras.
Es que, tanto Jobs como, seguramente, Cristina (y antes Néstor) «no creen que las normas se les aplican» también a ellos como al resto de los humanos. Presienten que son superiores y que, por eso, la fatalidad los dispensará con mayores atenciones.
Tampoco admiten ser contradichos y apelan a «una ocultación de la verdad más compleja que un simple embuste. Jobs [o, indistintamente, podríamos decir en su lugar, CFK] realiza algunas afirmaciones (ya fueran un dato sobre historia del mundo o el relato de quién había sugerido una u otra idea en una reunión) sin tener en cuenta la verdad. Aquello representa un deseo voluntario de desafiar a la realidad, no sólo de cara a los demás, sino a sí mismo. Es capaz de engañarse él [ella] solo. Eso le permite lograr que los demás se crean su visión del mundo, porque él [ella] la ha asumido y hecho suya».
¿Hasta cuándo CFK vestirá de negro? ¿No es simbólicamente muy nepotista hacerse poner la banda presidencial por su hija? ¿Por qué se tomó el juramento a sí misma? ¿A qué causa obedece que no utilice el balcón de Perón y Evita en la Casa Rosada y prefiera, en cambio, abrazarse con artistas y rockeros sobre un escenario montado en Plaza de Mayo? ¿A qué se debe que haya cambiado el habitual escenario de jura de los ministros en el Salón Blanco de la sede gubernamental por el Museo del Bicentenario donde, sin embargo, hizo trasladar la imagen de la República que preside habitualmente ese ámbito oficial? ¿De dónde sacó el «todos y todas?» ¿Quién le recomendó convertir a la suya en una «telepresidencia», a veces con más de una irrupción diaria y con vastas incursiones en las redes sociales de ella y sus principales colaboradores, festejadas por entusiastas militantes virtuales que nada cuestionan?
Se podrían hacer setenta veces siete otras tantas similares tandas de preguntas sin poder desentrañar la exuberante y muy rica personalidad de Cristina Kirchner desde que se convirtió en presidenta de la Nación el 10 de diciembre de 2007.
Básicamente no se puede porque la primera mandataria no da respuesta formal a ninguna de ellas, tal su gusto por sorprender con imprevistos anuncios a propios y ajenos (no pocos altos funcionarios se enteran de sus más trascendentales decisiones casi en el mismo momento en que ella misma las da a conocer) y es del todo inusual que anticipe hacia dónde se dirige porque tiende a hablar más de lo que ya pasó que de lo que vendrá. Hay como un deleite superlativo en asombrar con movimientos inesperados en procura de dejar en incómoda situación a aquellos que pretenden «tener la posta» de sus decisiones cuando todavía bullen en su cabeza como proyectos. Ni qué hablar de los expertos y economistas, cuyas bolas de cristal es especialista en hacer trizas.
Nadie duda de que la formación académica y ciertas sensibilidades intelectuales y artísticas cincelaron el pensamiento heterodoxo y la prédica fluida de la jefa de Estado, pero todo ese bagaje para nadar contra la corriente parece instrumentarlo más bien por medio de una impronta intuitiva, en un contexto de constante autohomenaje histriónico y declamatorio que toma como eje repetitivo tres «epopeyas» (primero, la reversión de la crisis profunda de 2001; después, el mencionado conflicto con el campo y, finalmente, su decisión de seguir adelante, firme y renovada, a pesar de la ausencia de «El», ahora convertido en una suerte de deidad omnisciente que rebautiza calles, se multiplica en monumentos y al que se le ofrendan hasta los juramentos de los más altos cargos del país a la par de Dios y la Patria).
Si Néstor Kirchner, como político más tradicional, parecía estar en permanente consulta (lo que en la jerga política se le llama lisa y llanamente «rosca»), con los distintos sectores del vasto movimiento (el peronismo) que desde hace ocho años y medio tiene como principal inquilino al kirchnerismo (ya que también hay inquilinos secundarios como los peronistas disidentes y gobernadores variopintos que aguardan su oportunidad para conformar nuevas alianzas o hacerse con el poder en 2015), no trascienden reuniones similares de su más ascética viuda que en soledad parece, sin embargo, más diestra para tramar estrategias que neutralicen a Hugo Moyano (que ayer le respondió con inusitada contundencia), disponer un inquietante y ya en operaciones movimiento de pinzas sobre Daniel Scioli y hasta mantener a raya al flamante vice, Amado Boudou.
Con la misma determinación y audacia establece puentes hacia el empresariado e impulsa un imprescindible ajuste embozado en una sagaz política de comunicación en cuotas que procura atemperar y retrasar su efecto mediático sobre la sociedad. No sólo eso: durante la Asamblea Legislativa, en la asunción de su segundo mandato se animó incluso, ante todas las fuerzas políticas, a colocarse muy por encima del mismísimo Juan Domingo Perón, al subrayar que ella sí reconoce el derecho de huelga, conquista ausente en la Constitución peronista de 1949 y, paradójicamente, introducida en la reforma de la Carta Magna original en 1957, cuando gobernaba en la Argentina un régimen militar.
Cristina Kirchner sorprende y seguirá sorprendiendo (incluso a ella misma) con un GPS innato que le indica a tiempo (al menos, hasta ahora) pegar el volantazo un minuto antes del precipicio.
Tiene, como se dice de Steve Jobs en su megabiografía, «el poder del habla y la red de palabras que atrapan a la gente», más allá de «mentir o mostrarse hermético»; fabuladores que también hacen y fascinan con sus realizaciones.
De Steve Jobs se decía que podía «resultar brutalmente sincero en ocasiones, y capaz de contar verdades que la mayoría de nosotros tratamos de endulzar o reprimir». De Cristina Kirchner no se podría decir menos.
© LA NACION.

Acerca de Nicolás Tereschuk (Escriba)

"Escriba" es Nicolás Tereschuk. Politólogo (UBA), Maestría en Sociologìa Económica (IDAES-UNSAM). Me interesa la política y la forma en que la política moldea lo económico (¿o era al revés?).

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