por Daniel Schteingart (*)
Durante diciembre, las redes sociales ebullieron tras el conflicto desatado en el Conicet, originado en el recorte en el ingreso a la carrera de 500 investigadores recomendados por juntas evaluadoras en sus pergaminos académicos. En las redes (particularmente en Twitter), los detractores del Conicet acusaron al organismo de ser una “cueva de ladrones”, “ñoquis”, “inútiles” y una decena de insultos más. ¿Qué hay de cierto en las acusaciones lanzadas al Conicet y sus investigadores? Absolutamente nada. Veamos.
Dentro de un país donde la meritocracia en el sector público no es particularmente la regla, el Conicet se destaca por ser el organismo estatal más meritocrático y transparente, por lejos. Para ser becario en el Conicet, hacen falta credenciales como un elevado promedio durante la carrera de grado, publicaciones, presentaciones a congresos o ejercicio de la docencia, entre otros.
Para ser investigador (lo que se recortó), las exigencias son todavía más duras: se necesita tener una tesis doctoral (algo que demanda ingentes esfuerzos y que puede llevar hasta cinco años realizar) y publicaciones en revistas académicas internacionales de altísimo prestigio, en tanto que cuestiones como la docencia, la supervisión de tesistas o el desarrollo de innovaciones tecnológicas –sobre todo en el campo de las ciencias duras– suman puntos adicionales al aspirante. Para ser investigadores de carrera en el Conicet, el aspirante es evaluado por una comisión de expertos de cada disciplina de estudio (por ejemplo, biología, física, economía, sociología y demografía, etcétera), en función de los antecedentes académicos. En dicha comisión evaluadora, la mitad de sus miembros se renueva todos los años. Asimismo, en las comisiones, la representación es no solo temática, sino también geográfica e institucional, de modo que evalúan expertos de distintas partes del país y de distintas instituciones, para garantizar federalismo y pluralismo institucional. A esto que acabamos de describir llamaremos “paso 1”. Una vez que la comisión dictamina, la resolución pasa a una Junta Calificadora (“paso 2”), en donde expertos de las cinco “grandes áreas” del Conicet (Ciencias Naturales y Exactas; Ciencias Biológicas y de la Salud; Ciencias Agrarias, Ingeniería y de Materiales; Ciencias Sociales y de Humanidades, y Tecnología) vuelven a evaluar.
Vale mencionar que, dentro de cada “gran área” hay una multiplicidad de disciplinas (por ejemplo, en “Ciencias Biológicas y de la Salud” tenemos a “Ciencias Médicas”, “Biología”, “Bioquímica y Biología molecular” y “Veterinaria”, cada una de las cuales tiene su comisión evaluadora del “paso1”). Una vez que se cumple con el “paso 2”, el análisis pasa al directorio del Conicet (“paso 3”) quien, en función del presupuesto, asigna los ingresos a carrera respetando criterios de proporcionalidad geográfica y disciplinaria. Vale aclarar que uno de los criterios de evaluación para la admisión al Conicet es la “relevancia social” (qué aporte directo o indirecto puede hacer el investigador a la sociedad) o “académica” (qué aporte hace el investigador al Estado del conocimiento mundial de una disciplina) del problema de investigación. Al Conicet puede entrar cualquier persona, siempre que tenga las credenciales académicas aprobadas por las comisiones evaluadoras mencionadas.
Que el Conicet sea una usina de captación de los grandes talentos del país se plasma en cómo se ubica en los rankings internacionales de instituciones de ciencia y tecnología. Según el ranking Scimago –el más prestigioso del mundo para evaluar rendimiento de este tipo de instituciones–, el Conicet pasó del puesto 399 en 2009 al 220 en 2016, sobre un total de 5137 instituciones. Esto es, Conicet se encuentra en el top 5% mundial de las instituciones de ciencia y tecnología, es la segunda institución más prestigiosa de América Latina (solo por detrás de la Universidad de San Pablo) y la principal del país. Que Conicet haya escalado 179 puestos en el ranking no es arte de magia, sino que mucho tiene que ver con la ampliación de su dotación de recursos humanos en base a criterios de estricta selección con reglas transparentes, que lamentablemente no son moneda corriente en otras áreas del Estado. Del mismo modo, Argentina en su conjunto (contando Conicet y el resto de las instituciones de ciencia y tecnología como las universidades) pasó de explicar el 0,35% de los papers mundiales en revistas de prestigio en 2006 al 0,46% en 2015, también según Scimago.
El 78% de los poco más de 9.000 investigadores de planta del Conicet proviene de las ciencias duras (Exactas, Naturales, Biológicas, Químicas, Ingenieriles, etc.) o son tecnólogos. El 22% restante proviene de las Ciencias Sociales y Humanidades. Para muchos críticos del Conicet, este 22% es “excesivo”, y compuesto por personas que son “ladris” y “chamuyeras”. Primero, la cifra es razonable para los estándares mundiales: en Noruega (país más desarrollado del mundo según el Índice de Desarrollo Humano), tal cifra es del 25% y en España del 26%, por debajo de México (por encima del 30%) y por encima de países de altísima industrialización como Japón (en torno al 10%), que por su perfil de especialización (que Argentina no tiene) demandan muchísimos ingenieros y afines. Los datos son de UNESCO.
Segundo, se han criticado por “irrelevantes” y “ladris” temas de investigación como los estudios culturales, los estudios de género, los estudios migratorios o la sociología del deporte, que forman parte de la agenda de investigación de algunos de los investigadores en Ciencias Sociales y Humanidades del Conicet. Desde el mayor prejuicio, los detractores de este tipo de estudios no parecen querer enterarse de su contribución directa o indirecta a la formulación de mejores políticas públicas . Tampoco parecen querer enterarse de que son los países desarrollados los países campeones en estos campos de las ciencias sociales. Según Scimago, Estados Unidos lidera el stock de publicaciones mundiales (1996-2015) de estudios de género, estudios culturales, lingüística, análisis literario, sociología, ciencia política, historia, arqueología, psicología, economía y un largo etcétera. Los países que le siguen son Reino Unido, Australia, Canadá, Alemania, Francia, España, Italia o Países Bajos, dependiendo de la disciplina. Estas investigaciones se hacen tanto en instituciones públicas como privadas. A modo de ejemplo, Lauren Rea –que fue una de las investigadoras hostigada por los críticos del Conicet por investigar la revista Billiken– es una PhD británica en estudios culturales, y el financiamiento de su tema de investigación lo hace el Arts & Humanities Research Council (una suerte de Conicet británico de ciencias sociales).
¿Entonces, los países desarrollados se equivocan y malgastan su dinero en financiar este tipo de disciplinas? ¿Conocer la realidad para dar insumos para hacer políticas públicas que mejoren la calidad de vida –económica, social y cultural– es derroche? ¿Analizar impacto de políticas públicas, como hacen muchísimos investigadores de ciencias sociales del Conicet, es inútil? ¿Comprender nuestra Historia y la de otros países, para sacar lecciones de qué errores no debemos volver a repetir y qué lecciones podemos tener en cuenta de cara al futuro es tirar “la plata de mis impuestos” al inodoro? ¿Invertir en investigadores en relaciones internacionales para que analicen la complejidad del mundo actual y de allí ver cómo Argentina puede integrarse mejor al mundo es prescindible? ¿Y hacerlo en especialistas en administración pública, para que formulen políticas de mejora de la calidad de la intervención estatal? ¿Formar doctores en urbanismo para que analicen cómo mejorar la problemática habitacional del país es repudiable? ¿La filosofía, sin la cual hoy posiblemente seguiríamos viviendo en el absolutismo de la Edad Media, es un campo del conocimiento a ser desterrado del erario? Los datos de Scimago y la práctica concreta de los Estados de los países desarrollados refutan todo este tipo de prejuicios.
Por último, está claro que hay buenos cientistas sociales y otros que no lo son, del mismo modo que hay buenos físicos y malos físicos, buenos abogados y malos abogados, buenos docentes y malos docentes, buenos periodistas y malos periodistas, Quédense tranquilos de una cosa: los malos científicos (sean de ciencias sociales o de ciencias duras) no entran al Conicet.
(*) Becario doctoral en el Conicet, magíster en sociología económica (IDAES-UNSAM), profesor universitario (UNQ).
Durante diciembre, las redes sociales ebullieron tras el conflicto desatado en el Conicet, originado en el recorte en el ingreso a la carrera de 500 investigadores recomendados por juntas evaluadoras en sus pergaminos académicos. En las redes (particularmente en Twitter), los detractores del Conicet acusaron al organismo de ser una “cueva de ladrones”, “ñoquis”, “inútiles” y una decena de insultos más. ¿Qué hay de cierto en las acusaciones lanzadas al Conicet y sus investigadores? Absolutamente nada. Veamos.
Dentro de un país donde la meritocracia en el sector público no es particularmente la regla, el Conicet se destaca por ser el organismo estatal más meritocrático y transparente, por lejos. Para ser becario en el Conicet, hacen falta credenciales como un elevado promedio durante la carrera de grado, publicaciones, presentaciones a congresos o ejercicio de la docencia, entre otros.
Para ser investigador (lo que se recortó), las exigencias son todavía más duras: se necesita tener una tesis doctoral (algo que demanda ingentes esfuerzos y que puede llevar hasta cinco años realizar) y publicaciones en revistas académicas internacionales de altísimo prestigio, en tanto que cuestiones como la docencia, la supervisión de tesistas o el desarrollo de innovaciones tecnológicas –sobre todo en el campo de las ciencias duras– suman puntos adicionales al aspirante. Para ser investigadores de carrera en el Conicet, el aspirante es evaluado por una comisión de expertos de cada disciplina de estudio (por ejemplo, biología, física, economía, sociología y demografía, etcétera), en función de los antecedentes académicos. En dicha comisión evaluadora, la mitad de sus miembros se renueva todos los años. Asimismo, en las comisiones, la representación es no solo temática, sino también geográfica e institucional, de modo que evalúan expertos de distintas partes del país y de distintas instituciones, para garantizar federalismo y pluralismo institucional. A esto que acabamos de describir llamaremos “paso 1”. Una vez que la comisión dictamina, la resolución pasa a una Junta Calificadora (“paso 2”), en donde expertos de las cinco “grandes áreas” del Conicet (Ciencias Naturales y Exactas; Ciencias Biológicas y de la Salud; Ciencias Agrarias, Ingeniería y de Materiales; Ciencias Sociales y de Humanidades, y Tecnología) vuelven a evaluar.
Vale mencionar que, dentro de cada “gran área” hay una multiplicidad de disciplinas (por ejemplo, en “Ciencias Biológicas y de la Salud” tenemos a “Ciencias Médicas”, “Biología”, “Bioquímica y Biología molecular” y “Veterinaria”, cada una de las cuales tiene su comisión evaluadora del “paso1”). Una vez que se cumple con el “paso 2”, el análisis pasa al directorio del Conicet (“paso 3”) quien, en función del presupuesto, asigna los ingresos a carrera respetando criterios de proporcionalidad geográfica y disciplinaria. Vale aclarar que uno de los criterios de evaluación para la admisión al Conicet es la “relevancia social” (qué aporte directo o indirecto puede hacer el investigador a la sociedad) o “académica” (qué aporte hace el investigador al Estado del conocimiento mundial de una disciplina) del problema de investigación. Al Conicet puede entrar cualquier persona, siempre que tenga las credenciales académicas aprobadas por las comisiones evaluadoras mencionadas.
Que el Conicet sea una usina de captación de los grandes talentos del país se plasma en cómo se ubica en los rankings internacionales de instituciones de ciencia y tecnología. Según el ranking Scimago –el más prestigioso del mundo para evaluar rendimiento de este tipo de instituciones–, el Conicet pasó del puesto 399 en 2009 al 220 en 2016, sobre un total de 5137 instituciones. Esto es, Conicet se encuentra en el top 5% mundial de las instituciones de ciencia y tecnología, es la segunda institución más prestigiosa de América Latina (solo por detrás de la Universidad de San Pablo) y la principal del país. Que Conicet haya escalado 179 puestos en el ranking no es arte de magia, sino que mucho tiene que ver con la ampliación de su dotación de recursos humanos en base a criterios de estricta selección con reglas transparentes, que lamentablemente no son moneda corriente en otras áreas del Estado. Del mismo modo, Argentina en su conjunto (contando Conicet y el resto de las instituciones de ciencia y tecnología como las universidades) pasó de explicar el 0,35% de los papers mundiales en revistas de prestigio en 2006 al 0,46% en 2015, también según Scimago.
El 78% de los poco más de 9.000 investigadores de planta del Conicet proviene de las ciencias duras (Exactas, Naturales, Biológicas, Químicas, Ingenieriles, etc.) o son tecnólogos. El 22% restante proviene de las Ciencias Sociales y Humanidades. Para muchos críticos del Conicet, este 22% es “excesivo”, y compuesto por personas que son “ladris” y “chamuyeras”. Primero, la cifra es razonable para los estándares mundiales: en Noruega (país más desarrollado del mundo según el Índice de Desarrollo Humano), tal cifra es del 25% y en España del 26%, por debajo de México (por encima del 30%) y por encima de países de altísima industrialización como Japón (en torno al 10%), que por su perfil de especialización (que Argentina no tiene) demandan muchísimos ingenieros y afines. Los datos son de UNESCO.
Segundo, se han criticado por “irrelevantes” y “ladris” temas de investigación como los estudios culturales, los estudios de género, los estudios migratorios o la sociología del deporte, que forman parte de la agenda de investigación de algunos de los investigadores en Ciencias Sociales y Humanidades del Conicet. Desde el mayor prejuicio, los detractores de este tipo de estudios no parecen querer enterarse de su contribución directa o indirecta a la formulación de mejores políticas públicas . Tampoco parecen querer enterarse de que son los países desarrollados los países campeones en estos campos de las ciencias sociales. Según Scimago, Estados Unidos lidera el stock de publicaciones mundiales (1996-2015) de estudios de género, estudios culturales, lingüística, análisis literario, sociología, ciencia política, historia, arqueología, psicología, economía y un largo etcétera. Los países que le siguen son Reino Unido, Australia, Canadá, Alemania, Francia, España, Italia o Países Bajos, dependiendo de la disciplina. Estas investigaciones se hacen tanto en instituciones públicas como privadas. A modo de ejemplo, Lauren Rea –que fue una de las investigadoras hostigada por los críticos del Conicet por investigar la revista Billiken– es una PhD británica en estudios culturales, y el financiamiento de su tema de investigación lo hace el Arts & Humanities Research Council (una suerte de Conicet británico de ciencias sociales).
¿Entonces, los países desarrollados se equivocan y malgastan su dinero en financiar este tipo de disciplinas? ¿Conocer la realidad para dar insumos para hacer políticas públicas que mejoren la calidad de vida –económica, social y cultural– es derroche? ¿Analizar impacto de políticas públicas, como hacen muchísimos investigadores de ciencias sociales del Conicet, es inútil? ¿Comprender nuestra Historia y la de otros países, para sacar lecciones de qué errores no debemos volver a repetir y qué lecciones podemos tener en cuenta de cara al futuro es tirar “la plata de mis impuestos” al inodoro? ¿Invertir en investigadores en relaciones internacionales para que analicen la complejidad del mundo actual y de allí ver cómo Argentina puede integrarse mejor al mundo es prescindible? ¿Y hacerlo en especialistas en administración pública, para que formulen políticas de mejora de la calidad de la intervención estatal? ¿Formar doctores en urbanismo para que analicen cómo mejorar la problemática habitacional del país es repudiable? ¿La filosofía, sin la cual hoy posiblemente seguiríamos viviendo en el absolutismo de la Edad Media, es un campo del conocimiento a ser desterrado del erario? Los datos de Scimago y la práctica concreta de los Estados de los países desarrollados refutan todo este tipo de prejuicios.
Por último, está claro que hay buenos cientistas sociales y otros que no lo son, del mismo modo que hay buenos físicos y malos físicos, buenos abogados y malos abogados, buenos docentes y malos docentes, buenos periodistas y malos periodistas, Quédense tranquilos de una cosa: los malos científicos (sean de ciencias sociales o de ciencias duras) no entran al Conicet.
(*) Becario doctoral en el Conicet, magíster en sociología económica (IDAES-UNSAM), profesor universitario (UNQ).