Escenografías y protagonistas

“Los populistas tratan de que el pueblo no quede como destinatario pasivo de las políticas comunicacionales. Su programa cultural (…) construye escenarios en los que el pueblo aparece participando, actuando.” Culturas híbridas. Néstor García Canclini.
“‘¿Qué van a ver estos imbéciles, desde tan lejos?’, me preguntó un taxista (…). Traté de explicarle que no iban a ver. Que no eran espectadores, sino protagonistas.” “El pueblo protagonista”. Rodolfo Terragno, artículo publicado en la revista Cuestionario.
“Yo le pido a San Jauretche que venga la buena leche.” “San Jauretche”, Los Piojos
La presidenta Cristina Fernández de Kirchner habló media hora clavada. Cuando terminó, estallaron los fuegos artificiales, reverberaron las luces en los edificios, sonó a pleno la música. Javier Grossman, está comprobado, es un eximio régisseur de la escena pública, le puso un moño excitante a la fiesta. Empezaba a terminar una jornada en la que sucedieron o se yuxtapusieron varias escenografías.
En ese arte, claro, es difícil competir con la Iglesia Católica, que viene construyendo imágenes y escenarios desde hace más de dos mil años. Por añadidura, dio con el papa Francisco, mediático y gran comunicador. Sería entre peliagudo e imposible para otra institución instalar un discurso de humildad en edificios majestuosos, colmados de dorados (o de oro). O afectar ser coloquial en un cuadro calculado al milímetro, con el oropel y el incienso medidos con minucia. Pero el mensaje siempre llega, a menudo bien envuelto.
Esas escenografías, pongámosle profesionales (y pidamos piedad), corroboraron su reconocida calidad. Pero para muchos –lo que incluye al autor de estas líneas– la mejor escena de ayer fue la de miles y miles de argentinos en la Plaza de Mayo, en una nueva edición de las convocatorias del peronismo, en su etapa kirchnerista.
El formato combina movilización política de agrupamientos organizados con gente que va por la libre muy en familia. Acto estricto y recital con cantantes populares. Todo en un marco de fiesta compartido, un día para pasarla bien.
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La primera vez, en 2006, el presidente Néstor Kirchner pronunció el discurso de cierre, breve y emocional.
La presidenta Cristina viene cerrando varios con una oratoria diferente, en muchos aspectos. La memoria a veces engaña: no hubo taaantos 25 de Mayo kirchneristas entre la Casa Rosada y el Cabildo. Al vaivén de las coyunturas (y de los Tedéum itinerantes) el encuentro central de 2007 ocurrió en Mendoza. Ni CFK ni el luego vicepresidente Cobos eran candidatos del todo, pero se los veía venir.
En 2008 la comitiva oficial se desplazó a Salta y la convocatoria fue floja comparada con el acto de las patronales agropecuarias en Rosario, entornando el Monumento a la Bandera.
En 2010, el festejo del Bicentenario sugirió el comienzo de dos años que fueron tremendos para el kirchnerismo, combinando dolor, victorias electorales y un crecimiento económico mucho más alto que el de los años siguientes.
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Bajo un sol amigable, se repuso un conjunto de imágenes y prácticas. La muchedumbre vareando por las inmediaciones de la Plaza. Varios negocios abiertos, los bares y cafés desbordando, los artesanos colocando sus alfombras en el camino de la movilización, a sabiendas de que serían respetados. Humo de choripanes y hamburguesas, sánguches, garrapiñadas o pastelitos caseros. ¿Se puede hablar de merchandising nac & pop? Por ahí es un barbarismo, pero por un día se puede. Tal vez sea un barbarieísmo.
Las gentes de a pie toman selfies, es lógico porque antes que nada van a verse, a celebrarse e ir enhebrando recuerdos. Escucharán con un silencio que impacta la palabra presidencial. Se preguntarán y preguntarán a quien supuestamente sabe “¿cuántos somos?”, “¿hay más que el año pasado?”. Seguramente lo que importa no es tanto la competencia interna, la búsqueda del record propio, cuanto la reiteración de la costumbre, que se vuelve tendencia.
Son proverbiales la buena onda, la ausencia de agresividad (las consignas son confrontativas pero no violentas “…el que no salta es de Clarín”, “…qué quilombo se va a armar”). Quienes se hacen dueños del espacio y del clima callejero por un tiempo los cuidan.
Convengamos en que las fiestas son complicadas para quien no las comparte. Vistos del otro lado del vidrio, los que celebran pueden parecer chocantes, carentes de individualidad, exaltados, hasta virulentos. Ocurre con cualquier intercambio emocional ajeno observado sin empatía. Pero si los que, con todo derecho, no festejan hicieran un módico esfuerzo por comprender (no ya por compartir) medirían la alegría que no se imposta, la calma compartida. Claro que hay quien cree que lo colectivo puede ser (o es, tout court) una forma de vileza o una abdicación de la inteligencia. Lástima porque desperdician una ocasión de percibir al otro, una necesidad básica de la convivencia democrática.
La República es laica con la separación entre Iglesia y Estado como pilar. Así las cosas, es lícito cuestionar la institución del Tedéum, una celebración religiosa parcial en la que la Jerarquía juega de local, convocada por el poder político. Ningún gobierno argentino se ha tomado a pecho esa visión. Si el kirchnerismo no la dejó de lado, menos lo hará quien lo suceda, sea continuador o adversario.
Esto dicho, el arzobispo Mario Poli no repitió las homilías arrogantes de muchos de sus precursores. El texto que leyó fue cuidadoso en extremo, una mano tendida en vez del clásico dedo acusador. No se ensañó con la soberbia, la corrupción, la violencia, la falta de sensibilidad que los purpurados suelen detectar en ojo ajeno.
Poli fue mundano y transigente, en el púlpito y en la escenografía. Acudió al Evangelio según Juan, como se hizo en todo el planeta. “Diálogo, diálogo, diálogo”, expresó en una de las contadas repeticiones retóricas de las que se valió. Parafraseó el Martín Fierro: “La unidad entre los hermanos debe ser la ley primera”. La versión original es más redonda que el cover, suele acontecer…, pero el mensaje es conciliador y convocante.
Poli leyó con soltura y sin muchas alharacas de estilo. Sólo se trabucó una vez, con la palabra “intrínseco”. E incurrió en un furcio (o lapsus, usted verá) al rememorar el “Concilio de 1934”, se corrigió prestamente: era el Congreso Eucarístico.
La ya habitual y confortante presencia de sacerdotes de otros credos, los saludos de todos ellos a la Presidenta fueron mensajes también.
La música elegida, entre ellas la “Misa Criolla”, estuvo bien pensada: Cristina y la ministra Teresa Parodi la acompañaban cantando. Interesante conjunción, porque esa obra magna es de dos no peronistas, por decirlo sin belicosidad. Hablamos de Ariel Ramírez y el gran intelectual historiador y creador Félix Luna. Digresión breve: habría que recordar y homenajear más a Luna en el reverdecer del revisionismo. Pero volvamos al Templo.
Para el oficialismo el acto resultó satisfactorio, lo tradujo como una suerte de confirmación del buen momento de la relación con el Papa. La oposición y los medios dominantes –puede suponerse– leerán que la recurrente apología del diálogo es un leve cachetazo con guante blanco a la intransigencia kirchnerista. La Presidenta tomó en parte ese guante en la Plaza cuando pidió disculpas por su “estilo”: “Una puede ser sincera pero también más suavecita”.
Nada dijo Poli que se pareciera a la homilía de su predecesor, Jorge Bergoglio, en 2009. El ahora Papa reclamó “humildad” de modo tonante. Y se despachó con una pintura muy diferente de la que se trazó ayer. Enunció, in absentia presidencialis pero con claros destinatarios: “Los maquillajes y vestidos del poder y la reivindicación rencorosa son una cáscara de almas que llenan su vacío triste, sobre su incapacidad de brindar caminos creativos e impiden confianza, es el vaciamiento consecuente de lo compulsivo de la soberbia, en su manifestación más torpe, que es la veleidad”. Ayer la verba fue muy otra.
“Bajen las banderas”, pidió Cristina, en sentido estricto y no como metáfora política. Pronunció un discurso contemporizador, lo direccionó a los jóvenes, a quienes describió como “los únicos que me entienden”. Habló del futuro que vino para quedarse, recordó a Arturo Jauretche. De movida situó al pueblo como gran protagonista, algo que no siempre es centro del relato oficial. “No hay revolución sin pueblo”, dictaminó. Jauretche enseñó que no hay Nación sin pueblo, ni pueblo sin nación. Un modo precioso de conjugar al proyecto común con el sujeto histórico.
Plena y rica jornada la de ayer, cuánto hubiera visto el maestro si hubiera estado para verla. Siempre es hora de honrarlo, algo que sólo se lograría con mirada aguda, actualización constante, humor filoso, lecturas versátiles y cero ánimo de repetir frases hechas, así sean las propias.

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