Ahora, octubre parece un trámite para el Frente para la Victoria, y luego la ‘refundación de la República’ será el objetivo. ¿Y la oposición qué puede hacer? Antes que sea tarde, debería comprender sus errores y limitaciones, y comenzar a corregirlos. Aquí un valioso aporte del estudio Massot & Monteverde.
por VICENTE MASSOT
CIUDAD DE BUENOS AIRES (InC.) En Chubut no ganó Mario Das Neves ni en Córdoba la lista de diputados de José Manuel De la Sota; ni en Chascomús, Ricardo Alfonsín; ni en Lomas de Zamora, Eduardo Duhalde; ni en Santa Fe, Hermes Binner. Ganó Cristina Fernández. No por una artera maniobra fraudulenta, perpetrada a expensas del deslucido arco opositor. Sí en virtud de otras razones que es necesario repasar.
El dato más ilustrativo, y quizá el de mayor importancia, de las elecciones substanciadas el domingo, es este: quedó trasparentado, de manera categórica, el éxito del gobierno nacional de reconstruir —luego de la pelea con el campo en el año 2008 y de la derrota en los comicios legislativos, de mediados de 2009— la alianza de hecho que había forjado durante su presidencia Néstor Kirchner y que había sido capaz de recepcionar, en sus generosos pliegues, el apoyo del 2do. cordón del Gran Buenos Aires y el de Barrio Norte; el de los lectores de Página/12 y el de distintos sectores del campo; el de los intelectuales de Carta Abierta y el de la Unión Industrial Argentina; el de las clases medias urbanas y el de los barones justicialistas del conurbano.
En una palabra, una mezcla inédita —por momentos inconcebible— que en octubre de 2007 catapultó a Cristina Fernández a la Casa Rosada con 45 % de los sufragios.
Muerto el santacruceño, el desafío que tenía por delante la Presidente era restañar las heridas que había generado —sobre todo en esas clases medias— la arbitrariedad y el encono de su marido, a despecho de cuanto parecía convenirle electoralmente.
Pues bien, hoy está claro hasta dónde logró la Presidente reconciliarse —como si nada hubiera pasado— con amplios segmentos de una ciudadanía que hasta el 26 de octubre del año pasado juraba y perjuraba que nunca más votaría al matrimonio.
Si no fuese así, carecería de explicación que —salvo en la provincia de San Luis, en la localidad de Vicente López y en la Antártida— en el resto del país haya triunfado el Frente para la Victoria. Votaron a favor de Cristina parte de quienes, semanas antes, en la Capital Federal, Santa Fe y Córdoba habían destrozado a los candidatos impuestos a dedo por la Casa Rosada.
Cualquiera sabía que la señora tendría más votos que Filmus y que Rossi, pero que ganara en los primeros dos distritos mencionados y en la Docta —donde ni siquiera había dado pelea— no estaba en los planes de nadie. Ni siquiera en la imaginación de los más fantasiosos acólitos del kirchnerismo.
¿Qué pasó? Algo que ningún análisis lineal ni ideológico podrá explicar nunca. Menos si se apela a experiencias pasadas para tratar de anticipar el futuro. Quienes creían que Duhalde pasaría el límite de 20 % y se perfilaría como el adversario de Cristina en octubre pensaban con categorías viejas.
El bonaerense hace años —desde su estruendosa derrota en 2005— que no tiene inserción en la provincia. Suponer que los intendentes del Gran Buenos Aires lo respaldarían en secreto es no entender la lógica del peronismo en el poder. Donde sí el de Lomas de Zamora hizo
una elección notable fue en un distrito que siempre le había sido adverso: la Capital Federal, donde lo votó el antikirchnerismo de centroderecha más rabioso.
Quienes desde la muerte de su padre creyeron obrar el milagro de transformar un apellido en marca ganadora, se habrán convencido de que Ricardo Alfonsín es lo que es y no se parece en nada —salvo en lo físico— al ganador del ’83. Hizo un gran esfuerzo y fue capaz de sacudirse de encima el corset radical, convocando a su lado a Javier González Fraga y a Francisco De Narváez.
Pero no alcanzó. Tanto él como Duhalde, Rodríguez Saa y Binner no suscitan grandes expectativas ni generan adhesiones, entusiasmos y locuras, como sí lo hace Cristina Fernández.
La gente vota personas y no ideologías. Por eso escogió a Macri, a Del Sel, a De la Sota y a Cristina —al mismo tiempo y sin ruborizarse— en la Capital, en Santa Fe y en Córdoba. Si acaso hubiese que calificar al plebiscito del 14, nos animaríamos a sostener la tesis de que fue, básicamente, conservador.
Por supuesto no en el sentido ideológico del término. Se votó para
conservar elstatu quoo, si se prefiere, la actual situación económica. Aunque nadie sepa a ciencia cierta en qué consiste el modelo famoso de los Kirchner, 50 % de los argentinos apostó a la continuidad de lo que están viviendo. Frente al auge del consumo, los salarios que le siguen ganando a la inflación —aunque sea por un estrecho margen— y los subsidios convertidos en el pan nuestro de cada día, no había discurso que se pudiese ensayar con éxito desde el, además, desangelado arco opositor.
La corrupción, la inseguridad y la inflación serán preocupaciones acuciantes, aunque, de momento, no le hacen mella a un gobierno que sabe lo que quiere —aun cuando disguste—, tiene medios para sostener el ciclo consumista y le sobra unidad de mando. Mientras la soja y Brasil aguanten, el kirchnerismo cristinista tiene cuerda para rato.
Octubre, ahora sí, acaba de convertirse en un trámite formal. Cristina Fernández ya ganó y es harto probable que dentro de dos meses, cuando marchemos nuevamente en fila india al cuarto oscuro, obtenga un porcentaje aun mayor de sufragios. Es que si al clásico exitismo que nos caracteriza se le suma el virtual empate de Alfonsín y Duhalde —con Binner y Rodriguez Saa pisándoles los talones—, en octubre cuanto estará en juego será la futura conformación del Congreso, no la elección del Presidente.
De todos los escenarios probables, se hizo realidad el mejor para el oficialismo y el peor para la oposición: la viuda de Kirchner pulverizó con creces los umbrales requeridos para evitar la segunda vuelta y sus opugnadores, tras cosechar, individualmente, una cantidad de sufragios insignificante, no se sacaron entre sí ventajas apreciables.
Ninguno de ellos se bajará de sus respectivas candidaturas —lo cual, a esta altura, es lógico— y muy pocos ciudadanos querrán, el 23 de octubre, cambiar su voto.
En tren de especular es más factible que ese día se incremente el
porcentaje obtenido por la Presidente, que el de cualquiera de los representantes de la oposición.
Como quiera que sea, el resultado final está cantado. Durante los dos meses por venir se abrirá un compás de espera. Cristina Fernández se mostrará distendida, conciliadora, respetuosa de sus adversarios y dispuesta al diálogo.
En una palabra, profundizará el cambio —sólo en punto a las formas— que comenzó el 27 de octubre del año pasado. En el fondo sigue siendo la mejor discípula de su difunto marido. Suponer, pues, que su espectacular triunfo obrará como elemento moderador, sería una zoncera lírica.
Más que nunca el kirchnerismo, pasado el trámite de octubre,
redoblará la apuesta. Se siente el refundador de la Argentina y actuará en consecuencia.
por VICENTE MASSOT
CIUDAD DE BUENOS AIRES (InC.) En Chubut no ganó Mario Das Neves ni en Córdoba la lista de diputados de José Manuel De la Sota; ni en Chascomús, Ricardo Alfonsín; ni en Lomas de Zamora, Eduardo Duhalde; ni en Santa Fe, Hermes Binner. Ganó Cristina Fernández. No por una artera maniobra fraudulenta, perpetrada a expensas del deslucido arco opositor. Sí en virtud de otras razones que es necesario repasar.
El dato más ilustrativo, y quizá el de mayor importancia, de las elecciones substanciadas el domingo, es este: quedó trasparentado, de manera categórica, el éxito del gobierno nacional de reconstruir —luego de la pelea con el campo en el año 2008 y de la derrota en los comicios legislativos, de mediados de 2009— la alianza de hecho que había forjado durante su presidencia Néstor Kirchner y que había sido capaz de recepcionar, en sus generosos pliegues, el apoyo del 2do. cordón del Gran Buenos Aires y el de Barrio Norte; el de los lectores de Página/12 y el de distintos sectores del campo; el de los intelectuales de Carta Abierta y el de la Unión Industrial Argentina; el de las clases medias urbanas y el de los barones justicialistas del conurbano.
En una palabra, una mezcla inédita —por momentos inconcebible— que en octubre de 2007 catapultó a Cristina Fernández a la Casa Rosada con 45 % de los sufragios.
Muerto el santacruceño, el desafío que tenía por delante la Presidente era restañar las heridas que había generado —sobre todo en esas clases medias— la arbitrariedad y el encono de su marido, a despecho de cuanto parecía convenirle electoralmente.
Pues bien, hoy está claro hasta dónde logró la Presidente reconciliarse —como si nada hubiera pasado— con amplios segmentos de una ciudadanía que hasta el 26 de octubre del año pasado juraba y perjuraba que nunca más votaría al matrimonio.
Si no fuese así, carecería de explicación que —salvo en la provincia de San Luis, en la localidad de Vicente López y en la Antártida— en el resto del país haya triunfado el Frente para la Victoria. Votaron a favor de Cristina parte de quienes, semanas antes, en la Capital Federal, Santa Fe y Córdoba habían destrozado a los candidatos impuestos a dedo por la Casa Rosada.
Cualquiera sabía que la señora tendría más votos que Filmus y que Rossi, pero que ganara en los primeros dos distritos mencionados y en la Docta —donde ni siquiera había dado pelea— no estaba en los planes de nadie. Ni siquiera en la imaginación de los más fantasiosos acólitos del kirchnerismo.
¿Qué pasó? Algo que ningún análisis lineal ni ideológico podrá explicar nunca. Menos si se apela a experiencias pasadas para tratar de anticipar el futuro. Quienes creían que Duhalde pasaría el límite de 20 % y se perfilaría como el adversario de Cristina en octubre pensaban con categorías viejas.
El bonaerense hace años —desde su estruendosa derrota en 2005— que no tiene inserción en la provincia. Suponer que los intendentes del Gran Buenos Aires lo respaldarían en secreto es no entender la lógica del peronismo en el poder. Donde sí el de Lomas de Zamora hizo
una elección notable fue en un distrito que siempre le había sido adverso: la Capital Federal, donde lo votó el antikirchnerismo de centroderecha más rabioso.
Quienes desde la muerte de su padre creyeron obrar el milagro de transformar un apellido en marca ganadora, se habrán convencido de que Ricardo Alfonsín es lo que es y no se parece en nada —salvo en lo físico— al ganador del ’83. Hizo un gran esfuerzo y fue capaz de sacudirse de encima el corset radical, convocando a su lado a Javier González Fraga y a Francisco De Narváez.
Pero no alcanzó. Tanto él como Duhalde, Rodríguez Saa y Binner no suscitan grandes expectativas ni generan adhesiones, entusiasmos y locuras, como sí lo hace Cristina Fernández.
La gente vota personas y no ideologías. Por eso escogió a Macri, a Del Sel, a De la Sota y a Cristina —al mismo tiempo y sin ruborizarse— en la Capital, en Santa Fe y en Córdoba. Si acaso hubiese que calificar al plebiscito del 14, nos animaríamos a sostener la tesis de que fue, básicamente, conservador.
Por supuesto no en el sentido ideológico del término. Se votó para
conservar elstatu quoo, si se prefiere, la actual situación económica. Aunque nadie sepa a ciencia cierta en qué consiste el modelo famoso de los Kirchner, 50 % de los argentinos apostó a la continuidad de lo que están viviendo. Frente al auge del consumo, los salarios que le siguen ganando a la inflación —aunque sea por un estrecho margen— y los subsidios convertidos en el pan nuestro de cada día, no había discurso que se pudiese ensayar con éxito desde el, además, desangelado arco opositor.
La corrupción, la inseguridad y la inflación serán preocupaciones acuciantes, aunque, de momento, no le hacen mella a un gobierno que sabe lo que quiere —aun cuando disguste—, tiene medios para sostener el ciclo consumista y le sobra unidad de mando. Mientras la soja y Brasil aguanten, el kirchnerismo cristinista tiene cuerda para rato.
Octubre, ahora sí, acaba de convertirse en un trámite formal. Cristina Fernández ya ganó y es harto probable que dentro de dos meses, cuando marchemos nuevamente en fila india al cuarto oscuro, obtenga un porcentaje aun mayor de sufragios. Es que si al clásico exitismo que nos caracteriza se le suma el virtual empate de Alfonsín y Duhalde —con Binner y Rodriguez Saa pisándoles los talones—, en octubre cuanto estará en juego será la futura conformación del Congreso, no la elección del Presidente.
De todos los escenarios probables, se hizo realidad el mejor para el oficialismo y el peor para la oposición: la viuda de Kirchner pulverizó con creces los umbrales requeridos para evitar la segunda vuelta y sus opugnadores, tras cosechar, individualmente, una cantidad de sufragios insignificante, no se sacaron entre sí ventajas apreciables.
Ninguno de ellos se bajará de sus respectivas candidaturas —lo cual, a esta altura, es lógico— y muy pocos ciudadanos querrán, el 23 de octubre, cambiar su voto.
En tren de especular es más factible que ese día se incremente el
porcentaje obtenido por la Presidente, que el de cualquiera de los representantes de la oposición.
Como quiera que sea, el resultado final está cantado. Durante los dos meses por venir se abrirá un compás de espera. Cristina Fernández se mostrará distendida, conciliadora, respetuosa de sus adversarios y dispuesta al diálogo.
En una palabra, profundizará el cambio —sólo en punto a las formas— que comenzó el 27 de octubre del año pasado. En el fondo sigue siendo la mejor discípula de su difunto marido. Suponer, pues, que su espectacular triunfo obrará como elemento moderador, sería una zoncera lírica.
Más que nunca el kirchnerismo, pasado el trámite de octubre,
redoblará la apuesta. Se siente el refundador de la Argentina y actuará en consecuencia.