Estábamos haciendo algo bueno

La catástrofe climática, con su ominoso saldo de pérdidas humanas y destrucción de valor, derivó en un fuerte debate sobre la cadena de responsabilidades. Sin embargo, lo que a nuestro juicio es una cuestión clave, no ameritó mayor espacio. Lo esencial es invisible a los ojos.
Dos aluviones en la misma región, en días sucesivos, con una inédita y enorme descarga de agua. Esto sucede apenas cuatro meses después de otros eventos parecidos, en el centro y sudoeste de la provincia de Buenos Aires, que inundaron millones de hectáreas y ciudades muy importantes, como Azul. Un ciclo que se inició hace 40 años, y que desde entonces viene golpeando con sugestiva recurrencia a toda la pampa húmeda.
El doctor Vicente Barros, docente e investigador de la Universidad de Buenos Aires, sostuvo siempre que la sucesión de eventos meteorológicos cada vez más extremos es una expresión muy concreta del fenómeno de cambio climático producido por el calentamiento global de la atmósfera. Esta tendencia no invalida a la otra cara de la moneda: las sequías, que se alternan con igual virulencia, como la que esta campaña padeció el NOA, y el año pasado se enseñoreó en la región pampeana.
A esta altura, alguien pensará que estamos pateando lejos la pelota. Aquí hubo muchas, demasiadas víctimas. Es cierto. Pero veamos más allá.
El 16 de febrero de 2005 entró en vigencia el Protocolo de Kyoto, destinado a reducir las emisiones de gases de efecto invernadero, a las que se atribuye con rigor científico el calentamiento global. Ese mismo día nació en nuestro país la Asociación Argentina de Biocombustibles e Hidrógeno. Si bien la Argentina, como país emergente, quedaba afuera de las metas de reducción de emisiones, la idea de la AABH era impulsar la producción y el uso de biodiesel, etanol, biogás y otras alternativas más amigables con el medio ambiente. Un año después, se sanciona y promulga la Ley de Biocombustibles 26093, en la que contribuyó decisivamente la AABH, en especial su director ejecutivo Claudio Molina.
La ley proponía el corte obligatorio de la nafta con etanol y del gasoil con biodiesel, a partir de enero del 2010. Esto se cumplió en tiempo y forma. En el caso del biodiesel, donde la Argentina tiene enormes ventajas competitivas por su abundante producción de aceite de soja, la meta se expandió hasta alcanzar el 9% a mediados del año pasado.
Por añadidura, el país se convertía en el mayor exportador mundial de este biocombustible. Una contribución concreta en materia ambiental. La Presidenta recibía elogios por esta política en cada incursión en el Primer Mundo, que ayudaba al combate contra las emisiones de CO2 originadas en la quema de combustibles fósiles.
La comunidad internacional reconoce que las catástrofes climáticas son consecuencia de una conducta global de la humanidad. Son “azonales”. Aquí estamos pagando, solitos, culpas compartidas. No sería descabellado “pelear” en los foros internacionales la ayuda necesaria para mitigar los efectos de estos eventos, a través del financiamiento de cambios estructurales y tecnologías blandas, como la preparación para las catástrofes. Teníamos buenas credenciales para ello, a partir de nuestro programa de biocombustibles, más todo el modelo agrícola de la siembra directa, que secuestra carbono, ahorra combustible y mejora los rindes.
Pero apostamos por el petróleo, estatizando YPF con la quimérica esperanza del shale gas. Más de lo mismo. Y con recursos de la agroindustria, financiamos la aventura mientras poníamos contra las cuerdas el avance del biodiesel, con exportaciones trabadas por aumento de los derechos de exportación, y freno al corte en el mercado doméstico.
La Argentina Verde y Competitiva no hubiera evitado la catástrofe. Pero habría ayudado a mitigar sus efectos.

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