Resulta difícil analizar la tensión planteada entre la presidencia de la República y la gobernación bonaerense sin poner la discusión en perspectiva; es decir, sin conocer la trayectoria de la relación construida entre la nación y Buenos Aires desde los inicios de la democracia argentina.
Si los votos de la provincia han sido siempre necesarios para consagrar presidentes, la necesidad de controlarla para garantizar la gobernabilidad del país se ha convertido en un maleficio que la ronda desde antaño. Por lo tanto, el peronismo tampoco ha podido escapar de la conflictividad que siempre encerró el vínculo político entre Buenos Aires y el poder central.
Una larga transición, ocurrida entre 1880 y 1917, transforma a Buenos Aires de un estado dominante en una provincia doblegada, al ser derrotada en el campo de batalla.
En la primera fecha, Buenos Aires pierde su centro que pasa a convertirse en ciudad capital de la Argentina. En la segunda, la intervención de Hipólito Yrigoyen traduce aquel maleficio –la necesidad de controlarla- en una acción política conocida popularmente como “la maldición de Ugarte”: desde 1880 nunca un gobernador suyo sería presidente de la República electo en las urnas. Comienza allí una historia de tirantez entre Buenos Aires y la Casa Rosada, que culminó con el sometimiento del distrito a la voluntad de la política nacional.
Buenos Aires es la prueba más palmaria de la continuidad del proyecto de Perón entre su papel en la revolución de Junio de 1943 y su coronación exitosa con la llegada a la presidencia.
Dos figuras claves, Atilio Bramuglia y Domingo Mercante, diseñan el nexo contenido en la secuencia del régimen militar al gobierno democrático. Si ambos evidencian la centralidad de los trabajadores en el proyecto político que se avecinaba, mientras el primero prepara a Buenos Aires para convertirse en un baluarte electoral imprescindible para el triunfo peronista, el segundo hace realidad esa meta.
La alternativa para Domingo Mercante, a quien Eva llamaba “el corazón de Perón”, de convertirse en el heredero a la jefatura del peronismo, y la convicción de Perón de que el jefe del movimiento es indiscutido y en consecuencia debe perdurar, quitan al gobernador de la escena peronista, luego de haber cumplido de manera eficaz con su aporte al movimiento y al liderazgo de Perón.
En enero de 1974, el ataque perpetrado por el Ejército Revolucionario del Pueblo al regimiento de Azul, lleva a Perón a forzar la renuncia del gobernador, Oscar Bidegain, ligado al peronismo revolucionario. Bramuglia, Mercante y Bidegain dejan al descubierto hasta qué punto la relevancia de la provincia convertida en amenaza revive, una y otra vez, el maleficio, esto es, la necesidad de su control.
Cuando el peronismo retorna al gobierno en 1989, la dupla entre Carlos Menem y Eduardo Duhalde protagonizó una fructífera relación que se prolongó desde 1988 -en que el segundo colabora con el primero en su victoria contra Antonio Cafiero, en las elecciones internas en Buenos Aires- hasta 1997, cuando el entonces presidente pretende forzar la interpretación de la Constitución para ser habilitado por un tercer período.
Al igual que Daniel Scioli con Néstor Kirchner, Duhalde comienza acompañando a Menem como vicepresidente de la Nación y al igual que Scioli, Duhalde será luego gobernador de la provincia.
La venganza de Duhalde contra Menem fue brindarle a Kirchner los votos bonaerenses que lo destinaron al sillón de Rivadavia ante la defección del ex presidente.
El tiempo pasó y otra contienda ha quedado trazada entre la presidencia y la gobernación de Buenos Aires, y más allá de cada uno de los contrincantes haya ofrecido sus razones, la sucesión presidencial se ha instalado como tema.
Sin embargo, los escarceos iniciales esta vez llegaron demasiado lejos: comprometieron el aguinaldo de los trabajadores del estado bonaerense; una bandera que justamente el peronismo no puede jugar sin salir herido.
En consecuencia, el dinero apareció. Mientras nadie garantiza que ese haya sido el límite, el desenlace del altercado todavía sigue abierto.