En enero de este año, la situación política de Venezuela estaba marcada por el triunfo contundente en las elecciones municipales y de gobernadores del chavismo y la lucha de las autoridades contra el mercado negro, el desabastecimiento y la inseguridad.
El gobierno de Nicolás Maduro había ganado electoralmente, salido a la calle y recuperado respaldo popular.
Ante ese cambio político no previsto por ellos, el gobierno de Estados Unidos y la derecha norteamericana –de la que el Secretario de Estado John Kerry y el senador John McCain fueron sus voceros– aceleraron su injerencia en Venezuela planteando desde un pliego de condiciones al gobierno bolivariano, hasta la intervención armada como forma de garantizar el petróleo para su país.
A esto debemos sumarle la actitud del ex presidente colombiano Álvaro Uribe, quien no sólo alentó las movilizaciones sino que su postura de rechazo al acuerdo de paz con las FARC demuestra que es absolutamente funcional a la política del Departamento de Estado.
La guerra de baja intensidad fue la estrategia que comenzó a utilizarse para desatar un golpe destinado a derrocar a Nicolás Maduro. Lo que empezó como una protesta de estudiantes, se terminó convirtiendo en grupos de paramilitares ligados al delito y el narcotráfico, o directamente ingresados desde Colombia, quienes desplegaron todo tipo de acciones tendientes a enfrentar a la población (la misma arma que mató al estudiante en la jornada del 12 de febrero fue la utilizada para asesinar a un dirigente social del chavismo), la quema de 25 unidades del transporte urbano, el ataque a oficinas públicas, sedes partidarias del PSUV, usinas eléctricas y telefónicas, y hoteles; cortes de autopistas e inclusive el asesinato selectivo, como lo fue el de la reina del turismo de Carabobo (la trayectoria del disparo provino del sector de la propia manifestación de la cual participaba).
El jueves último, la detención de tres jóvenes capturados por la policía después de atacar un edificio estatal en Caracas, y que reconocieron haber sido contatados y entrenados desde diciembre de 2013, pone en evidencia el plan que se había orquestado. El objetivo final fue siempre la destitución del gobierno. Así lo expresó el hoy detenido Leopoldo López, quien afirmó que la intención era salir a la calle y quedarse en ella, «hasta que se vayan».
La magnitud de la jugada está dada, precisamente, en que luego de entregarse, el gobierno detectó un plan derechista para asesinarlo y tratar de transformarlo en mártir de la revuelta.
El planteo de Maduro a Barack Obama para iniciar un diálogo bilateral que respete la soberanía de ambas naciones y a la oposición, para que presente propuestas sobre los problemas que afrontan cotidianamente los venezolanos, aclarando que no está en discusión el ceder ministerios, ni estructuras gubernamentales, pone el escenario político en un nivel que no es el que pretenden –vía los medios de comunicación– mostrar los sectores de poder internos y externos.
La ultraderecha estadounidense y la cipaya latinoamericana van por Maduro, por el chavismo, pero también por todo el proceso de integración regional. Eso es lo que está en juego en el golpe de Estado que se intenta llevar adelante en la República Bolivariana de Venezuela.