El escenario
Miércoles 06 de julio de 2011 | Publicado en edición impresa
Carlos Verna gatilló la más espectacular reacción del peronismo ante el increíble proceso de concentración del poder presidencial. Su renuncia a la candidatura a gobernador de La Pampa, en rechazo de la personal manipulación de Cristina Kirchner de las listas de candidatos a legisladores, fue sólo la más teatral resistencia del peronismo conocida hasta ahora, pero no es la única. El propio Hugo Moyano habló ayer públicamente por primera vez para quejarse de su marginación electoral . Daniel Scioli recibió en su momento un consejo para que hiciera algo parecido a Verna: presionar con la continuidad de su propia candidatura para frenar la intromisión del kirchnerismo. Scioli no quiso hacer ese planteo extremo y Cristina Kirchner terminó imponiéndole hasta el candidato a vicegobernador.
El revuelo es tan grande que ayer la propia Presidenta se refirió al conflicto públicamente. Casi nunca hace eso. Su alusión a los medios como creadores de un problema inexistente fue sólo un pretexto: un candidato a gobernador del peronismo renunció; otro, José Manuel de la Sota, rompió relaciones con el kirchnerismo, y Moyano le reprochó en público la segregación del gremialismo. Los medios no inventaron nada.
Podrá decirse que Verna tuvo como precursor al cordobés De la Sota, pero eso es relativo. De la Sota nunca aceptó enviar a las oficinas presidenciales sus candidatos a legisladores y esperar luego resignado la respuesta de Cristina. El cordobés rompió la negociación con el kirchnerismo no bien entrevió las intenciones del oficialismo nacional. Verna sí lo hizo, según su propia confesión pública, creyendo en un acuerdo político previo que luego la Presidenta desconoció. Desde las oficinas presidenciales le devolvieron, rechazadas, las listas consensuadas por el PJ pampeano y lo obligaron a apoyar la candidatura a diputada nacional en primer término de María Luz Alonso, de apenas 26 años, militante de La Cámpora.
Verna y Carlos Menem fueron los senadores que provenían de franjas opositoras y que, después de las elecciones de 2009, desequilibraron el empate virtual en el Senado a favor del Gobierno. Verna tiene cuatro años más de mandato como senador nacional. No será en adelante el mismo Verna.
El control personal y autoritario de las listas de candidatos es un proceso nacional del kirchnerismo, que está profundizando el verticalismo inaugural del peronismo. Sin embargo, para Verna, un hombre que prefiere la sombra a la luz, a quien se conoce más por sus actos que por sus palabras, se trata de una venganza personal de la propia Presidenta. Ellos mantuvieron duros enfrentamientos cuando ambos eran senadores.
¿Es un error de Verna la suposición de que existió una revancha personal? Tal vez no. En muchas omisiones, desplazamientos y maltratos de los últimos días influyeron demasiado los amores y los odios personales de la Presidenta. La caída en desgracia del senador santacruceño Nicolás Fernández es la prueba más cabal de que no sólo intervinieron viejos recelos presidenciales, sino también algunos muy nuevos. Nicolás Fernández era cristinista cuando todo el universo político giraba sólo en torno de Néstor Kirchner. No le sirvió de nada esa antigua relación con la Presidenta cuando un vendaval de furia cristinista lo encontró desarmado.
Tan inexplicable como el caso de Nicolás Fernández es el de otro senador, José Pampuro, que desde la caída en el disfavor de Julio Cobos, hace tres años, hizo las veces de virtual vicepresidente de la Nación. Pampuro es el presidente provisional del Senado, ocupa el sitio que le sigue a Cobos en la jerarquía del cuerpo y es la tercera figura institucional de la República. En definitiva, Cristina se limpió a dos vicepresidentes durante un solo mandato presidencial.
Más enfurecidos que Verna están los intendentes del conurbano bonaerense, pero éstos no tienen el margen del senador para renunciar y quedar en un lugar importante de la estructura institucional. La renuncia a sus liderazgos territoriales sería la antesala de un desierto interminable para esos patriarcas eternos. Peor que la de Verna es también la situación de ellos en la compleja y azarosa provincia de Buenos Aires. Verna hubiera podido gobernar La Pampa con relativa tranquilidad. A los intendentes, en cambio, les mostraron la guillotina cuando listas colectoras empezaron a competir por los cargos de concejales. Los Concejos Deliberantes pueden expulsar de sus cargos a los intendentes, como ya sucedió en muchos casos. «¿Quién tiene derecho a terminar con mi carrera política porque amaneció con un humor de perros?», disparó uno de esos intendentes.
Amado Boudou dijo hace poco que los medios -cuándo no- estaban viendo ahora a esos intendentes como «carmelitas descalzas». No extendió la lista hacia otros amigos suyos, pero lo mismo podría haber dicho de Hugo Moyano o de Luís D’Elía. El problema no es lo que dicen los medios de ellos (algunos medios y muchos periodistas critican consecuentemente a todos esos dirigentes), sino las contradicciones del oficialismo. ¿Escondía esa referencia de Boudou una crítica implícita, la primera, a Néstor Kirchner?
Ninguno de los muchos y agobiantes actos del kirchnerismo, sobre todo en la Plaza de Mayo o en el conurbano bonaerense, hubiera tenido nunca el público que tuvo sin la movilización que promovían los intendentes del conurbano y el propio Moyano. Néstor Kirchner se ocupaba personalmente de llamar a cada uno de esos intendentes cada vez que quería darse un baño de multitudes. En el propio sepelio del ex presidente hubo un fuerte activismo de los caciques bonaerenses para llenar la Casa de Gobierno de asistentes, por pedido expreso de funcionarios que aún están al lado de la Presidenta. Esos señores del conurbano hicieron las veces, durante los ocho años de kirchnerismo, de prestamistas electorales de última instancia. Pagaron por anticipado por un producto, su propia estabilidad, cuya provisión se cortó ahora abruptamente.
El valor de D’Elía no consistió nunca en sus palabras cargadas de viejos odios, en sus más antiguos e inhumanos prejuicios, como el antisemitismo, o en su capacidad para seducir más allá del estrecho mosaico de sus favorecidos por subsidios oficiales. Su valor se limitó siempre a su capacidad para movilizar y a su presencia atemorizante ante cualquier expresión de protesta social. El ejemplo más claro sucedió en 2008 durante la guerra del oficialismo con el campo: la Plaza de Mayo fue liberada por la Policía Federal para que entraran D’Elía y sus fuerzas de choque cuando se produjo el primer cacerolazo en la era de los Kirchner. El encontronazo terminó con D’Elía defendiendo al Gobierno a las trompadas limpias. D’Elía fue desplazado ahora de las listas de candidatos de Cristina.
«Nadie está viendo a los intendentes, a Moyano o a D’Elía como carmelitas descalzas. Fueron los Kirchner los que hicieron de ellos estadistas hasta hace apenas dos meses», dijo otro de los peronistas ofendidos. En política se pueden hacer muchas cosas, casi cualquier cosa. El conflicto inevitable son las consecuencias y, sobre todo, las facturas políticas de viejas deudas impagas. Llegan siempre, antes o después.
Miércoles 06 de julio de 2011 | Publicado en edición impresa
Carlos Verna gatilló la más espectacular reacción del peronismo ante el increíble proceso de concentración del poder presidencial. Su renuncia a la candidatura a gobernador de La Pampa, en rechazo de la personal manipulación de Cristina Kirchner de las listas de candidatos a legisladores, fue sólo la más teatral resistencia del peronismo conocida hasta ahora, pero no es la única. El propio Hugo Moyano habló ayer públicamente por primera vez para quejarse de su marginación electoral . Daniel Scioli recibió en su momento un consejo para que hiciera algo parecido a Verna: presionar con la continuidad de su propia candidatura para frenar la intromisión del kirchnerismo. Scioli no quiso hacer ese planteo extremo y Cristina Kirchner terminó imponiéndole hasta el candidato a vicegobernador.
El revuelo es tan grande que ayer la propia Presidenta se refirió al conflicto públicamente. Casi nunca hace eso. Su alusión a los medios como creadores de un problema inexistente fue sólo un pretexto: un candidato a gobernador del peronismo renunció; otro, José Manuel de la Sota, rompió relaciones con el kirchnerismo, y Moyano le reprochó en público la segregación del gremialismo. Los medios no inventaron nada.
Podrá decirse que Verna tuvo como precursor al cordobés De la Sota, pero eso es relativo. De la Sota nunca aceptó enviar a las oficinas presidenciales sus candidatos a legisladores y esperar luego resignado la respuesta de Cristina. El cordobés rompió la negociación con el kirchnerismo no bien entrevió las intenciones del oficialismo nacional. Verna sí lo hizo, según su propia confesión pública, creyendo en un acuerdo político previo que luego la Presidenta desconoció. Desde las oficinas presidenciales le devolvieron, rechazadas, las listas consensuadas por el PJ pampeano y lo obligaron a apoyar la candidatura a diputada nacional en primer término de María Luz Alonso, de apenas 26 años, militante de La Cámpora.
Verna y Carlos Menem fueron los senadores que provenían de franjas opositoras y que, después de las elecciones de 2009, desequilibraron el empate virtual en el Senado a favor del Gobierno. Verna tiene cuatro años más de mandato como senador nacional. No será en adelante el mismo Verna.
El control personal y autoritario de las listas de candidatos es un proceso nacional del kirchnerismo, que está profundizando el verticalismo inaugural del peronismo. Sin embargo, para Verna, un hombre que prefiere la sombra a la luz, a quien se conoce más por sus actos que por sus palabras, se trata de una venganza personal de la propia Presidenta. Ellos mantuvieron duros enfrentamientos cuando ambos eran senadores.
¿Es un error de Verna la suposición de que existió una revancha personal? Tal vez no. En muchas omisiones, desplazamientos y maltratos de los últimos días influyeron demasiado los amores y los odios personales de la Presidenta. La caída en desgracia del senador santacruceño Nicolás Fernández es la prueba más cabal de que no sólo intervinieron viejos recelos presidenciales, sino también algunos muy nuevos. Nicolás Fernández era cristinista cuando todo el universo político giraba sólo en torno de Néstor Kirchner. No le sirvió de nada esa antigua relación con la Presidenta cuando un vendaval de furia cristinista lo encontró desarmado.
Tan inexplicable como el caso de Nicolás Fernández es el de otro senador, José Pampuro, que desde la caída en el disfavor de Julio Cobos, hace tres años, hizo las veces de virtual vicepresidente de la Nación. Pampuro es el presidente provisional del Senado, ocupa el sitio que le sigue a Cobos en la jerarquía del cuerpo y es la tercera figura institucional de la República. En definitiva, Cristina se limpió a dos vicepresidentes durante un solo mandato presidencial.
Más enfurecidos que Verna están los intendentes del conurbano bonaerense, pero éstos no tienen el margen del senador para renunciar y quedar en un lugar importante de la estructura institucional. La renuncia a sus liderazgos territoriales sería la antesala de un desierto interminable para esos patriarcas eternos. Peor que la de Verna es también la situación de ellos en la compleja y azarosa provincia de Buenos Aires. Verna hubiera podido gobernar La Pampa con relativa tranquilidad. A los intendentes, en cambio, les mostraron la guillotina cuando listas colectoras empezaron a competir por los cargos de concejales. Los Concejos Deliberantes pueden expulsar de sus cargos a los intendentes, como ya sucedió en muchos casos. «¿Quién tiene derecho a terminar con mi carrera política porque amaneció con un humor de perros?», disparó uno de esos intendentes.
Amado Boudou dijo hace poco que los medios -cuándo no- estaban viendo ahora a esos intendentes como «carmelitas descalzas». No extendió la lista hacia otros amigos suyos, pero lo mismo podría haber dicho de Hugo Moyano o de Luís D’Elía. El problema no es lo que dicen los medios de ellos (algunos medios y muchos periodistas critican consecuentemente a todos esos dirigentes), sino las contradicciones del oficialismo. ¿Escondía esa referencia de Boudou una crítica implícita, la primera, a Néstor Kirchner?
Ninguno de los muchos y agobiantes actos del kirchnerismo, sobre todo en la Plaza de Mayo o en el conurbano bonaerense, hubiera tenido nunca el público que tuvo sin la movilización que promovían los intendentes del conurbano y el propio Moyano. Néstor Kirchner se ocupaba personalmente de llamar a cada uno de esos intendentes cada vez que quería darse un baño de multitudes. En el propio sepelio del ex presidente hubo un fuerte activismo de los caciques bonaerenses para llenar la Casa de Gobierno de asistentes, por pedido expreso de funcionarios que aún están al lado de la Presidenta. Esos señores del conurbano hicieron las veces, durante los ocho años de kirchnerismo, de prestamistas electorales de última instancia. Pagaron por anticipado por un producto, su propia estabilidad, cuya provisión se cortó ahora abruptamente.
El valor de D’Elía no consistió nunca en sus palabras cargadas de viejos odios, en sus más antiguos e inhumanos prejuicios, como el antisemitismo, o en su capacidad para seducir más allá del estrecho mosaico de sus favorecidos por subsidios oficiales. Su valor se limitó siempre a su capacidad para movilizar y a su presencia atemorizante ante cualquier expresión de protesta social. El ejemplo más claro sucedió en 2008 durante la guerra del oficialismo con el campo: la Plaza de Mayo fue liberada por la Policía Federal para que entraran D’Elía y sus fuerzas de choque cuando se produjo el primer cacerolazo en la era de los Kirchner. El encontronazo terminó con D’Elía defendiendo al Gobierno a las trompadas limpias. D’Elía fue desplazado ahora de las listas de candidatos de Cristina.
«Nadie está viendo a los intendentes, a Moyano o a D’Elía como carmelitas descalzas. Fueron los Kirchner los que hicieron de ellos estadistas hasta hace apenas dos meses», dijo otro de los peronistas ofendidos. En política se pueden hacer muchas cosas, casi cualquier cosa. El conflicto inevitable son las consecuencias y, sobre todo, las facturas políticas de viejas deudas impagas. Llegan siempre, antes o después.