Un joven, de un barrio suburbano de clase media baja, expresa su sensación del momento actual, de este modo: «Te vas tachando cosas, te vas achicando y sintiendo que te falta espacio, te falta aire, es como si te estuvieras asfixiando». Su testimonio resulta emblemático de lo que percibe este sector social: cada vez menos capacidad de compra, alimentación de inferior calidad -«antes comíamos bien todos los días, ahora solo de vez en cuando»-, menos empleo, desencanto y frustración. Sin embargo, la mayoría de esta gente no desea volver atrás. Por ahora, no creen en liderazgos mesiánicos. Simplemente registran una severa disminución de poder adquisitivo y atribuyen falta de sensibilidad a las autoridades. En realidad cultivan un oscuro resentimiento y parecen haber adquirido una fatal conciencia: no importa quién gobierne, están abandonados a su suerte. No son de aquí ni son de allá. Creen que los más pobres reciben planes sociales que reblandecen la contracción al trabajo, recelan de los inmigrantes, hacen compras mínimas al chino de la vuelta, exprimen el presupuesto, son víctimas de una delincuencia ocasional y persistente.
Otros datos completan esta descripción: las clases medias urbanas caen en el pesimismo, empiezan a desesperar. Pierden confianza en el gobierno que votaron. No las seduce el regreso al populismo, pero hacen la inevitable comparación: antes había más oportunidades, no pesaban cruelmente las tarifas, se podía consumir. Más arriba en la escala, sectores de clase media alta ensayan una despedida del turismo barato, utilizando los pasajes internacionales que compraron en cuotas con el dólar a 20 pesos. Aprovechan las vacaciones de invierno para viajar a Miami o Brasil, acaso con la conciencia de que no regresarán por mucho tiempo a esas doradas playas. Cada grupo social, a su modo, asimila la llegada de un nuevo ciclo de desencanto. Conductas defensivas y recortes de todo tipo se mezclan con agónicos placeres. La crisis aproxima a las generaciones: los más jóvenes adquieren la conciencia del ajuste, que empiezan a compartir con la dilatada experiencia de los mayores. Pareciera que un gran reflujo atravesara la sociedad: las familias se repliegan a la intimidad, se guarecen del invierno esperando una nueva primavera.
Con la certeza de atravesar el desfiladero, el Gobierno efectúa su apuesta: seducir ahora a los mercados, para que estos se calmen y permitan, a principio del año próximo, una incipiente recuperación. La apuesta va acompañada por una hipótesis fundada en la experiencia cíclica de la economía argentina: a una gran devaluación le sigue el reequilibrio de la balanza comercial, la licuación del gasto público, el fin del turismo en el exterior, el descenso de los salarios en dólares y una caída de las expectativas de bienestar, porque la población empieza a preocuparse por lo mínimo -no perder el trabajo, conservar los ingresos- y abandona momentáneamente los sueños de prosperidad. Esas condiciones promueven el inicio de un ciclo expansivo, donde debería disminuir la inflación y crecer la actividad, los puestos de trabajo y las exportaciones. Para que la hipótesis económica cierre, resta un requisito político clave: que la oposición no encuentre un líder y un programa capaz de devolverle el crédito de la sociedad. Para Macri, este es el horizonte: ajustar ahora, aguardar una recuperación después y hacer lo posible para que no reverdezca el carisma peronista.
Como se observa, esta hipótesis corresponde al nivel de la táctica, no de la estrategia. Porque no sabe, porque no puede o porque no quiere, el Gobierno renunció a un proyecto ambicioso, que involucre al conjunto de la clase dirigente en un programa más abarcador. Es cierto que tal vez carezca de interlocutores o estos practiquen la mezquindad, pero también es cierto, como lo analizó Claudio Jacquelin en LA NACION el lunes, que el Presidente no es afecto a los pactos. Basta que el dólar se aquiete para abrazar de nuevo el individualismo. Esa aversión arroja una consecuencia paradójica: la táctica de este gobierno es, en rigor, su estrategia. Con una consecuencia impopular: la adopción de un método y un relato contable centrado en la contracción de la economía. Esa dura medicina acaso esté asfixiando a la gente, como lo expone el chico del suburbio.
Si el supuesto cíclico del Gobierno se cumpliera, es posible que alcance la reelección. Pero falta mucho y el panorama luce incierto. El malestar no solo es económico, sino también sociológico. Las capas medias y bajas de la sociedad están experimentando un desengaño y una ausencia de rumbo de consecuencias imprevisibles para la democracia: semejan un enorme fragmento que se siente a la deriva, navegando como un témpano desprendido del continente. Quizás entender este desgarro, sabiendo que a la Argentina le aguardan tiempos de escasez más allá de ocasionales recuperaciones, haga que las elites abandonen el egoísmo, para diseñar estrategias consistentes y duraderas de reconstrucción del país.
Otros datos completan esta descripción: las clases medias urbanas caen en el pesimismo, empiezan a desesperar. Pierden confianza en el gobierno que votaron. No las seduce el regreso al populismo, pero hacen la inevitable comparación: antes había más oportunidades, no pesaban cruelmente las tarifas, se podía consumir. Más arriba en la escala, sectores de clase media alta ensayan una despedida del turismo barato, utilizando los pasajes internacionales que compraron en cuotas con el dólar a 20 pesos. Aprovechan las vacaciones de invierno para viajar a Miami o Brasil, acaso con la conciencia de que no regresarán por mucho tiempo a esas doradas playas. Cada grupo social, a su modo, asimila la llegada de un nuevo ciclo de desencanto. Conductas defensivas y recortes de todo tipo se mezclan con agónicos placeres. La crisis aproxima a las generaciones: los más jóvenes adquieren la conciencia del ajuste, que empiezan a compartir con la dilatada experiencia de los mayores. Pareciera que un gran reflujo atravesara la sociedad: las familias se repliegan a la intimidad, se guarecen del invierno esperando una nueva primavera.
Con la certeza de atravesar el desfiladero, el Gobierno efectúa su apuesta: seducir ahora a los mercados, para que estos se calmen y permitan, a principio del año próximo, una incipiente recuperación. La apuesta va acompañada por una hipótesis fundada en la experiencia cíclica de la economía argentina: a una gran devaluación le sigue el reequilibrio de la balanza comercial, la licuación del gasto público, el fin del turismo en el exterior, el descenso de los salarios en dólares y una caída de las expectativas de bienestar, porque la población empieza a preocuparse por lo mínimo -no perder el trabajo, conservar los ingresos- y abandona momentáneamente los sueños de prosperidad. Esas condiciones promueven el inicio de un ciclo expansivo, donde debería disminuir la inflación y crecer la actividad, los puestos de trabajo y las exportaciones. Para que la hipótesis económica cierre, resta un requisito político clave: que la oposición no encuentre un líder y un programa capaz de devolverle el crédito de la sociedad. Para Macri, este es el horizonte: ajustar ahora, aguardar una recuperación después y hacer lo posible para que no reverdezca el carisma peronista.
Como se observa, esta hipótesis corresponde al nivel de la táctica, no de la estrategia. Porque no sabe, porque no puede o porque no quiere, el Gobierno renunció a un proyecto ambicioso, que involucre al conjunto de la clase dirigente en un programa más abarcador. Es cierto que tal vez carezca de interlocutores o estos practiquen la mezquindad, pero también es cierto, como lo analizó Claudio Jacquelin en LA NACION el lunes, que el Presidente no es afecto a los pactos. Basta que el dólar se aquiete para abrazar de nuevo el individualismo. Esa aversión arroja una consecuencia paradójica: la táctica de este gobierno es, en rigor, su estrategia. Con una consecuencia impopular: la adopción de un método y un relato contable centrado en la contracción de la economía. Esa dura medicina acaso esté asfixiando a la gente, como lo expone el chico del suburbio.
Si el supuesto cíclico del Gobierno se cumpliera, es posible que alcance la reelección. Pero falta mucho y el panorama luce incierto. El malestar no solo es económico, sino también sociológico. Las capas medias y bajas de la sociedad están experimentando un desengaño y una ausencia de rumbo de consecuencias imprevisibles para la democracia: semejan un enorme fragmento que se siente a la deriva, navegando como un témpano desprendido del continente. Quizás entender este desgarro, sabiendo que a la Argentina le aguardan tiempos de escasez más allá de ocasionales recuperaciones, haga que las elites abandonen el egoísmo, para diseñar estrategias consistentes y duraderas de reconstrucción del país.