Barack Obama paseó su carisma ante 400 jóvenes, y no tanto, invitados por la Embajada de Estados Unidos y el Gobierno nacional. Ni en su discurso ni en las preguntas hubo mención a los Derechos Humanos y los fondos buitre, dos temas centrales de la agenda argentina de las últimas semanas. María Florencia Alcaraz estuvo entre los invitados y se pregunta cómo pasamos de enterrar el ALCA de Bush a quedar encandilados por Obama.
¿Cuándo va a desclasificar los archivos de la dictadura que anunciaron? ¿Cómo va a ser esa desclasificación? Eso quería preguntar Sofía Lugo, una estudiante de Ciencia Política de la UBA, a Barack Obama en el Town Hall meeting, uno de los eventos que organizó la Embajada de Estados Unidos como parte de la visita del presidente norteamericano. Sofía tiene 20 años y fue en representación de Puerta 18, una organización que trabaja para achicar la brecha digital entre los jóvenes. Ella, que nació en Paraguay y hace siete años que vive en el país, quedó sorprendida: a menos de ocho horas para que se cumplan 40 años del último golpe cívico-militar, ninguno de los seis jóvenes elegidos por Obama preguntó sobre el 24 de marzo.
“Hoy tomé mi primer mate y me gustó”, contó el primer presidente negro de los Estados Unidos mientras caminaba, sin apuro, por el escenario. De fondo, dos banderas enormes de ambas naciones enormes. “Mi equipo pensó que yo tenía pensamientos muy claros en la conferencia de prensa. Y creo que fue debido al mate”, agregó. Obama tuvo otros guiños con los 400 invitados que colmaban el salón Dorado del centro cultural del barrio de La Boca. “Siempre fui un aficionado de la cultura argentina. En la universidad leía a Borges y Cortázar”, explicó en inglés, mientras la mayoría de seguía sus palabras sin la ayuda de los audífonos en los que se podía escuchar la traducción al español.
Sin saco, con la camisa blanca arremangada, les explicó que estaba ahí para escucharlos. El público comenzó a levantarse de sus cómodos asientos y alzar las manos con desesperación. Algunos sacudían los brazos, como saludando de lejos. Obama sonreía. Señalaba al elegido para preguntar y uno de los voluntarios caminaba en esa dirección, micrófono en mano.
Los desafíos globales, el conflicto entre Palestina e Israel, el zika, la histórica visita a Cuba, la política norteamericana: en el cuestionario de los jóvenes no hubo lugar para los derechos humanos y la inminente aprobación de la ley para pagarle a los fondos buitre. Los chicos y chicas que levantaban la mano estaban más preocupados por darle la bienvenida y agradecerle, en perfecto inglés, las becas que tenían. Muchos de ellos participaron de programas internacionales que coordina la embajada local, como la beca Fulbright. Otros tantos, además de ser emprendedores, trabajan para el gobierno nacional. Una fila de chicas entera era de empleadas del Ministerio de Modernización, que a su vez tienen una ONG sobre servicio público. En su microclima diario no hay despidos, ni represión.
“Usted es mi héroe”, alcanzó a decirle Natalia Quiroga, una profesora de la Universidad Católica Argentina, ahogada en un llanto que de lejos parecía exagerado. La joven de la UCA cedió el micrófono a otro. A pesar de que el presidente más poderoso del mundo la eligió para preguntar, no lo hizo. Los turnos para intervenir se dividían según género: chica, chico, chica, chico. Sólo uno habló español: le preguntó si creía que Donald Trump, el magnate inmobiliario que propone construir un muro en la frontera con México, podría llegar a la presidencia. “El Partido Republicano se desplazó mucho hacia la derecha”, opinó el orador. Y dijo que confiaba en el pueblo norteamericano. Que iban a saber votar.
La única intervención incómoda la hizo Amparo Nieto, una chica de 16 años de camisa blanca y pelo recogido. Contó que pasó parte de su adolescencia en Estados Unidos y que sus compañeros del colegio no sabían ubicar a la Argentina -y a otros países- en el mapa. El nivel de ignorancia era tal -explicó- que los chicos le preguntaban si donde ella había nacido existía la Coca Cola. Nieto le pidió explicaciones a Obama sobre porqué pasaba eso. El presidente retrucó: quiso saber qué era lo que más le había gustado de su país. “Los baños automáticos”, dijo. Hubo risas.
Las preguntas fueron una excusa para que el presidente de la primera potencia mundial expusiera sobre sus temas de interés. Mencionó varias veces a Mauricio Macri con elogios, habló del conflicto palestino-israelí como una deuda pendiente, cuestionó las divisiones entre izquierda y derecha y valoró los avances en materia de salud y educación en Cuba. “La expectativa de vida de Cuba es la misma que la de los Estados Unidos, pero quien puede recorrer La Habana se da cuenta que la ciudad es la misma que hace cincuenta años, por eso, ustedes, los jóvenes deben dejar atrás el debate ideológico para ser más prácticos”, dijo.
Detrás del hombre que prometió cerrar Guantánamo y no lo hizo, un grupo de 80 jóvenes emprendedores lo escuchaban sentados en el escenario. Delante y en los pisos superiores, el resto del público: funcionarios del gobierno porteño y nacional y emprendedores sub 40, con trajes y vestidos entallados. Algunos eran más emprendedores que jóvenes, como Martín Redrado. El ex presidente del Banco Central escuchaba y cada tanto miraba su celular. El jefe de gobierno porteño, Horacio Rodríguez Larreta, el vicejefe, Diego Santilli y el ministro de Educación, Esteban Bullrich vieron todo desde el palco ubicado a la derecha del escenario. En el de la izquierda había otros tantos funcionarios, entre ellos Jorge Telerman, hoy director del complejo teatral de Buenos Aires. Cerca de él se ubicaron Darío Lopérfido y Pablo Avelluto.
Los invitados se dividieron por colores: verde, rojo y azul. Los verdes se sentaron al fondo del escenario, a espaldas de Obama. Los azules, en las primeras filas. Y los rojos, en una bandeja superior del salón. La invitación que habían retirado días atrás exigía que estuvieran en el lugar a las 13:30. A esa hora comenzó a armarse la fila en la esquina de Caffarena y Caboto, detrás de un vallado custodiado por Gendarmería. También había personal de la Policía Metropolitana y de una empresa de seguridad privada.
Antes de entrar a la atmósfera de informalidad que se vivía adentro de la Usina, donde sonaban tangos de Astor Piazzolla, los invitados pasaron por un operativo de seguridad parecido al de un aeropuerto: unos tipos grandotes de traje, guantes de cuero negro y audífonos en el oído derecho revisaban a cada uno de los invitados. Ninguno hablaba español: son parte de la custodia que recorre el mundo junto a Obama. Al mismo tiempo, un grupo de perros olfateaba los equipos de los fotógrafos. Era como subir a un avión: estaba prohibido llevar líquidos, elementos cortantes, paraguas. Tampoco estaban autorizadas las carteras. Algunas chicas hacían malabares con sus cuadernos, celulares y cargadores para evitar que se le cayeran al piso.
Una vez adentro del Salón Dorado, nadie podía moverse de su asiento. Un hombre negro se paró frente al atril para probar el micrófono y las tomas de cámara. “Es el doble de Obama”, dijo un chico desde su asiento.
Los funcionarios porteños se sentaron en las sillas con sus nombres, el resto lo hizo por orden de llegada. Ninguno pudo ver a Obama bajar de La Bestia, el Cadillac One negro de siete toneladas: un híbrido entre un auto deportivo, un vehículo de guerra y una ambulancia que la comitiva hizo traer al país días antes de la visita. El superauto está equipado con lanzagranadas, cámaras de visión nocturna, lanzabombas automáticas y ametralladoras calibre 50. También cuenta con tanques de oxígeno y muestras de sangre del grupo y factor del presidente para una eventual transfusión.
Cuando todo terminó, Obama se calzó el saco y bajó del escenario a saludar como quien termina un show. Se fue con música de Bruce Springsteen y su canción “Tierra de la esperanza y los sueños”. La audiencia lo rodeó. Besos, abrazos, tendida de manos y selfies. Algunas chicas, las que alcanzaban a estrecharle la mano, pegaban grititos agudos, como adolescentes frente a su ídolo. Otros reclamaban que no habían sido elegidos para preguntar. Como Andrés Acuña, un estudiante de Derecho de 18 años. “Estaba tan emocionado que no podía pensar nada”, dijo el chico que vino desde Rosario invitado por la Embajada. Anoche, su abuela le recomendó que se acostara temprano para estar bien despierto en el evento.
A otros participantes, Obama les genera contradicciones. “Vine porque es mi trabajo, sino no lo hubiera hecho”, dijo un pibe joven, de camisa blanca y pantalón claro, que prefirió no decir su nombre. Trabaja para una ONG, financiada por la Embajada, que brinda talleres en las villas. En la mano sólo llevaba su entrada color azul para el Town Hall.
Si el orador hubiese sido George Bush, Melina Masnatta habría rechazado la invitación. La joven tecnóloga educativa de 32 años estuvo entre los que se sentaron en el escenario. Obama le resulta un personaje interesante: por su historia personal, los programas sociales, el vínculo con las temáticas de género que lleva adelante su mujer, Michelle. Melina cree que la integración social no está saldada en Estados Unidos y, por eso, también le resultó atractivo escucharlo.
Pero Obama no es Bush. No genera manifestaciones de repudio por la presencia de tropas norteamericanas en Medio Oriente, ni se reúnen presidentes, candidatos, artistas y deportistas en grandes estadios para repudiarlo. Obama no huele a azufre, como alguna vez dijo el venezolano Hugo Chávez, en una convención de la ONU, refiriéndose al presidente republicano.
Entre banderas azules, rojas y blancas con las 50 estrellitas, cenas y Town Hall meetings, apenas se oye el eco de la última visita de un presidente de Estados Unidos al país. Aquella vez se había armado un comité anti-Bush: marchas multitudinarias, repudios enérgicos y hasta un tren al que subieron Maradona, Kusturica y el entonces candidato a la presidencia de Bolivia, Evo Morales, para frenar el avance imperialista sobre la región. Gonzalito, el cronista de CQC, alcanzó a estrecharle la mano al presidente Bush. Después de preguntarle por Ginóbili y Mar del Plata se animó: “Por favor no bombardeen Mar del Plata, señor presidente. ¿Cuál es el próximo país que piensa atacar?”, le dijo en inglés.
Si en esa oportunidad Néstor Kirchner y Hugo Chávez enterraron el ALCA en la cara de George Bush, parece que esta vez los presidentes de turno intentan exhumarlo. Las imágenes a las que asistimos estos días son ficción distópica para aquel noviembre de 2005. Una década después solo quedan restos de la potencia de aquella resistencia latinoamericana: en Bolivia, Evo Morales acaba de perder el referéndum que le impide aspirar a un cuarto mandato consecutivo; en Brasil; las denuncias por corrupción y el accionar de jueces y grandes medios hace tambalear al gobierno de Dilma Roussef y la candidatura de Lula; la muerte de Chávez dejó un vacío en Venezuela que Maduro no alcanza a llenar. En Argentina, Cambiemos.
Quienes organizaron el evento en la Usina del Arte contaron que es una actividad que el presidente hace en los países que visita por primera vez para conocer qué piensan los ciudadanos, qué opina el pueblo. A pocas horas de un nuevo aniversario del golpe -que Obama conmemorará en el Parque de la Memoria- los jóvenes emprendedores mostraron sus intereses: los derechos humanos no entran en un Town Hall.
¿Cuándo va a desclasificar los archivos de la dictadura que anunciaron? ¿Cómo va a ser esa desclasificación? Eso quería preguntar Sofía Lugo, una estudiante de Ciencia Política de la UBA, a Barack Obama en el Town Hall meeting, uno de los eventos que organizó la Embajada de Estados Unidos como parte de la visita del presidente norteamericano. Sofía tiene 20 años y fue en representación de Puerta 18, una organización que trabaja para achicar la brecha digital entre los jóvenes. Ella, que nació en Paraguay y hace siete años que vive en el país, quedó sorprendida: a menos de ocho horas para que se cumplan 40 años del último golpe cívico-militar, ninguno de los seis jóvenes elegidos por Obama preguntó sobre el 24 de marzo.
“Hoy tomé mi primer mate y me gustó”, contó el primer presidente negro de los Estados Unidos mientras caminaba, sin apuro, por el escenario. De fondo, dos banderas enormes de ambas naciones enormes. “Mi equipo pensó que yo tenía pensamientos muy claros en la conferencia de prensa. Y creo que fue debido al mate”, agregó. Obama tuvo otros guiños con los 400 invitados que colmaban el salón Dorado del centro cultural del barrio de La Boca. “Siempre fui un aficionado de la cultura argentina. En la universidad leía a Borges y Cortázar”, explicó en inglés, mientras la mayoría de seguía sus palabras sin la ayuda de los audífonos en los que se podía escuchar la traducción al español.
Sin saco, con la camisa blanca arremangada, les explicó que estaba ahí para escucharlos. El público comenzó a levantarse de sus cómodos asientos y alzar las manos con desesperación. Algunos sacudían los brazos, como saludando de lejos. Obama sonreía. Señalaba al elegido para preguntar y uno de los voluntarios caminaba en esa dirección, micrófono en mano.
Los desafíos globales, el conflicto entre Palestina e Israel, el zika, la histórica visita a Cuba, la política norteamericana: en el cuestionario de los jóvenes no hubo lugar para los derechos humanos y la inminente aprobación de la ley para pagarle a los fondos buitre. Los chicos y chicas que levantaban la mano estaban más preocupados por darle la bienvenida y agradecerle, en perfecto inglés, las becas que tenían. Muchos de ellos participaron de programas internacionales que coordina la embajada local, como la beca Fulbright. Otros tantos, además de ser emprendedores, trabajan para el gobierno nacional. Una fila de chicas entera era de empleadas del Ministerio de Modernización, que a su vez tienen una ONG sobre servicio público. En su microclima diario no hay despidos, ni represión.
“Usted es mi héroe”, alcanzó a decirle Natalia Quiroga, una profesora de la Universidad Católica Argentina, ahogada en un llanto que de lejos parecía exagerado. La joven de la UCA cedió el micrófono a otro. A pesar de que el presidente más poderoso del mundo la eligió para preguntar, no lo hizo. Los turnos para intervenir se dividían según género: chica, chico, chica, chico. Sólo uno habló español: le preguntó si creía que Donald Trump, el magnate inmobiliario que propone construir un muro en la frontera con México, podría llegar a la presidencia. “El Partido Republicano se desplazó mucho hacia la derecha”, opinó el orador. Y dijo que confiaba en el pueblo norteamericano. Que iban a saber votar.
La única intervención incómoda la hizo Amparo Nieto, una chica de 16 años de camisa blanca y pelo recogido. Contó que pasó parte de su adolescencia en Estados Unidos y que sus compañeros del colegio no sabían ubicar a la Argentina -y a otros países- en el mapa. El nivel de ignorancia era tal -explicó- que los chicos le preguntaban si donde ella había nacido existía la Coca Cola. Nieto le pidió explicaciones a Obama sobre porqué pasaba eso. El presidente retrucó: quiso saber qué era lo que más le había gustado de su país. “Los baños automáticos”, dijo. Hubo risas.
Las preguntas fueron una excusa para que el presidente de la primera potencia mundial expusiera sobre sus temas de interés. Mencionó varias veces a Mauricio Macri con elogios, habló del conflicto palestino-israelí como una deuda pendiente, cuestionó las divisiones entre izquierda y derecha y valoró los avances en materia de salud y educación en Cuba. “La expectativa de vida de Cuba es la misma que la de los Estados Unidos, pero quien puede recorrer La Habana se da cuenta que la ciudad es la misma que hace cincuenta años, por eso, ustedes, los jóvenes deben dejar atrás el debate ideológico para ser más prácticos”, dijo.
Detrás del hombre que prometió cerrar Guantánamo y no lo hizo, un grupo de 80 jóvenes emprendedores lo escuchaban sentados en el escenario. Delante y en los pisos superiores, el resto del público: funcionarios del gobierno porteño y nacional y emprendedores sub 40, con trajes y vestidos entallados. Algunos eran más emprendedores que jóvenes, como Martín Redrado. El ex presidente del Banco Central escuchaba y cada tanto miraba su celular. El jefe de gobierno porteño, Horacio Rodríguez Larreta, el vicejefe, Diego Santilli y el ministro de Educación, Esteban Bullrich vieron todo desde el palco ubicado a la derecha del escenario. En el de la izquierda había otros tantos funcionarios, entre ellos Jorge Telerman, hoy director del complejo teatral de Buenos Aires. Cerca de él se ubicaron Darío Lopérfido y Pablo Avelluto.
Los invitados se dividieron por colores: verde, rojo y azul. Los verdes se sentaron al fondo del escenario, a espaldas de Obama. Los azules, en las primeras filas. Y los rojos, en una bandeja superior del salón. La invitación que habían retirado días atrás exigía que estuvieran en el lugar a las 13:30. A esa hora comenzó a armarse la fila en la esquina de Caffarena y Caboto, detrás de un vallado custodiado por Gendarmería. También había personal de la Policía Metropolitana y de una empresa de seguridad privada.
Antes de entrar a la atmósfera de informalidad que se vivía adentro de la Usina, donde sonaban tangos de Astor Piazzolla, los invitados pasaron por un operativo de seguridad parecido al de un aeropuerto: unos tipos grandotes de traje, guantes de cuero negro y audífonos en el oído derecho revisaban a cada uno de los invitados. Ninguno hablaba español: son parte de la custodia que recorre el mundo junto a Obama. Al mismo tiempo, un grupo de perros olfateaba los equipos de los fotógrafos. Era como subir a un avión: estaba prohibido llevar líquidos, elementos cortantes, paraguas. Tampoco estaban autorizadas las carteras. Algunas chicas hacían malabares con sus cuadernos, celulares y cargadores para evitar que se le cayeran al piso.
Una vez adentro del Salón Dorado, nadie podía moverse de su asiento. Un hombre negro se paró frente al atril para probar el micrófono y las tomas de cámara. “Es el doble de Obama”, dijo un chico desde su asiento.
Los funcionarios porteños se sentaron en las sillas con sus nombres, el resto lo hizo por orden de llegada. Ninguno pudo ver a Obama bajar de La Bestia, el Cadillac One negro de siete toneladas: un híbrido entre un auto deportivo, un vehículo de guerra y una ambulancia que la comitiva hizo traer al país días antes de la visita. El superauto está equipado con lanzagranadas, cámaras de visión nocturna, lanzabombas automáticas y ametralladoras calibre 50. También cuenta con tanques de oxígeno y muestras de sangre del grupo y factor del presidente para una eventual transfusión.
Cuando todo terminó, Obama se calzó el saco y bajó del escenario a saludar como quien termina un show. Se fue con música de Bruce Springsteen y su canción “Tierra de la esperanza y los sueños”. La audiencia lo rodeó. Besos, abrazos, tendida de manos y selfies. Algunas chicas, las que alcanzaban a estrecharle la mano, pegaban grititos agudos, como adolescentes frente a su ídolo. Otros reclamaban que no habían sido elegidos para preguntar. Como Andrés Acuña, un estudiante de Derecho de 18 años. “Estaba tan emocionado que no podía pensar nada”, dijo el chico que vino desde Rosario invitado por la Embajada. Anoche, su abuela le recomendó que se acostara temprano para estar bien despierto en el evento.
A otros participantes, Obama les genera contradicciones. “Vine porque es mi trabajo, sino no lo hubiera hecho”, dijo un pibe joven, de camisa blanca y pantalón claro, que prefirió no decir su nombre. Trabaja para una ONG, financiada por la Embajada, que brinda talleres en las villas. En la mano sólo llevaba su entrada color azul para el Town Hall.
Si el orador hubiese sido George Bush, Melina Masnatta habría rechazado la invitación. La joven tecnóloga educativa de 32 años estuvo entre los que se sentaron en el escenario. Obama le resulta un personaje interesante: por su historia personal, los programas sociales, el vínculo con las temáticas de género que lleva adelante su mujer, Michelle. Melina cree que la integración social no está saldada en Estados Unidos y, por eso, también le resultó atractivo escucharlo.
Pero Obama no es Bush. No genera manifestaciones de repudio por la presencia de tropas norteamericanas en Medio Oriente, ni se reúnen presidentes, candidatos, artistas y deportistas en grandes estadios para repudiarlo. Obama no huele a azufre, como alguna vez dijo el venezolano Hugo Chávez, en una convención de la ONU, refiriéndose al presidente republicano.
Entre banderas azules, rojas y blancas con las 50 estrellitas, cenas y Town Hall meetings, apenas se oye el eco de la última visita de un presidente de Estados Unidos al país. Aquella vez se había armado un comité anti-Bush: marchas multitudinarias, repudios enérgicos y hasta un tren al que subieron Maradona, Kusturica y el entonces candidato a la presidencia de Bolivia, Evo Morales, para frenar el avance imperialista sobre la región. Gonzalito, el cronista de CQC, alcanzó a estrecharle la mano al presidente Bush. Después de preguntarle por Ginóbili y Mar del Plata se animó: “Por favor no bombardeen Mar del Plata, señor presidente. ¿Cuál es el próximo país que piensa atacar?”, le dijo en inglés.
Si en esa oportunidad Néstor Kirchner y Hugo Chávez enterraron el ALCA en la cara de George Bush, parece que esta vez los presidentes de turno intentan exhumarlo. Las imágenes a las que asistimos estos días son ficción distópica para aquel noviembre de 2005. Una década después solo quedan restos de la potencia de aquella resistencia latinoamericana: en Bolivia, Evo Morales acaba de perder el referéndum que le impide aspirar a un cuarto mandato consecutivo; en Brasil; las denuncias por corrupción y el accionar de jueces y grandes medios hace tambalear al gobierno de Dilma Roussef y la candidatura de Lula; la muerte de Chávez dejó un vacío en Venezuela que Maduro no alcanza a llenar. En Argentina, Cambiemos.
Quienes organizaron el evento en la Usina del Arte contaron que es una actividad que el presidente hace en los países que visita por primera vez para conocer qué piensan los ciudadanos, qué opina el pueblo. A pocas horas de un nuevo aniversario del golpe -que Obama conmemorará en el Parque de la Memoria- los jóvenes emprendedores mostraron sus intereses: los derechos humanos no entran en un Town Hall.