Ayer recibí una carta de Francisco, dirigida a la Asociación Internacional de Derecho Penal (AIDP) y a la Asociación Latinoamericana de Derecho Penal y Criminología (ALPEC). No es la primera vez que un pontífice se dirige a los penalistas. En 1953, Pío XII pronunció un discurso ante los participantes del VI Congreso de la AIDP; en 1969, Paulo VI lo hizo ante el X Congreso. Este año, el Papa se dirige a los participantes del XIX Congreso –que no se realizará en Roma, como los dos mencionados, sino en Río de Janeiro– y del III Congreso de la ALPEC, que tendrá lugar en Tegucigalpa, Honduras.
Este mensaje llega en un contexto de reformas a la legislación penal de buena parte de América Latina, cuyas facciones son talladas –una vez más– por la demagogia política, la irresponsabilidad mediática y los intereses de los países hegemónicos, estos últimos interesados en imponer una política criminal global, centrada en el control de los flujos de migrantes, de información y de dinero, que configure el nuevo rostro de la penalidad, sin por ello abandonar del todo la «guerra» contra las drogas y el terrorismo.
Cada una de las frases que el Santo Padre nos dedica en su carta merecen una atenta lectura y una profunda reflexión.
En la Argentina, consciente de la necesidad de actualizar un texto que tiene más de 90 años, basado en un proyecto de 1891, que sufrió más de 900 reformas parciales, que padece los problemas generados por más de 400 normas punitivas legisladas fuera del texto codificado, que contiene innumerables normas que permiten interpretaciones absolutamente disímiles, la presidenta tuvo el coraje de promover la reforma del Código Penal, una empresa que nunca es redituable políticamente. Para ello convocó a una comisión de juristas de los partidos políticos con mayor representación parlamentaria.
Luego de 18 meses de trabajo, esa Comisión presentó un anteproyecto que tuvo como principal objetivo reordenar la legislación penal –hoy dispersa en un caos normativo inasible aun para los juristas– y que fue blanco de una campaña de difamación instrumentada por un diputado nacional con aspiraciones y algunos medios de comunicación. Mientras en múltiples foros se debatía ese borrador, en los medios se discutía si era legítimo o no «linchar» rateros atrapados in fraganti.
Cada una de las frases que el Santo Padre nos dedica en su carta merecen una atenta lectura y una profunda reflexión, sobre las que no podemos abundar ahora. Mientras reflexionamos sobre su mensaje, bueno es recordar a Paulo VI, que señalaba que el Derecho debía proteger a inocentes y culpables por igual. Porque, aunque a veces pareciera que lo olvidáramos, todos tienen la dignidad de ser personas.
Este mensaje llega en un contexto de reformas a la legislación penal de buena parte de América Latina, cuyas facciones son talladas –una vez más– por la demagogia política, la irresponsabilidad mediática y los intereses de los países hegemónicos, estos últimos interesados en imponer una política criminal global, centrada en el control de los flujos de migrantes, de información y de dinero, que configure el nuevo rostro de la penalidad, sin por ello abandonar del todo la «guerra» contra las drogas y el terrorismo.
Cada una de las frases que el Santo Padre nos dedica en su carta merecen una atenta lectura y una profunda reflexión.
En la Argentina, consciente de la necesidad de actualizar un texto que tiene más de 90 años, basado en un proyecto de 1891, que sufrió más de 900 reformas parciales, que padece los problemas generados por más de 400 normas punitivas legisladas fuera del texto codificado, que contiene innumerables normas que permiten interpretaciones absolutamente disímiles, la presidenta tuvo el coraje de promover la reforma del Código Penal, una empresa que nunca es redituable políticamente. Para ello convocó a una comisión de juristas de los partidos políticos con mayor representación parlamentaria.
Luego de 18 meses de trabajo, esa Comisión presentó un anteproyecto que tuvo como principal objetivo reordenar la legislación penal –hoy dispersa en un caos normativo inasible aun para los juristas– y que fue blanco de una campaña de difamación instrumentada por un diputado nacional con aspiraciones y algunos medios de comunicación. Mientras en múltiples foros se debatía ese borrador, en los medios se discutía si era legítimo o no «linchar» rateros atrapados in fraganti.
Cada una de las frases que el Santo Padre nos dedica en su carta merecen una atenta lectura y una profunda reflexión, sobre las que no podemos abundar ahora. Mientras reflexionamos sobre su mensaje, bueno es recordar a Paulo VI, que señalaba que el Derecho debía proteger a inocentes y culpables por igual. Porque, aunque a veces pareciera que lo olvidáramos, todos tienen la dignidad de ser personas.