El efecto Syriza es una anomalía político-electoral que amenaza a los regímenes políticos europeos desde el pasado mes de junio. Entonces, el joven Alexis Tsipras estuvo a punto de convertir a Syriza (una coalición de formaciones de izquierda radical) en la más votada en Grecia, logrando casi el 27 por ciento de los votos. Desde entonces, el antaño todopoderoso PASOK, pasó a convertirse en un acompañante menor de la derecha griega. Algo, aparentemente posible en una democracia formal, como que una gran parte del electorado griego apostara por una opción política alternativa a la derecha, diferente de la socialdemocracia, hizo saltar las alarmas en todos los poderes europeos, que desencadenaron una ofensiva política y mediática contra Syriza presentando su posible victoria como el caos.
El efecto Syriza se produce cuando, en un sistema de representación parlamentaria tradicionalmente dominado por dos grandes partidos, uno liberal-conservador (centro-derecha) y otro social-liberal (centro-izquierda), emerge una fuerza electoral de izquierdas con discurso popular que supera al centro-izquierda como alternativa electoral. Todos los matices que pudieran hacerse a partir de aquí dependen ya de las complejidades de cada contexto político. En cualquier caso, parece que una de las consecuencias de la transformación de la crisis económica en crisis política en varios países europeos, ha sido la apertura de una estructura de oportunidad para fuerzas políticas condenadas históricamente a la periferia de los sistemas políticos.
No hay que olvidar que la estabilidad de los regímenes políticos de Europa occidental descansó, en buena medida, en el turnismo entre opciones políticas que mantenían consensos sobre los asuntos fundamentales. Ese turnismo se basaba en que, hasta cierto punto, el centro-izquierda y el centro-derecha podían gobernar de manera diferente sin alejarse de las pautas de un orden económico diseñado por sus dueños; lo que antaño se denominaba, sin temor, la clase capitalista. Y, desde luego, es indudable que, en Europa occidental, una parte considerable de la clase trabajadora organizada en los sindicatos tenía buenas razones para sentirse cómoda en estos regímenes de turno, como sociedad civil del centro-izquierda y como negociadora privilegiada de la conflictividad social con el centro-derecha.
Con un trazo muy ancho, esta es la historia de la llamada socialdemocracia europea de postguerra y de sus organizaciones sindicales afines.
Pues bien, este relato de trazo amplio tan ilustrativo, cuyo final empezó a anunciarse con las políticas neoliberales de los años 80 y cuyo epílogo comenzó tras la caída del muro de Berlín, se ha acabado del todo. La socialdemocracia (que dejó de ser tal hace mucho) ya no tiene espacio político para gobernar en el sur de Europa de una manera diferente a la derecha y a los sindicatos más les vale enseñar los dientes en serio si quieren que la negociación colectiva sea algo más que historia. Y no es que lo diga yo, basta observar el pragmatismo radical de Tomás Gómez para darse cuenta de que, incluso algunos dirigentes socialistas, se han dado cuenta de que no van a tocar poder con formas de “oposición responsable y leal”.
Es obvio que no basta un 25, un 30 o 50 por ciento de los votos en unas elecciones para cambiar las relaciones de poder. Los que nos dedicamos a la ciencia política sabemos que la nuestra es la disciplina que tiene por objeto de estudio precisamente el poder, no solo los sistemas electorales y los partidos. Y el poder tiene que ver con dispositivos económicos, sociales y militares que no pueden reducirse a la unidad del aparato estatal al que se accede por la vía electoral. La imagen de Salvador Allende, precariamente armado, viviendo sus últimos momentos en La Moneda el 11 de septiembre de 1973, es la metáfora de la verdad en política; tan verdad como la imagen de los paracaidistas patriotas que devolvieron la democracia a Venezuela en 2002.
Pero con todo, el efecto Syriza es el revulsivo más a mano de la izquierda europea para jugar sus cartas en estos tiempos de crisis sistémica.
¿Qué tiene que ver esto con las elecciones gallegas?
En Galicia hemos visto que la indignación social puede convertirse en votos si la izquierda es capaz de presentarse como una oposición real. En poco más de un mes, Alternativa Galega de Esquerda, una coalición electoral entre federalistas e independentistas, ha puesto patas arriba el mapa electoral gallego y se ha plantado con el 14 por ciento de los votos partiendo de la nada. Si tenemos en cuenta que el histórico BNG, libre además de su ala derecha que emigró hacia la nada, ha superado el 10 por ciento de los votos, tenemos que más del 24 por ciento de los votantes gallegos ha optado por fuerzas políticas a la izquierda del PSOE, que se ha quedado en poco más del 20 por ciento. No hay que olvidar que hace solo un mes, el CIS daba sólo un diputado a la coalición liderada por Xosé Manuel Beiras y Yolanda Díaz y que pocos éramos entonces los que pensábamos que AGE podía pasar de los dos o tres escaños.
Los únicos activos que se le presuponían a la Syriza gallega eran el impulso federal de Esquerda Unida (que en las generales había obtenido un resultado digno en Galicia y a la que las encuestas daban una representación testimonial en la cámara legislativa gallega) y el carisma de un Xosé Manuel Beiras que, aunque veterano, podría robarle algunos apoyos al BNG. Muchos querrán decir ahora que lo que se ha producido es una recolocación de los votos nacionalistas, pero basta leer los resultados con atención para darse cuenta de que Beiras es mucho más que una imagen que se lleva votos propios del BNG y que AGE es mucho más que una fuerza nacionalista tradicional aliada con Esquerda Unida por mera conveniencia. Puede que incluso algún que otro cuadro de la coalición, cegado por la miopía y la mediocridad propia de muchos fontaneros lo vea así, pero por suerte la política a veces vuela más alto que los burócratas.
Beiras ha demostrado ser mucho más que la historia reciente del nacionalismo gallego, revelándose como un dirigente de altura, capaz de identificar las contradicciones y las posibilidades políticas del tiempo presente. Los que desprecian la formación intelectual en la política han saboreado la amargura de una lección que no olvidarán; que los dirigentes, para ser tales, están obligados a estudiar y a asomar la cabeza por encima de la vida interna de partido. Beiras nunca ha dejado de estudiar y su paso por los foros sociales y su cercanía a los movimientos le han hecho entender muy bien lo que significó el 15M y lo que significa una crisis de régimen. Los fontaneros pueden ganar congresos pero para ganar en política hace falta algo de esa inteligencia que el genio sardo llamaba orgánica y que sirve para conectar con el pueblo.
Yolanda Díaz, por su parte, ha sabido recuperar la mejor tradición del comunismo; su capacidad y generosidad para tejer frentes amplios que aspiran a representar una mayoría social y popular en un momento histórico en el que la resistencia democrática frente a un fascismo con rostro de tecnocracia, es la mejor receta para que la izquierda pueda aspirar a algo más que a un tercer espacio. La refundación de la izquierda que muchos despreciaron como una jugada tacticista de sus promotores, ha tenido en Galicia una etapa estratégica crucial.
La prueba de lo que digo es que una coalición política con escasísimos recursos ha sido capaz de llenar mítines y de movilizar, en poco más de un mes, una ilusión social que se ha transformado, sobre todo en los núcleos urbanos, en la oposición viva al Partido Popular. Los portavoces de AGE han movilizado la conciencia nacional gallega mejor que nadie pero, sobre todo, han apuntado contra la política de las élites, con un estilo incorrecto, rompedor, pidiendo cárcel para los banqueros y los corruptos y haciendo propios buena parte de los mensajes y el estilo que la movilización social de los últimos tiempos ha incrustado en una parte importante de la sociedad.
Hay que tomar nota además de algo que en América Latina saben desde hace tiempo y que AGE ha manejado tan bien como su referente griego; contar con buenos portavoces. Presentar buenos candidatos es mucho más que jugar con la imagen y el carisma como elementos de marketing político. Los buenos candidatos son la pieza imprescindible para que los discursos se conviertan en motores que organicen la indignación social.
Hay sin duda una lección amarga del resultado de las elecciones gallegas, a saber, que la conversión de la derrota social de los regímenes políticos en derrota electoral lleva más tiempo de lo que muchos querríamos. Bien lo comprobaron en Grecia cuando a Syriza no le bastó su 26 y pico por ciento para superar a la derecha. Pero el miedo ya está en el PP. Hoy uno de sus portavoces declaraba frente a las cámaras de TVE a propósito de las elecciones: “Nuestro partido se está quedando sin interlocutor en el centro-izquierda para los asuntos de Estado”. El efecto Syriza está en marcha.