La decisión del Gobierno de modificar las metas de inflación para los próximos tres años no altera en nada las inconsistencias del modelo económico. Tampoco el corrimiento del tipo de cambio que trae aparejada esa determinación. El resultado de la baja marginal de la tasa de interés que el Poder Ejecutivo le impuso al presidente del Banco Central, Federico Sturzenegger, llevará el dólar un poco más arriba, generará mayor inflación, impactará en un menor crecimiento económico si las paritarias no compensan la aceleración de precios y eventualmente obligará al Ministerio de Finanzas a elevar la emisión de deuda si la bicicleta financiera que acerca dólares para tapar una parte del agujero externo aminora su marcha en los próximos meses. También puede desalentar la demanda de créditos que ajustan por UVA (IPC), ante el reconocimiento público del fracaso de la estrategia antiinflacionaria. En dos años de gestión, Mauricio Macri consiguió en 2016 la inflación más alta en 25 años, con 41 por ciento en el área metropolitana, y terminará 2017 en un nivel igual o mayor al de 2015. ¿Cuál sería la ganancia para el Gobierno de dejar un poco de lado el fanatismo de Sturzenegger con las metas de inflación? La expectativa del equipo económico es liberar tensiones frente al reclamo de sectores exportadores –principalmente agropecuarios– por el atraso cambiario, mientras avanza con el ajuste del gasto público para intentar achicar el déficit fiscal (primario) como le exige el mercado y su principal vocero, el FMI. También aspira a que una reducción de las tasas dinamice la inversión privada y el financiamiento al consumo, aunque sea en el margen. En definitiva, administrar los tiempos de una crisis económica que si llegara a estallar antes de las elecciones de 2019 dañaría las posibilidades de continuidad del proyecto neoliberal en marcha.
El plan para 2018 y 2019 elaborado en la Casa Rosada se asemeja en lo esencial al que desarrolló los primeros dos años de mandato: devaluación, tarifazos, despidos en el sector público y ajuste del gasto el próximo año (como lo hizo en 2016, cierto que en aquel momento con mayor intensidad), y apreciación cambiaria y política fiscal expansiva (en comparación con 2018) para 2019, como ocurrió en 2017 al activar la obra pública de cara a los comicios legislativos. La ecuación general debería dar un próximo año deslucido y un 2019 un poco mejor para elevar las chances electorales del oficialismo. Si ese esquema funcionará o no en términos macroeconómicos y políticos se verá con el tiempo. Lo que resulta evidente es que el proceso no depara nada bueno para las mayorías populares, que vienen perdiendo derechos adquiridos a velocidad crucero desde el arranque mismo del experimento de los CEO y seguirán así mientras no le pongan freno. Las reformas previsional, tributaria y la próxima reforma laboral que el jefe de Gabinete, Marcos Peña, anunció para febrero son los ejemplos más potentes de esa dinámica de distribución regresiva del ingreso que vino a imponer la alianza del PRO, la UCR y, como se ve, un sector no menor del peronismo. El compromiso que demuestra la mayoría del sistema político en este momento –incluidas las patas mediática y judicial– es una de las mayores fortalezas del proyecto del establishment. Las inconsistencias económicas que se acumulan y ejercen cada vez más presión son, en cambio, su mayor desafío.
El sinceramiento relativo de las metas de inflación procura expulsar algo de los vapores que se concentran por las incongruencias del plan. El Gobierno prefirió pagar ahora el costo de esa corrección antes de verse forzado a hacerlo más adelante, seguramente más apretado por el mercado y con menos margen de maniobra, asumiendo el riesgo de un perjuicio superior. Por ejemplo, a una corrida y una devaluación más descontroladas. Sturzenegger no tuvo más alternativas que aceptar o renunciar, y por lo que se ve prefirió guardarse un poco de orgullo para mejor ocasión. El reconocimiento de esa pérdida, sin embargo, no resuelve los problemas de fondo, que siguen tan presentes como antes de que el objetivo inflacionario subiera de 10 a 15 por ciento para 2018.
La promesa original de que un presidente empresario y un gabinete de ejecutivos pro mercado atraerían una ola de inversiones se esfumó hace mucho. Tampoco inspiraron la confianza prevista para terminar con la fuga de capitales, que de hecho se ha consolidado como uno de los problemas estructurales de la economía nacional. El Gobierno sigue sin hacer nada sustancial para resolver el desequilibrio del sector externo. El déficit comercial es record histórico por la apertura importadora, en tanto que las exportaciones crecen este año a un ritmo de apenas el 1,2 por ciento. Las proyecciones de economistas oficialistas para el año que viene sostienen que el rojo comercial seguirá en aumento, para superar los 8000 millones de dólares. La salida de divisas por turismo al exterior es incluso superior a esa cifra, para tocar los 11.000 millones en 2017. Y el pago de intereses de la deuda es el rubro del presupuesto que más crece en 2018. A ello se suma la remisión de utilidades de las multinacionales a las casas matrices, dando forma a un combo explosivo que por ahora solo logran disimular la avalancha de deuda pública y el ingreso de capitales especulativos. La primera conferencia de prensa del equipo económico a pleno ni siquiera mencionó la cuestión. Los funcionarios hicieron referencia con exclusividad al déficit fiscal, como si la insuficiencia de dólares genuinos –a través de las exportaciones y la inversión extranjera directa– y la hemorragia de divisas no fueran el tema más importante a encarar y el que origina los desajustes más peligrosos. A esta altura, el silencio se explica en que el Gobierno prefiere hacer como que no ve la bola de nieve, porque de hacerlo estaría obligado a revisar aspectos centrales de la política económica. Antes que eso, se dedica a demorar lo más posible el momento del impacto.
Las autoridades económicas, por otra parte, tampoco explicaron por qué fracasó el esquema de metas de inflación. Para 2016 la pauta prevista era un alza del IPC del 20 al 25 por ciento, pero en el área metropolitana terminó marcando 41. Y para este año el objetivo era de entre 12 y 17 por ciento, contra el 23 o 24 que informará el Indec en un par de semanas. Frente al desvío evidente que también se produciría en 2018, con una meta del 10 y expectativas de mercado que antes de los anuncios ya se ubicaban en 16,6 por ciento, aceptaron la suba a 15 puntos. Pero eso fue todo. La única explicación que esbozaron Peña y el ministro de Hacienda, Nicolás Dujovne, fue que la culpa la tuvo el gobierno anterior porque ellos no pudieron calibrar bien cuando tomaron el poder. A Sturzenegger no le dio la cara para aclarar que la meta de inflación de 10 por ciento el año que viene la fijó él hace dos meses, cuando dijo que de ninguna manera estaba dispuesto a cambiarla. Ninguno de los tres, más allá de eso, pudo indicar por qué hasta ahora la política de tasas de interés no logró controlar la inflación como lo preveían, y por qué funcionaría a futuro. En este tema también lo único que parece preocuparle al Gobierno es ganar tiempo, mientras avanza con las reformas estructurales que cristalizan un país cada vez más desigual.
El plan para 2018 y 2019 elaborado en la Casa Rosada se asemeja en lo esencial al que desarrolló los primeros dos años de mandato: devaluación, tarifazos, despidos en el sector público y ajuste del gasto el próximo año (como lo hizo en 2016, cierto que en aquel momento con mayor intensidad), y apreciación cambiaria y política fiscal expansiva (en comparación con 2018) para 2019, como ocurrió en 2017 al activar la obra pública de cara a los comicios legislativos. La ecuación general debería dar un próximo año deslucido y un 2019 un poco mejor para elevar las chances electorales del oficialismo. Si ese esquema funcionará o no en términos macroeconómicos y políticos se verá con el tiempo. Lo que resulta evidente es que el proceso no depara nada bueno para las mayorías populares, que vienen perdiendo derechos adquiridos a velocidad crucero desde el arranque mismo del experimento de los CEO y seguirán así mientras no le pongan freno. Las reformas previsional, tributaria y la próxima reforma laboral que el jefe de Gabinete, Marcos Peña, anunció para febrero son los ejemplos más potentes de esa dinámica de distribución regresiva del ingreso que vino a imponer la alianza del PRO, la UCR y, como se ve, un sector no menor del peronismo. El compromiso que demuestra la mayoría del sistema político en este momento –incluidas las patas mediática y judicial– es una de las mayores fortalezas del proyecto del establishment. Las inconsistencias económicas que se acumulan y ejercen cada vez más presión son, en cambio, su mayor desafío.
El sinceramiento relativo de las metas de inflación procura expulsar algo de los vapores que se concentran por las incongruencias del plan. El Gobierno prefirió pagar ahora el costo de esa corrección antes de verse forzado a hacerlo más adelante, seguramente más apretado por el mercado y con menos margen de maniobra, asumiendo el riesgo de un perjuicio superior. Por ejemplo, a una corrida y una devaluación más descontroladas. Sturzenegger no tuvo más alternativas que aceptar o renunciar, y por lo que se ve prefirió guardarse un poco de orgullo para mejor ocasión. El reconocimiento de esa pérdida, sin embargo, no resuelve los problemas de fondo, que siguen tan presentes como antes de que el objetivo inflacionario subiera de 10 a 15 por ciento para 2018.
La promesa original de que un presidente empresario y un gabinete de ejecutivos pro mercado atraerían una ola de inversiones se esfumó hace mucho. Tampoco inspiraron la confianza prevista para terminar con la fuga de capitales, que de hecho se ha consolidado como uno de los problemas estructurales de la economía nacional. El Gobierno sigue sin hacer nada sustancial para resolver el desequilibrio del sector externo. El déficit comercial es record histórico por la apertura importadora, en tanto que las exportaciones crecen este año a un ritmo de apenas el 1,2 por ciento. Las proyecciones de economistas oficialistas para el año que viene sostienen que el rojo comercial seguirá en aumento, para superar los 8000 millones de dólares. La salida de divisas por turismo al exterior es incluso superior a esa cifra, para tocar los 11.000 millones en 2017. Y el pago de intereses de la deuda es el rubro del presupuesto que más crece en 2018. A ello se suma la remisión de utilidades de las multinacionales a las casas matrices, dando forma a un combo explosivo que por ahora solo logran disimular la avalancha de deuda pública y el ingreso de capitales especulativos. La primera conferencia de prensa del equipo económico a pleno ni siquiera mencionó la cuestión. Los funcionarios hicieron referencia con exclusividad al déficit fiscal, como si la insuficiencia de dólares genuinos –a través de las exportaciones y la inversión extranjera directa– y la hemorragia de divisas no fueran el tema más importante a encarar y el que origina los desajustes más peligrosos. A esta altura, el silencio se explica en que el Gobierno prefiere hacer como que no ve la bola de nieve, porque de hacerlo estaría obligado a revisar aspectos centrales de la política económica. Antes que eso, se dedica a demorar lo más posible el momento del impacto.
Las autoridades económicas, por otra parte, tampoco explicaron por qué fracasó el esquema de metas de inflación. Para 2016 la pauta prevista era un alza del IPC del 20 al 25 por ciento, pero en el área metropolitana terminó marcando 41. Y para este año el objetivo era de entre 12 y 17 por ciento, contra el 23 o 24 que informará el Indec en un par de semanas. Frente al desvío evidente que también se produciría en 2018, con una meta del 10 y expectativas de mercado que antes de los anuncios ya se ubicaban en 16,6 por ciento, aceptaron la suba a 15 puntos. Pero eso fue todo. La única explicación que esbozaron Peña y el ministro de Hacienda, Nicolás Dujovne, fue que la culpa la tuvo el gobierno anterior porque ellos no pudieron calibrar bien cuando tomaron el poder. A Sturzenegger no le dio la cara para aclarar que la meta de inflación de 10 por ciento el año que viene la fijó él hace dos meses, cuando dijo que de ninguna manera estaba dispuesto a cambiarla. Ninguno de los tres, más allá de eso, pudo indicar por qué hasta ahora la política de tasas de interés no logró controlar la inflación como lo preveían, y por qué funcionaría a futuro. En este tema también lo único que parece preocuparle al Gobierno es ganar tiempo, mientras avanza con las reformas estructurales que cristalizan un país cada vez más desigual.