Decía Freud que hay tres imposibles: educar, psicoanalizar y gobernar. Entre los psicoanalistas, la observación es un clásico: la imposibilidad de estas tres actividades proviene de la persistencia de un “resto”, un algo que se resiste y que, a veces, doblega a la tarea misma. Séame permitido tirar de este hilo; gobernar es imposible: pocos intelectuales lo comprenden, cualquier político competente e íntegro lo intuye (un indicador de la ceguera frente a la imposibilidad de gobernar es el voluntarismo).
Esto viene a cuento de los dilemas argentinos de orden público. Y tiene una historia, que no comienza con la última dictadura, pero reconoce en ella un punto de inflexión. El Proceso, como Leviatán desaforado, dejó un legado no solamente trágico, sino también envenenado. Frente a él, la reivindicación de derechos emergente luego de su colapso fue inédita a intensísima – y es bueno que así sea – pero la percepción o afirmación de deberes estuvieron casi ausentes.
Derechos sin deberes, podríamos sintetizar, porque los deberes tendieron a ser adheridos a un Estado, aún democrático, con escasa legitimidad, cuando no a un orden social que se consideraba básicamente injusto – y no sin cierta razón por cierto. La Argentina tiene, claro, una amplia tradición al respecto de la que participan todos los sectores sociales – recordemos la vida al margen de la ley y la “anomia boba” tan bien identificadas por Carlos Nino.
No obstante, la dictadura militar constituyó un quiebre, por contribuir a abrir una brecha ingobernable. En verdad, la dimensión experiencial de los derechos se extendió tanto que alcanzó una paradoja: el derecho a afectar derechos. Que no debe ser confundido con el “simple” choque de derechos. Hay choque de derechos cuando dos actores persiguen objetivos, defendiendo sus derechos, chocando en sendas defensas porque no pueden evitarlo.
Pero cuando se trata de prácticas orientadas neta y directamente a afectar derechos de otros, entonces estamos en un contexto diferente, el del derecho a afectar derechos. La política del espacio público es un ámbito en el que esto tiene lugar, porque, por ejemplo, no es el derecho de expresarse de los piqueteros lo que está en juego, sino sus acciones directamente enderezadas a impedir el ejercicio de derechos de otros (del mismo modo que los piquetes de huelga). Pero esto, esté bien o mal, tiene lugar en un campo político muy amplio. En el que el deber de respetar un orden público (que se estima ajeno) es tan inexistente como lo es en el caso del uso del espacio urbano por las clases medias y altas (en su condición de automovilistas, por ejemplo, o en la comisión de actos de piratería consistentes en la privatización de lo público).
Pero la protesta social y política plantea problemas perentorios, dadas la relevancia y magnitud de los participantes y sobre todo el alcance casi total de los afectados. Hé aquí el sartén y las brasas de la ingobernabilidad freudiana, porque si las autoridades (maltrechas) buscan poner coto a la protesta (por ejemplo, permitiendo la movilización pero impidiendo que esta afecte la circulación), son tachadas de autoritarias, y si no lo hacen se ganan la cólera de quienes la sufren. Así, los gobiernos caminan como pisando huevos, ante la sospecha, fundada o no, que algunos actores desean victimizarse. Todo esto acontece en un marco peculiar: hay carencias sociales y también hay una manipulación artera de esas carencias.
Pero los desposeídos argentinos, pese a lo sucedido en las últimas décadas, no han naturalizado sus carencias. Se consideran plenamente con derechos. Aun en el caso de aquellos clientelizados de un modo u otro. Si el kirchnerismo tuvo algún sentido político que valga la pena rescatar, es este: reafirmó en el discurso, en su retórica, como sujetos de derecho, a quienes sufren privaciones. Cae de su peso: si quienes padecen esas privaciones, así se consideran, sujetos de derecho, entonces lo son, sin vueltas. Personalmente lo celebro, pero es un problema fundamental de la imposibilidad doméstica de gobernar.
No se puede, en Argentina, gobernar a los pobres como si no tuvieran derechos. Pero gobernarlos asumiendo que los tienen, que es lo que se debe hacer, es endiabladamente difícil. Sobre todo si el gobierno no quiere incurrir en políticas económicas insostenibles o, lo que es más o menos lo mismo, políticas cuya sostenibilidad depende de una holgura de recursos que (como en la época de oro de la soja) en sí misma no se sostiene. Porque descartadas esas políticas, que están condenadas a derrotarse a sí mismas, lo que queda es el conflicto democrático y capitalista, nada menos que eso. Lo dicho no es un llamado a la resignación. Es una señalización de la complejidad del problema.
Vicente Palermo es politólogo e investigador del CONICET. Miembro del Club Político Argentino
Esto viene a cuento de los dilemas argentinos de orden público. Y tiene una historia, que no comienza con la última dictadura, pero reconoce en ella un punto de inflexión. El Proceso, como Leviatán desaforado, dejó un legado no solamente trágico, sino también envenenado. Frente a él, la reivindicación de derechos emergente luego de su colapso fue inédita a intensísima – y es bueno que así sea – pero la percepción o afirmación de deberes estuvieron casi ausentes.
Derechos sin deberes, podríamos sintetizar, porque los deberes tendieron a ser adheridos a un Estado, aún democrático, con escasa legitimidad, cuando no a un orden social que se consideraba básicamente injusto – y no sin cierta razón por cierto. La Argentina tiene, claro, una amplia tradición al respecto de la que participan todos los sectores sociales – recordemos la vida al margen de la ley y la “anomia boba” tan bien identificadas por Carlos Nino.
No obstante, la dictadura militar constituyó un quiebre, por contribuir a abrir una brecha ingobernable. En verdad, la dimensión experiencial de los derechos se extendió tanto que alcanzó una paradoja: el derecho a afectar derechos. Que no debe ser confundido con el “simple” choque de derechos. Hay choque de derechos cuando dos actores persiguen objetivos, defendiendo sus derechos, chocando en sendas defensas porque no pueden evitarlo.
Pero cuando se trata de prácticas orientadas neta y directamente a afectar derechos de otros, entonces estamos en un contexto diferente, el del derecho a afectar derechos. La política del espacio público es un ámbito en el que esto tiene lugar, porque, por ejemplo, no es el derecho de expresarse de los piqueteros lo que está en juego, sino sus acciones directamente enderezadas a impedir el ejercicio de derechos de otros (del mismo modo que los piquetes de huelga). Pero esto, esté bien o mal, tiene lugar en un campo político muy amplio. En el que el deber de respetar un orden público (que se estima ajeno) es tan inexistente como lo es en el caso del uso del espacio urbano por las clases medias y altas (en su condición de automovilistas, por ejemplo, o en la comisión de actos de piratería consistentes en la privatización de lo público).
Pero la protesta social y política plantea problemas perentorios, dadas la relevancia y magnitud de los participantes y sobre todo el alcance casi total de los afectados. Hé aquí el sartén y las brasas de la ingobernabilidad freudiana, porque si las autoridades (maltrechas) buscan poner coto a la protesta (por ejemplo, permitiendo la movilización pero impidiendo que esta afecte la circulación), son tachadas de autoritarias, y si no lo hacen se ganan la cólera de quienes la sufren. Así, los gobiernos caminan como pisando huevos, ante la sospecha, fundada o no, que algunos actores desean victimizarse. Todo esto acontece en un marco peculiar: hay carencias sociales y también hay una manipulación artera de esas carencias.
Pero los desposeídos argentinos, pese a lo sucedido en las últimas décadas, no han naturalizado sus carencias. Se consideran plenamente con derechos. Aun en el caso de aquellos clientelizados de un modo u otro. Si el kirchnerismo tuvo algún sentido político que valga la pena rescatar, es este: reafirmó en el discurso, en su retórica, como sujetos de derecho, a quienes sufren privaciones. Cae de su peso: si quienes padecen esas privaciones, así se consideran, sujetos de derecho, entonces lo son, sin vueltas. Personalmente lo celebro, pero es un problema fundamental de la imposibilidad doméstica de gobernar.
No se puede, en Argentina, gobernar a los pobres como si no tuvieran derechos. Pero gobernarlos asumiendo que los tienen, que es lo que se debe hacer, es endiabladamente difícil. Sobre todo si el gobierno no quiere incurrir en políticas económicas insostenibles o, lo que es más o menos lo mismo, políticas cuya sostenibilidad depende de una holgura de recursos que (como en la época de oro de la soja) en sí misma no se sostiene. Porque descartadas esas políticas, que están condenadas a derrotarse a sí mismas, lo que queda es el conflicto democrático y capitalista, nada menos que eso. Lo dicho no es un llamado a la resignación. Es una señalización de la complejidad del problema.
Vicente Palermo es politólogo e investigador del CONICET. Miembro del Club Político Argentino