Gradualismo mal entendido
Nadie podría definir mejor a Juan José Aranguren, el ministro de Energía y Minería, que sus propias palabras. “Más allá de que a mucha gente le haya parecido un shock, esto ha sido una implementación gradualista”, aseguró a principios de abril cuando todo el país se agarraba la cabeza, cuando aún sin haber salido del asombro del tarifazo eléctrico, le anunciaban que se venía una multiplicación por cinco o por diez del valor de la factura del gas este invierno. apero no era todo: Aranguren avisaba que no sería el último ajuste. “Todavía no estamos recuperando el costo de producir energía eléctrica, ni el costo de generar gas y petróleo en la Argentina”, advirtió el ministro accionista de Shell en la misma oportunidad.
Del mismo modo, justificó los aumentos que multiplicaron por 5 ó por 10 lo que los consumidores pagarían por su boleta de luz o de gas. “Los precios bajos alentaban el consumo y la demanda aumentaba en función de eso, mientras a la oferta se le decía que no tiene condiciones de rentabilidad para poder sostener su actividad”, argumentó en su defensa de las medidas para poner “orden” en las señales de precios. “El que puede pagar consume, y el que no, deja de consumir”, había dicho anteriormente en referencia al encarecimiento de los combustibles.
Al ministro tampoco le preocupan las repercusiones negativas que puedan acarrear sus palabras. “Nuestra obligación es decir la verdad. La readecuación de tarifas tiende a poder lograr una posibilidad de transformar los recursos en reservas y luego en producción, y reemplazar importaciones”, aseguró sin cambiar la expresión parca que su rostro exhibe desde que es funcionario. Como presidente de Shell, cuando cruzaba espadas con el gobierno kirchnerista, su boca solía dibujarle una sonrisa irónica en el rostro que ahora, en la función pública, parece haber perdido.
El 22 de junio fue su última gran presentación pública, cuando tuvo que defender el tarifazo ante un plenario de comisiones del Senado. En esa oportunidad señaló que el objetivo del ajuste “no es reducir el déficit fiscal (eliminando subsidios), sino que haya energía en el país”, agregando que sin la modificación del esquema tarifario “los cortes de luz y de gas iban a ser más frecuentes y el servicio iba a seguir deteriorándose”.
Pero la rígida lógica de las reglas del mercado y el postulado de “decir la verdad” no le resultó suficiente para lograr la tolerancia de los usuarios a su explosión tarifaria sin haber pasado por audiencia pública previa. Tampoco lo comprendieron los jueces, que en forma masiva le demandan retrotraer los precios dejando sin efecto las subas. Su nombre está en boca de muchos intendentes, que se hicieron cargo de la demanda de clubes barriales, sanatorios y clínicas, hogares humildes, pacientes electrodependientes, llevando sus reclamos ante el propio ministro recibiendo, por toda respuesta, “tengo una planilla Excel que cumplir”.
En su momento más difícil, a Aranguren sólo le resta saber si el titular del Ejecutivo mantendrá su solidaridad con él, asumiendo el costo político de su impericia para llevar a la práctica el megaajuste, o si cederá al reclamo de quienes prefieren verlo fuera del gobierno.
Nadie podría definir mejor a Juan José Aranguren, el ministro de Energía y Minería, que sus propias palabras. “Más allá de que a mucha gente le haya parecido un shock, esto ha sido una implementación gradualista”, aseguró a principios de abril cuando todo el país se agarraba la cabeza, cuando aún sin haber salido del asombro del tarifazo eléctrico, le anunciaban que se venía una multiplicación por cinco o por diez del valor de la factura del gas este invierno. apero no era todo: Aranguren avisaba que no sería el último ajuste. “Todavía no estamos recuperando el costo de producir energía eléctrica, ni el costo de generar gas y petróleo en la Argentina”, advirtió el ministro accionista de Shell en la misma oportunidad.
Del mismo modo, justificó los aumentos que multiplicaron por 5 ó por 10 lo que los consumidores pagarían por su boleta de luz o de gas. “Los precios bajos alentaban el consumo y la demanda aumentaba en función de eso, mientras a la oferta se le decía que no tiene condiciones de rentabilidad para poder sostener su actividad”, argumentó en su defensa de las medidas para poner “orden” en las señales de precios. “El que puede pagar consume, y el que no, deja de consumir”, había dicho anteriormente en referencia al encarecimiento de los combustibles.
Al ministro tampoco le preocupan las repercusiones negativas que puedan acarrear sus palabras. “Nuestra obligación es decir la verdad. La readecuación de tarifas tiende a poder lograr una posibilidad de transformar los recursos en reservas y luego en producción, y reemplazar importaciones”, aseguró sin cambiar la expresión parca que su rostro exhibe desde que es funcionario. Como presidente de Shell, cuando cruzaba espadas con el gobierno kirchnerista, su boca solía dibujarle una sonrisa irónica en el rostro que ahora, en la función pública, parece haber perdido.
El 22 de junio fue su última gran presentación pública, cuando tuvo que defender el tarifazo ante un plenario de comisiones del Senado. En esa oportunidad señaló que el objetivo del ajuste “no es reducir el déficit fiscal (eliminando subsidios), sino que haya energía en el país”, agregando que sin la modificación del esquema tarifario “los cortes de luz y de gas iban a ser más frecuentes y el servicio iba a seguir deteriorándose”.
Pero la rígida lógica de las reglas del mercado y el postulado de “decir la verdad” no le resultó suficiente para lograr la tolerancia de los usuarios a su explosión tarifaria sin haber pasado por audiencia pública previa. Tampoco lo comprendieron los jueces, que en forma masiva le demandan retrotraer los precios dejando sin efecto las subas. Su nombre está en boca de muchos intendentes, que se hicieron cargo de la demanda de clubes barriales, sanatorios y clínicas, hogares humildes, pacientes electrodependientes, llevando sus reclamos ante el propio ministro recibiendo, por toda respuesta, “tengo una planilla Excel que cumplir”.
En su momento más difícil, a Aranguren sólo le resta saber si el titular del Ejecutivo mantendrá su solidaridad con él, asumiendo el costo político de su impericia para llevar a la práctica el megaajuste, o si cederá al reclamo de quienes prefieren verlo fuera del gobierno.